Entre los Sacramentos del Matrimonio y la Eucaristía por un lado, y la Doctrina Social de la Iglesia por otro, hay un vínculo estrecho. La relación podría parecer extraña si se considera que el primer ámbito concierne a la vida sacramental de la Iglesia y el segundo, en cambio, al compromiso en la sociedad y en la política. Sin embargo, las dos dimensiones no son ajenas entre sí porque todo el esfuerzo de los cristianos para construir el mundo según el plan de Dios y para la salvación del hombre tiene su motivación teológica y el apoyo de la gracia precisamente en el sacramento eucarístico y en todos los sacramentos, de los que proviene la regeneración que, después, se traduce en la transformación de las relaciones sociales. Por esto se puede decir que si en la Iglesia se debilita el sentido del valor de los sacramentos y, en particular, la relación entre matrimonio y eucaristía, también el compromiso social y político de los cristianos pierde de vista su fundamento último y su auténtico significado, reduciéndose así a simple acción social solidaria.
En el matrimonio se funda la familia y en ésta se funda la sociedad. Y, al contrario, sin matrimonio no hay ni familia ni sociedad, sino un conjunto de relaciones individuales distintamente entrelazadas y sin orden alguno. El matrimonio es de orden natural. Sin embargo, la naturaleza no consigue proveerse totalmente a sí misma y, de hecho, decae cuando pierde el contacto con lo sobrenatural. Lo mismo le sucede al matrimonio que, siendo también de orden natural y teniendo en este orden su dignidad autónoma, de hecho no consigue mantenerse fiel a sí mismo sin la elevación al estado de gracia. Esto no sucede sólo con el matrimonio, sino con todo el orden natural. Una prueba empírica de esto lo da la disminución de los matrimonios civiles después del alejamiento que ha habido del matrimonio religioso como práctica social. Si la naturaleza se bastara a sí misma, reduciendo o eliminando el matrimonio religioso, el matrimonio civil, que es de orden natural, debería permanecer firme. Pero no es así: también el matrimonio civil se deteriora, tal como podemos ver.
En el matrimonio se funda la familia y, por consiguiente, la sociedad. De hecho, sólo en el matrimonio entre hombre y mujer se encuentra la acogida complementaria según un orden en el que se funda, sucesivamente, cualquier otra relación social que quiere plantearse según un orden, y no siguiendo unos deseos subjetivos. Sin matrimonio no hay «socialidad», ni sociedad, ni orden social. No hay «socialidad» porque en el origen de la sociedad debe haber una relación no como suma de dos individuos, sino como complementariedad integradora y esto sucede sólo entre el hombre y la mujer. No hay sociedad porque sólo la pareja heterosexual complementaria es generadora de nueva vida de manera natural. No hay orden social porque, a diferencia de la pareja heterosexual abierta a la vida que con esto manifiesta un «plan» sobre ella, la simple suma de individuos no revela ningún orden con una finalidad, sino una mera yuxtaposición.
Si se elimina el matrimonio, queda bien poco de la sociedad. Si ésta no evidencia un orden, como en la visión cristiana según la cual el acto creador de Dios se extiende también a los fundamentos de la vida social, las normas morales públicas pierden su fundamento y todo es contextualizado. Los principios no negociables se pierden y, con ellos, cualquier norma moral objetiva y absoluta.
El matrimonio necesita del Sacramento del Matrimonio; lo necesita también social y políticamente. La doctrina de la fe siempre ha considerado el adulterio como un pecado y un acto moral grave que no puede ser justificado. El adulterio pertenece a los «intrinsece mala». De este modo, la Iglesia también ha protegido al matrimonio como institución social y, con éste, a toda la sociedad y su orden. Si se eliminara, si el adulterio se convirtiese no en una situación objetiva de pecado, sino en una situación que hay que valorar caso por caso, si la interpretación de la situación se atribuyera sólo a la conciencia individual y si fuera posible que el divorciado que se ha vuelto a casar y que convive more uxorio accediera al Sacramento de la Eucaristía, entonces esa protección se eliminaría y las consecuencias serían negativas tanto a nivel social como político y, sobre todo, a nivel de aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia.
El Sacramento de la Eucaristía tiene un fundamento social e, indirectamente, político de enorme importancia. Una consideración teológica menor por parte de la Iglesia comportaría preocupantes consecuencias respecto al compromiso de los católicos en la Doctrina Social de la Iglesia. El Sacramento de la Eucaristía es el verdadero fundamento de la comunión entre los hombres. La caridad, reina de todas las virtudes sociales, tiene en el Sacrificio del Altar su alimento último. Ninguna virtud humana y social, como por ejemplo la justicia, tan importante para la Doctrina Social de la Iglesia, podría sostenerse con sus solas fuerzas. Cualquier decaimiento de la dimensión sobrenatural comporta un coste en la dimensión natural. En el Sacrificio del Altar, Cristo muerto y resucitado cumple una creación nueva, incluida la re-creación de la convivencia humana que se origina en el matrimonio. Por el matrimonio y la eucaristía pasan, por lo tanto, las energías sobrenaturales para el compromiso en la sociedad a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia.
La admisión de los divorciados que se han vuelto a casar a la Eucaristía, incluso según la lógica del caso por caso, y por consiguiente sin dañar formalmente la Doctrina, pero minandola con una pastoral deforme, provocaría muchas dificultades en el compromiso de los católicos en su defensa y promoción de la familia, y para encarnar en la sociedad los principios de la Doctrina Social de la Iglesia.
Stefano Fontana
Publicado originalmente en el Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân