Me tomo siempre muy serio la petición de san Pablo VI en la Humanae vitae sobre el hecho de considerar como propio deber profesional médico el procurarme toda la ciencia necesaria para dar a los esposos que nos consultan sobre temas delicados sabios consejos y directrices sanas que de nosotros esperan con todo derecho. Además de estudiar materias estrictamente científicas, los médicos debemos leer reflexionar y rezar con textos de la Escritura, los clásicos, el Magisterio y la sana filosofía y teología (especialmente la de santo Tomás).
Después de leer Casti Connubii de Pio XI (1930) me parece interesante extraer y comentar algunas ideas de interés de este texto sabio y de rabiosa actualidad. Dice en primer lugar que el matrimonio es grande y que para que su renovación produzca frutos anhelados (paz y felicidad), siempre y en todas partes, hay que iluminar las inteligencias con la genuina doctrina de Cristo sobre el mismo. Aquí nos está diciendo que Cristo vino a reconstituir lo que había sido corrompido y que con su Gracia (participación en la vida divina) nos robustece nuestras flacas voluntades. Muchos obvian la divina restauración y caen en vicios que se oponen a la vida conyugal.
El matrimonio es obra divina. No ha sido hecho con leyes humanas, sino con leyes de Dios, autor de la naturaleza. Es muy interesante comprobar cómo la exagerada distinción que hacemos a menudo entre lo natural y lo sobrenatural no siempre tiene en cuenta que la naturaleza tiene como autor al mismo Dios. Él ha hecho todas las cosas y las leyes que rigen todo. Gobierna todo, aunque a veces no lo parezca. Respeta la libertad humana incluso si obramos mal. La constitución del matrimonio de un hombre y una mujer, y su permanencia e indisolubilidad, tiene origen en el mismo Dios y su naturaleza está totalmente fuera de los límites de la libertad humana. Los médicos podemos dar sanos consejos para mejorar la salud de padres e hijos, pero ni nosotros ni las autoridades pueden anteponer un fin eugenésico al derecho a contraer matrimonio.
La voluntad humana, sin embargo, debe hacer su parte porque somos cooperadores. Así, no hay verdadero matrimonio sin el libre consentimiento de los esposos. No como los animales, que se rigen por su instinto. Nuestra naturaleza racional supera a todas las demás criaturas visibles (no a los ángeles). En el matrimonio se juntan y se funden las almas aun antes y más estrechamente que los cuerpos. Olvidar este juntarse de almas es un error de nuestra época. Ninguna ley puede privar al hombre que tiene la capacidad (la inmensa mayoría) de su derecho a casarse o de guardar virginidad por Jesucristo.
No comento el fragmento en el que dice que la autoridad tiene derecho a reprimir las uniones torpes que se oponen a la razón o a la naturaleza. Es demasiado fuerte para los que vivimos en esta época…
Los bienes del matrimonio, según san Agustín, son prole, fidelidad y sacramento. Los seres humanos somos cooperadores del Creador en la transmisión de la vida: procrear ciudadanos familiares de Dios y herederos de la inmortalidad. Los padres tenemos el derecho a educar a los que se nos permitió engendrar. Durante años debemos ir perfeccionando la obra. Ayudando. Todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios de engendrar es prerrogativa exclusiva del matrimonio. Dura ley pero perfectamente razonable. Lo contario da más problemas que beneficios. Así, personalmente creo que los chicos de hoy se casan demasiado tarde y se preparan poco y mal para el matrimonio.
La unidad del matrimonio, de un solo hombre y una sola mujer para siempre, fue prefigurada por el Creador en el de Adán y Eva, aunque el supremo legislador mitigó algo la ley por algún tiempo, por la dureza del corazón del hombre. Cristo derogó toda excepción. Incluso condenó los pensamientos voluntarios de deseo hacia alguien ajeno al cónyuge.
El amor matrimonial no se funda solo en el apetito carnal, sino también en el afecto íntimo del alma, que se comprueba con obras. Los esposos deben quererse como Cristo quiso a la Iglesia. La mutua unión tiene que hacer crecer la virtud y el verdadero cariño hacia Dios y hacia el prójimo. Pio XI, afirma, como san Pablo: El marido pague a la mujer el débito; y, de la misma suerte, la mujer al marido. Aquí comprobamos bien que la Iglesia no está contra lo que hoy llamamos sexo: lo encauza.
La mujer se somete al marido pero el marido la quiere a ella como Cristo quiso a su Iglesia. Así, no es lo que hoy las feministas vienen a entender como sumisión. La sumisión, dice el Papa, puede variar según personas, lugares y tiempos. Y si el marido falta a sus deberes, es ella la que dirige la familia. También viene a decir que el divorcio es como una enfermedad infecciosa y contagiosa. Santo Tomás decía que todo lo que se desvía de la rectitud no tiene otro camino para retornar al estado exigido por su naturaleza sino volver a conformarse con la razón divina.
El matrimonio es un baluarte para defender la castidad fiel contra los incentivos de la infidelidad provenientes de causas externas o internas. Parece, por influencia demoníaca, dice, se ha depuesto todo sentido de pudor, con novelas, cuentos amatorios, cinematógrafo, etc., ensalzando divorcios, adulterios y vicios torpes. Y eso entre ricos y pobres, estudiosos y obreros, solteros y casados… Una ruina moral muy actual.
Los hijos no son una carga. Para su atención están los padres y la «sociedad» que ellos constituyen. Es criminal eliminarlos, como se hace en el aborto provocado o el infanticidio. Nunca se puede justificar la muerte de un inocente. Nada contribuye tanto a destruir a las familias y a arruinar a las naciones como la corrupción de las costumbres.
La continencia honesta está permitida dentro del matrimonio., pero no se puede viciar el acto conyugal haciéndolo contra la naturaleza o interponiendo medios para evitar la prole en lugar de contenerse (cuando sea necesario) o mutilando una porción del cuerpo. Dios pagará muy bien los sufrimientos de los padres. La continencia periódica -- no lo dice Pio XI sino el Dr. John Billings, es consubstancial con el matrimonio. Siempre existirán motivos para ello: viajes, enfermedades, la regla, cansancio.
Son también fines del matrimonio la ayuda mutua, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos.
Los hombres no se engendran para la tierra y el tiempo sino para el cielo y la eternidad.