En uno de los pasajes más conocidos del primer acto del Fausto, la célebre tragedia de Johann Wolfgang von Goethe, podemos leer cómo, en el momento en que el diabólico Mefistófeles pacta con el doctor Fausto, aquél se obliga a servirlo sin tregua ni descanso aquí arriba (la tierra), a fin de que luego, abajo (el Infierno), el que será servido devenga en servidor. Sin embargo, hay una cláusula que Fausto propone como prenda y que Mefistófeles acepta de buena gana: «perezca yo al instante el día en que, recostado en mi blando lecho, me entregue a las delicias del reposo»[i]. En este texto goethiano está inspirado el concepto metafórico de sociedad fáustica, o sea, aquélla que está totalmente entregada a la frenética y perpetua actividad, y a la que le horroriza el reposo del alma y su contemplación.
Contrariamente a lo que acabo de introducir, recordemos que, para Aristóteles, la felicidad perfecta, bien o fin último natural del hombre, se obtiene cuando el alma reposa contemplando la verdad[ii]. Del mismo modo, pero haciendo un saltus trascendente, la beatitud sobrenatural, para los cristianos, se alcanza en la contemplación de la Verdad eterna, esto es, al ver a Dios cara a cara (cf. 1Cor 13, 12). No obstante, no es éste el deseo del doctor Fausto, como manifiesta su curiosa tentativa de retraducir el primer versículo del prólogo del Evangelio de san Juan: «En el principio existía…», no ya el Verbo, el Logos, la Palabra, sino «…la acción»[iii]. En este sentido, podemos decir que nuestro mundo fáustico, al estar en incesante actividad, evolución y revolución, termina viviendo existencialmente en un continuo proyecto, en un perpetuo caminar, siempre in fieri, nunca in facto esse.
Ahora bien, tengo la impresión de que, en los últimos seis decenios, este pensamiento deforme y deformante ha llegado a contaminar a muchos miembros de la Iglesia, tanto que hoy experimentamos su paroxismo con el fenómeno de la sinodalidad. Se nos dice que el hecho de caminar juntos, estar siempre en camino, es lo primero en el orden de prelación. Fijémonos bien que aquí no hay referencia alguna a la meta. Aun así, sabemos sobradamente que más importante que el camino es la meta, pues ésta es su razón de ser. Si uno asiste, por ejemplo, a clases particulares de violín, en este caso lo fundamental no será el hecho de estar en continuo proceso de aprendizaje, sino, más bien, llegar a interpretar correctamente el célebre Allegro de Fiocco; este logro musicalmente maravilloso dejará finalmente patente el sentido de los innumerables esfuerzos y de las casi interminables horas de ensayo.
Asimismo, en lo tocante a la teoría aristotélica de las causas, debemos tener la causa final como superior a las causas eficiente, material y formal. La causa final es causa causarum, pese a ser la más extrínseca y alejada en el tiempo; así lo sentencia categóricamente santo Tomás: «El fin es la causa de las causas, porque es causa de la causalidad en todas las causas»[iv]. En el mismo sentido, pero en el plano sobrenatural de la Iglesia, ocurre lo mismo, aunque con mucho más motivo, puesto que su fin último es infinitamente más eminente que cualquier fin natural. Somos peregrinos de esta tierra; cierto, pero el peregrino encuentra la razón de su peregrinaje cuando alcanza la meta. Debemos caminar juntos; cierto también, pero como una milicia orgánica y jerárquicamente ordenada, dispuesta siempre a dar la batalla por la fe y la verdad con todas nuestras arma spiritualia (cf. Ef 6, 10-20).
