Ante el «Pacto por la educación» que parecen negociar PSOE y PP es conveniente mantener alguna distancia crítica o, si se quiere, una abierta suspicacia. No en balde se trata de dos partidos que, desde la Constitución del 78, no han hecho con la educación más que llevarla de mal en peor.
Comienza por ser un lastimoso planteamiento el que se hace de la educación en España cuando la propia Constitución del 78 propone como punto de arranque la libertad educativa. En esta idea sólo se contiene una negación, y es la de que cada actor educativo (padres, instituciones, autoridades, niños) tiene un papel que no deben interferir con el de otros. Además la historia real ha demostrado que es por lo menos vaporosa, pues, de hecho, los políticos han hecho exactamente lo que les ha dado la gana y le han dado la vuelta por completo.
En efecto, y para más inri, resulta que en nombre de la libertad, el Estado español ha decidido privar de libertad a quienes pudieran desear no educarse y a quienes pueden desear educarse de otra manera. Lo ha hecho con todos los rutilantes sistemas educativos que ha excogitado y promulgado desde 1978. Tan ricamente, el benéfico y paternal estado del bienestar ha decidido, en nombre de todos, que todos queremos la educación que el sacrosanto Estado omnisciente ha diseñado. Un derecho ha sido mágicamente transmutado en deber. La cuadratura del círculo por arte de birlibirloque: desde luego, una forma opresora y repugnante de totalitarismo, amparada, por supuesto, en la protección a los desfavorecidos, la democracia y la protección del medio ambiente. ¿No habrá nadie que denuncie este abuso y que lo combata? ¿Nadie denunciará ese abuso de autoridad que consiste en obligar a todos los niños a entrar por las Horcas Caudinas decididas por los políticos? Claro que es más interesante para el poder contar con la estabulación obligatoria de toda la población infantil y juvenil.
Hay que gritar que el Estado no es depositario del sentido de la educación. El Estado tiene como campo de responsabilidad el bien común social. Nada más, ni nada menos, Ahora bien, no «todo» es bien común social. Por eso el totalitarismo (es decir, la idea de que el Estado lo abarca «todo») es una inmoralidad y una rotunda injusticia. Habrá que decirlo de una vez: la estructura educativa española es un monstruo, un primo fortachón del Leviatán que, por la fuerza, controla a los hijos de los españoles.
Hay que decir además, a las puertas de ese posible «Pacto por la educación», que esta tarea de la educación es del todo imposible si no existe un modelo verdadero del sentido del hombre. Quizás suene demasiado enfático eso de «verdadero» modelo, cuando la palabra «verdad» ha llegado a tener tintes fascistas en el ambiente general español. Quizás bastara con decir «sentido común», eso de reconocer que dos y dos son cuatro, que es mejor ser casto que libidinoso, o que es de hombres aspirar a lo mejor. Hemos construido un mundo cabeza abajo y patas arriba, en el que es bueno ser malo y es vituperable querer ser bueno. Este mundo del revés en que se ha convertido España pone todos los medios para evitar que las jóvenes generaciones puedan pensar en hacer el bien. Hasta les desanima y les dice, por ejemplo, que es imposible un amor para siempre.
Es un hecho que la educación en España adolece por completo de un modelo positivo de la vida propia del hombre, además de que, en estos tiempos confusos, parece imposible la concordancia de los españoles en cuál deba ser el resultado del educar. Hay quienes no saben a dónde debe llevar la educación. Los hay que la convierten tecnocráticamente en una pura formación profesional en la que el peso fundamental lo debería llevar, por supuesto, el estudio del inglés. ¡Oh, idioma de Shakespeare, cuántas tropelías se cometen en tu nombre! Se trata de imbuir de ambición profesional unas cabezas completamente vacías: mens vacua in corpore Danone. Eso, en el mejor de los casos, porque en la mayoría el educarse se concreta en apenas meter en las cabecitas de los niños un ligero aroma remoto a tópicos vulgares de revista del corazón o de videojuego. Así, desde luego, se malogran las inteligencias prometedoras y, a la vez, se maltrata a las inteligencias naturalmente limitadas. La clase intelectual española se extinguirá (en el supuesto de que ahora exista) y será suplida por una pandilla de bestias iletradas. ¿Quién es Aristóteles?
Nuestro Estado cree preferible iniciar a los niños en la práctica sexual sin freno y mantener un discreto e hipócrita distanciamiento respecto del consumo de alcohol y de las drogas (la misma que el rufián mantiene respeto de su prostituta). Porque, a lo que se ve, el objetivo consiste en que la juventud española esté lo más podrida posible. Claro, es evidente: es que resulta más fácil gobernar una piara de gorrinos que gobernar un pueblo de hombres libres y honrados. Y todo esto, en nombre de la democracia, el progreso y los derechos humanos. Este es el «modelo» que el político actual (de los últimos decenios) prefiere. Desapareció del panorama no solamente la competitividad y el anhelo de la excelencia. Murió el buen gusto y hasta el sentido común. Nada de cultivar la ciencia con entrega y esfuerzo. Nada de proponerse altas metas exigentes y audaces. Se entona el «¡Muera la inteligencia!» por todas partes y la zafiedad ha sentado cátedra. El sistema educativo español corrompe. Ni ciencia ni moral.
En esta situación, apenas nadie puede darse por excusado, en realidad. Que puede acabar pensando alguien como que la educación en España ha degenerado por razones accidentales de las que nadie es responsable. «Entre todos la mataron y ella sola se murió». No es fácil encontrar inocentes en esta historia, cuya materia última son los niños y los jóvenes. Nos debería dar vergüenza. Cada cual que haga examen de conciencia. ¡Cuánta energía perdida! ¡Cuánta desgracia! ¡Cuánta maldad! El pacto por la educación debería ser éste: que todos los cómplices se retiren y que se recomience el edificio desde sus cimientos.
José J. Escandell