¿Qué diferencia a un rey justo de uno tirano? Ambos pueden ser herederos legítimos de sus predecesores, pero sólo uno podrá ser considerado un gobernante legítimo: el justo. La diferencia entre ambos, tal como recalca Juan Fernando Segovia en este magnífico texto del que aquí nos inspiramos, no radica en el modo de su llegada al poder sino en el ejercicio del mismo.
A modo de analogía, un reloj no da bien la hora solo por ser original y de buena marca, pues puede estar dañado o, incluso, tener un engranaje perfecto pero estar señalando una hora equivocada. Se ve si un reloj sirve o si hay que corregirlo o cambiarlo por la finalidad que tiene, que es señalar la hora correcta. Incluso, dará igual si el reloj es falso, si es digital, mecánico o de sol: si da bien la hora, está siendo un buen reloj; si no, no.
De igual modo, la legitimidad de un gobernante se obtiene, no tanto de que haya obtenido su autoridad por tal o cual sistema o medio, sino del justo ejercicio de su gobierno, esto es, que se ajuste a la ley natural y ejerza el bien común. Así lo expone con total claridad León XIII en la Inmortale Dei:
«El derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos. (…) La única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público.»
Esta justicia o legitimidad de ejercicio no es otra cosa, entonces, que procurar que los hombres y las sociedades sean lo que deben ser, y esto se entiende en tres dimensiones, según lo expone el Aquinate: la preservación del individuo procurando su salud e integridad, la conservación de la sociedad mediante la procreación y educación de los hijos, y el perfeccionamiento de la misma por la virtud.
De este modo, es evidente comprobar que un gobernante legítimo y justo, tan bellamente entendido, no se corresponde con lo que estamos acostumbrados en nuestro día a día. En la lógica actual los gobernantes se enfocan exclusivamente en la más básica de las dimensiones, a través de presentar cantidad de obras y mostrar sus parciales estadísticas de mejoras económicas; atacan directamente la procreación y educación de los hijos a través de imposiciones ideológicas; y renuncian a conocer si quiera la virtud, mucho menos procurarla en sus ciudadanos.
Esto, ¿por qué sucede? Porque hemos caído en el mismo error que tergiversó las monarquías cristianas de Europa y que explica el velocísimo devenir de la unidad hispánica preliberal en la actual hispanidad fragmentada: el absolutismo monárquico. Mientras había un rey que reconocía su natural potestad y no pretendía más, pues sabía de dónde le venía y para qué le era dada; otro se hacía señor total de la realidad misma, sin nadie que le pusiera límite mayor que su torcida creatividad.
No por el hecho de ser heredero de alguien puede nadie ir en contra de la Ley natural. De igual modo, tampoco por el hecho de haber sido elegido por ninguna mayoría puede nadie pretender lo mismo, pues igual que podemos hablar de monarquía absolutista, injusta e ilegítima; existe también una democracia absolutista y tiránica. Esta es aquella que, en virtud de haber llegado al poder de tal o cual manera, pretende ir en contra del verdadero origen de todo poder: que es Dios.
Realmente, como dice la Inmortale Dei: «En toda forma de gobierno los jefes de Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo.» Esta es la única manera de ofrecer verdaderamente un gobierno que viva en legitimidad y justicia.
Javier Gutiérrez