Por el contrario, es palmaria la sospechosa intención de una parte significativa de los que asistirán próximamente a la asamblea sinodal. Cuando digo sospechosa, no parto de unos prejuicios injustificados; estoy, de hecho, emitiendo un juicio, sí, un juicio sobradamente fundamentado en lo que ellos mismos han ido declarando explícitamente en los medios de comunicación o en las redes sociales. A decir verdad, más allá de los asistentes a la asamblea, son legión los que, habiendo participado en todo el proceso sinodal, adolecen de una visión eclesial de índole activista y movilista, propia de la modernidad; se trata de obrar el cambio por el cambio mismo. Se presenta cualquier tipo de propuesta ―ordenación de mujeres, abolición del celibato sacerdotal, bendición litúrgica de parejas homosexuales, etc.―, para desarrollar el tan anhelado cambio de paradigma, pero no se llega a tener en su debida cuenta el fin último, o sea, la salvación eterna. Pero aún lo más curioso es que, además de no hablar de fin o meta, ni siquiera se concreta cuál es el propio camino, concepto que aquí permanece en un estado de total indeterminación. Por lo tanto, parece que se trataría simplemente de caminar tout court, síntoma éste de una Iglesia que supuestamente habría apostado por el movilismo, esto es, por la primacía de la acción por encima del ser. Es legítimo, entonces, que nos preguntemos si estamos yendo todos hacia una suerte de precipicio, porque si es así, si en verdad es así, no me consuela en absoluto que vayamos hacia él caminando o corriendo juntos…
Sirva como corrección a muchos de estos innovadores, hermanos nuestros, la misma crítica que el gran dominico tomista Santiago Ramírez hace a don José Ortega y Gasset. Para éste ―según valora Ramírez―, el fin último no es más que una palabra vacua, una pura abstracción, y el fin sobrenatural, un absurdo. A propósito de esto, pues, el padre Ramírez observa lo siguiente: «Sin fin último, que es el fin por esencia, no se da ni puede darse fin alguno próximo ni intermedio, como sin causa primera eficiente no puede darse ninguna causa segunda»[v]. Como hemos podido leer, el fin último es la razón de ser de los fines intermedios y, por ende, del orden correspondiente. Por todo ello, pienso que la indigencia de una ordinatio ad finem supernaturalem y la búsqueda sin cesar de fines inmanentistas, innovadores y revolucionarios, que sólo pretenden complacer a un mundo siempre insatisfecho con nosotros, más insaciable incluso que el voraz Milón de Crotona y tan cruel como Saturno, únicamente puede producir el desorden y la disgregación de la unidad y comunión ―doctrinal, sacramental y jerárquica― en la Iglesia, además del consiguiente desasosiego, debilitamiento y zozobra espiritual y moral de sus miembros.
En fin, estemos atentos a los próximos acontecimientos, manteniéndonos firmes en la fe y sin perder nunca la esperanza, aunque las informaciones diarias que recibamos no sean muy alentadoras. Día 4 de octubre, festividad de san Francisco de Asís, empieza el congressus sinodal de obispos y no obispos (!), precedido por un retiro espiritual predicado por alguien, a mi entender, de dudosa ortodoxia, a saber, el indietrista de los años 70 Timothy Radcliffe, según el cual podemos alcanzar a comprender «la eucaristía a la luz de la sexualidad, y la sexualidad a la luz de la eucaristía»[vi]. De hecho, ésta es la idea nuclear de su libro Eucaristía y sexualidad[vii], recientemente editado y publicado por el nuevo e inquietante movimiento juvenil Hakuna, como primera pieza de su colección Revolcaderos (sic). Esperemos que las ideas trasnochadas y abyectas del dominico londinense sirvan de estímulo a los asistentes sinodales, para poder, así, percatarse e ir tomando conciencia del delirium tremens que realmente estamos padeciendo. Considero que una sana y santa reacción a tiempo podría producir, en el mismo Sínodo y siempre con la ayuda de Dios, un reforzamiento espiritual de la Iglesia católica. Sea como sea, lo sabremos pronto: «a fructibus eorum cognoscetis eos» (Mt 7, 16).
No obstante, mientras permanecemos expectantes, sin haber perdido aún la esperanza ―lo cual no es incompatible con estar lanza y pluma en ristre―, a más de uno nos parece seguir escuchando las perturbadoras palabras de Juvenal: «En todas las tierras que hay desde Cádiz hasta la Aurora y el Ganges pocos saben discernir los verdaderos bienes de aquéllos tan opuestos, despejada la niebla del error»[viii]. Pese a todo, no dejemos de confiar en Dios, teniendo siempre presente que más importante que caminar es el camino, y más importante que el camino (sinodal) es la meta, o sea, la bienaventuranza eterna.
Mn. Jaime Mercant Simó
Notas
[i] Johann Wolfgang von Goethe, Fausto, Barcelona: Ediciones Orbis, 1982, p. 51.
[ii] Aristóteles, Ética nicomáquea, X, 7, 1177a13-1178a8.
[iii] Johann Wolfgang von Goethe, Fausto, Barcelona: Ediciones Orbis, 1982, p. 42.
[iv] Thomas Aquinas, De principiis naturae, cap. 4: «[...] finis est causa causarum, quia est causa causalitatis in omnibus causis».
[v] Santiago Ramírez, La filosofía de Ortega y Gasset, Barcelona: Herder, 1958, p. 359.
[vi] Cf. Timothy Radcliffe, Afectividad y Eucaristía, Conferencia pronunciada en las XXXIV Jornadas Nacionales de Pastoral Juvenil Vocacional organizadas por la CONFER, Madrid, 2004:
https://www.dominicos.org/media/uploads/recursos/documentos/2004-10._afectividad_y_eucaristia._radcliffe.pdf
[vii] Cf. Timothy Radcliffe, Sexualidad y Eucaristía, Madrid; Hakuna Books, 2021.
[viii] Juvenal, Sátiras, X, Madrid: CSIC, 1996, p. 127.