Mi dolor era el tuyo, mi miseria la tuya. Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Mt 8,17). Siendo inocente se hizo pecado por nosotros a fin de curar nuestras heridas, perdonar nuestros pecados y reconciliarnos con el Padre (2 Cor 5,21). Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados (Is 53,5).
El pecado no tuvo piedad. Si pudiera, me hubiera dejado sin dignidad y hasta sin nombre. Tú, en cambio, eres la encarnación de la misericordia.
Mi situación de despojo y abandono te conmovió, de tu Corazón brotó el deseo de remediar el sufrimiento. El día que me encontraste y me llevaste a casa, ni siquiera quería reconocer que estaba herido y tú me decías: “¿me dejas curarte?”... Te hiciste por mí pobre Lázaro mendigando amor, respetando mi libertad; esperando ser acogido, llamaste con delicadeza a mi puerta…
No fui yo el que te busqué, estaba demasiado avergonzado. Ni podía creer que fuera tan sencillo y estuvieras tan loco de amor. ¡El fruto del pecado se convirtió en camino de amor!
«Junto al Corazón de Cristo, el corazón humano aprende a conocer el auténtico y único sentido de la vida y de su propio destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a permanecer alejado de ciertas perversiones del corazón, a unir el amor filial a Dios con el amor al prójimo. De este modo -y esta es la verdadera reparación exigida por el Corazón del Salvador- sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia podrá edificarse la civilización del Corazón de Cristo» (Juan Pablo II: Insegnamenti, vol. IX/2, 1986, p. 843).
Incapaz de cambiar, de aceptar mi historia y circunstancias, viví huyendo y despreciándome. Pensaba que a los demás si podías perdonarles, pero no a mí. Luché por cambiar, el agotamiento llegó al límite. Lo había intentado todo, y desde esa experiencia radical de pobreza, descubrí que me amas tal y como soy… Fue cuando empecé a aceptar mi propia verdad y la necesidad que tengo de ti. Yo no puedo, pero Tú sí puedes, Señor. No hay ningún pecado que limite tu amor. Después de todo lo pasado lo único que puedo ofrecerte es dejarme amar y salvar por ti. Merece la pena vivir la vida porque es la obra de tu misericordia conmigo.
Soy mendigo de tu gracia, peregrino desvalido. Camino por la vida para que practiques tu misericordia. En el corazón sólo un deseo: vivir en ti, porque te necesito.
Tú has puesto ese sentimiento de necesidad para que te busque y parece que te escondes para que te desee con más fuerza… Cuanto más te necesito y gimo por tu ausencia, con más insistencia me llamas.
Ignacio María Doñoro de los Ríos, sacerdote