(InfoCatólica/J.M.Iraburu) Confesamos nuestra fe en el Credo: «Creo en un solo Dios… Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios verdadero de Dios verdadero… Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo. Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».
«Un solo Señor, Jesucristo», una Persona única, que subsiste en dos naturalezas: verdadero Dios eterno y verdadero hombre nacido en el tiempo, «nacido de mujer» (Gál 4,4), por obra inefable del Espíritu Santo: «Santa María, Madre de Dios». La generación humana de Jesucristo termina en una Persona, la divina persona del Verbo eterno. Y si la Persona que subsiste en la naturaleza humana, asumida por medio de María, es siempre divina, eso nos revela que la Virgen María es «la santa Madre de Dios», la Virgen-Madre, profetizada por Isaías, como generadora del Emmanuel, «el Dios con nosotros» (Is 7,14); la Virgen-Madre evangelizada a la Doncella de Nazaret por el arcángel Gabriel (Mt 1,18-23).
Ésta es desde un principio la fe de la Iglesia católica, la misma fe que, después de no pocas herejías cristológicas, fue dogmáticamente declarada en el Concilio de Éfeso, en el IIIº ecuménico (431).
Los santos Padres «no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen, no ciertamente porque la naturaleza del Verbo o su divinidad hubiera tenido su origen de la santa Virgen, sino que, porque nació de ella el santo cuerpo dotado de alma racional, a la cual el Verbo se unió sustancialmente, se dice que el Verbo nació según la carne» (Denz 251).
«Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema (252)
Cuando la noticia de la Maternidad divina de María se difundió como dogma de la fe católica, todas las Iglesias locales, cuando les llegaba este Evangelio, se estremecían con la alegría de un inmenso gozo. Y confirmaron su fe en la Omnipotencia Suplicante de la santísima Virgen.
San Atanasio. Carta a Epicteto 5-9
La Palabra tendió una mano a los hijos de Abrahán, afirma el Apóstol, y por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro. Por esta razón, en verdad, María está presente en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo, y, como propio, lo ofrezca por nosotros. La Escritura habla del parto y afirma: Lo envolvió en pañales; se proclaman dichosos los pechos que amamantaron Señor, y, por el nacimiento de este primogénito, fue ofrecido el sacrificio prescrito. El ángel Gabriel había anunciado esta concepción con palabras muy precisas, cuando dijo a María no simplemente «lo que nacerá en ti» –para que no se creyese que se trataba de un cuerpo introducido desde el exterior–, sino de ti, para que creyésemos que aquel que era engendrado en María procedía realmente de ella.
Las cosas sucedieron de esta forma para que la Palabra, tomando nuestra condición y ofreciéndola en sacrificio, la asumiese completamente, y revistiéndonos después a nosotros de su condición, diese ocasión al Apóstol para afirmar lo siguiente: Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.
Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero. Porque de ninguna forma es ficticia nuestra salvación ni afecta sólo al cuerpo, sino que la salvación de todo el hombre, es decir, alma y cuerpo, se ha realizado en aquel que es la Palabra.
Por lo tanto, el cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que todos nosotros hemos nacido de Adán.
Lo que Juan afirma: La Palabra se hizo carne, tiene la misma significación, como se puede concluir de la idéntica forma de expresarse. En san Pablo encontramos escrito: Cristo se hizo por nosotros un maldito. Pues al cuerpo humano, por la unión y comunión con la Palabra, se le ha concedido un inmenso beneficio: de mortal se ha hecho inmortal, de animal se ha hecho espiritual, y de terreno ha penetrado las puertas del cielo.
Por otra parte, la Trinidad, también después de la encarnación de la Palabra en María, siempre sigue siendo la Trinidad, no admitiendo ni aumentos ni disminuciones; siempre es perfecta, y en la Trinidad se reconoce una única Deidad, y así la Iglesia confiesa a un único Dios, Padre de la Palabra.