El Catecismo de la Iglesia Católica resume así los efectos espirituales del sacramento de la Penitencia: «a) la reconciliación con Dios por la que el penitente recupera la gracia; b) la reconciliación con la Iglesia; c) la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales; d) la remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del pecado; e) la paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual; f) el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano»(CEC 1496).
Puesto que hemos mencionado la remisión de las penas temporales, conviene en este punto hacer una referencia a las indulgencias, tan estrechamente ligadas a los efectos de nuestro sacramento.
Para el Código de Derecho Canónico: «La Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos»(c. 992).
Esta definición de indulgencia requiere algunas precisiones. Y es que la Penitencia sacramental nos perdona los pecados, pero no toda la pena temporal debida por ellos, es decir sus consecuencias, pues el pecado ha producido el debilitamiento de nuestra unión con Dios y con los demás y el perdón sacramental no hace que nuestra actitud quede del todo purificada, pues junto a una vida en gracia pueden coexistir en nosotros actitudes periféricas malas, ayudándonos nuestras obras penitenciales y las indulgencias a irnos purificando de estas actitudes.
Pero para conseguir las indulgencias son necesarias por parte del penitente disposiciones de contrición y penitencia, es decir de gracia, pues las indulgencias no son magia. «La indulgencia es parcial o plenaria, según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente»(c. 993).
Para ganar la indulgencia plenaria se requieren la ejecución de la obra enriquecida con la indulgencia (normalmente una visita piadosa a una Iglesia u oratorio que tenga vinculado a sí una indulgencia plenaria) y el cumplimiento de estas tres condiciones: confesión sacramental, comunión eucarística y oración (Padre nuestro y Credo) por las intenciones del Sumo Pontífice. Se requiere además que se excluya todo afecto hacia cualquier pecado, incluso venial.
En cuanto a la indulgencia parcial supone una buena acción del cristiano y entonces la Iglesia añade del tesoro de las satisfacciones de Cristo y de la Iglesia otro tanto a lo que la acción en sí del fiel ha merecido.
Las indulgencias pueden ofrecerse también por los difuntos a manera de sufragio, es decir dado que la Iglesia no tiene poder sobre los difuntos, rogamos a Dios que tenga a bien conceder a las almas del purgatorio las indulgencias que hayamos obtenido.
Las indulgencias, aunque no son necesarias, son ciertamente útiles, porque además de completar la remisión de la pena temporal, nos recuerdan el sentido del pecado, de la justicia divina, de la redención de Cristo, del valor de la satisfacción de Cristo y de los Santos, de la potestad del Romano Pontífice, del purgatorio y fortifican nuestra fe en el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y de la comunión de los santos, pues entroncan en la función salvífica de la Iglesia, y en especial con su oración de intercesión ante Dios en favor de la remisión de los pecados. Por todo ello hemos de estimarlas, aunque sin exagerar su justo valor. Es el deseo de fomentar la penitencia y la caridad en el pueblo cristiano lo que mueve a la Iglesia a anunciarnos las indulgencias y los tiempos jubilares.
Toda la tradición cristiana ha subrayado el valor penitencial de la plegaria, la limosna y el ayuno, los actos espirituales por excelencia. Sobre ellos san Pablo VI afirmó tajantemente en la Constitución Apostólica «Paenitemini» del 17-II-1965: «Por ley divina todos los fieles están obligados a hacer penitencia»(I & 1), siendo la penitencia sobre todo la aceptación consciente, serena y fecunda de la vida misma con todas sus dificultades. La penitencia es una virtud antes de ser un sacramento, siendo la virtud el fruto de actos humanos libres y responsables que pertenecen a la dignidad personal del hombre. Ni todo es penitencia en la vida cristiana, ni ésta puede estar ausente de una vida de fe medianamente adulta y completa. El sacramento cristiano presupone esta virtud y constituye el signo de la justa relación del cristiano con Cristo y con el mundo, si bien no se puede reducir la penitencia al solo sacramento de este nombre, ya que debe coextenderse a toda la vida cristiana, como nos recuerda el Evangelio: «Arrepentíos, porque se acerca el Reino de Dios»(Mt 4,17).
Pedro Trevijano