Me han pedido un trabajo acerca de la exhortación apostólica Amoris laetitia, pero realmente no me agrada comentar los documentos pontificios. Escribí en alguna ocasión: «las sentencias no se discuten, se aplican». Así que en este caso, en lugar de discutir los méritos de la exhortación, preferiría centrarme en ciertos aspectos formales del documento, aunque será inevitable hacer referencia a su contenido.
El documento nos invita a ser humildes y realistas y hacer una «sana autocrítica» (n. 36): creo que esta actitud debe orientarse no sólo hacia la iglesia del pasado y su práctica pastoral, sino que, para ser auténtica, debe extenderse a 360° y por lo tanto también a la iglesia de hoy. Por ello me gustaría formular algunas preguntas, no con espíritu polémico, sino como una simple invitación a la reflexión.
1. ¿Es correcto volver sobre los temas que ya habían sido abordados en tiempos relativamente recientes (el Sínodo anterior sobre la familia data de 1980), sin que la situación haya cambiado radicalmente? Es cierto que en estos treinta y cinco años ha habido no pocas novedades, que no habían sido afrontadas entonces (por ej. la fecundación in vitro, la teoría de género, la maternidad subrogada, uniones homosexuales, la adopción de hijastros, etc.); pero también es cierto que estas cuestiones no han sido objeto de los últimos Sínodos y son tocadas sólo parcialmente y de paso en la exhortación apostólica AL. La atención parecía dirigida exclusivamente sobre una cuestión que ya había sido ampliamente debatida y definida: el acceso a los sacramentos de divorciados vueltos a casar civilmente. La cuestión había sido resuelta autorizadamente en la exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84); su enseñanza fue retomada por el Catecismo de la Iglesia Católica (n.1650) y reiterada en la Carta de la Congregación para la Doctrina de la fe del 14 de septiembre de 1994 y la declaración del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos de 24 de junio de 2000. Soy perfectamente consciente de que Amoris Laetitia escapa a la lógica doctrinal y legal, para colocarse sobre un plano exquisitamente pastoral; pero me pregunto: ¿es correcto poner ahora en entredicho una enseñanza prácticamente definitiva?
2. ¿Es correcto el procedimiento seguido para abordar este tema? Primero, el Consistorio extraordinario en febrero de 2014; a continuación, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los obispos en octubre de ese mismo año; posteriormente, la emisión de dos motu proprio sobre las causas de nulidad matrimonial en agosto de 2015; a continuación, la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los obispos en octubre siguiente; finalmente la exhortación apostólica postsinodal recién publicada. Hasta ahora, nadie había visto un procedimiento similar: ¿no era suficiente un único Sínodo, debidamente preparado? ¿Era realmente necesario este «martilleo» durante dos años? ¿Con qué fin? Todo ello, sin hablar de las anomalías registradas a lo largo del camino: el secreto de la relación con el Consistorio y del debate del Sínodo; el informe post disceptationem del Sínodo de 2014, que no reflejaba el resultado del debate; el informe final del Sínodo mismo, que se hizo eco de temas que no habían sido aprobados por los Padres; la carta reservada de los trece cardenales en principio del Sínodo 2015, denunciado públicamente como «conspiración», etc.: ¿son cosas normales?
3. ¿Es correcto insinuar determinadas soluciones pastorales que no habían sido acogidas por los Padres sinodales (y por lo tanto no podrían ser incorporados en el texto de la exhortación), en las notas del documento? ¿Es correcto poner en discusión, en un documento magisterial, la enseñanza de un documento precedente, con la siguiente fórmula: «muchos... destacan..» (Nota 329)*? ¿«Muchos» quiénes? ¿«Destacan» con qué capacidad? Además, ¿qué tipo de membresía requiere la nota 351**, que admite una posibilidad en abierto contraste con la enseñanza y la práctica ininterrumpida de la Iglesia, basándose en argumentos que ya habían sido considerados y juzgados insuficientes para justificar una excepción a esa enseñanza y práctica (véase la Carta de la Congregación para la Doctrina de la fe de 14 de septiembre de 1994, en particular, el n. 5: «esta práctica [de no admitir a la Eucaristía a los divorciados y vueltos a casar], presentada [por la Familiaris consortio] como vinculante, no puede ser cambiada en base a diversas situaciones»)?
4. ¿No debería tenerse cuidado, cuando se publica un documento, de lo que llegará a los fieles? En Evangelii gaudium se abordaba, con razón, el problema de la comunicación del mensaje evangélico (n. 41); en Amoris Laetitia exhorta a «evitar el grave riesgo de mensajes erróneos» (n. 300). ¿El hecho de que en los días sucesivos a la publicación de la exhortación hayan sido publicados comentarios contrastantes entre sí, no debería hacer reflexionar sobre ello? ¿No será que el lenguaje utilizado no es suficientemente claro? ¿Es posible que sobre el mismo documento haya quienes dicen que nada va a cambiar y otros que lo consideran revolucionario? Si una declaración es clara, no debería dar lugar a dos interpretaciones opuestas. ¿La confusión no debería ser una alarma? En Amoris laetitia no se ignora el problema: «Entiendo a aquellos que prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusiones» (n. 308), pero luego, con Evangelii gaudium (n.45), se responde que es preferible una iglesia que «no renuncia al bien posible, aunque corra peligro de ensuciarse con el barro de la calle». Es tentador pensar que la confusión sea buscada intencionalmente, porque en ella se buscaría a Dios y actuaría el Espíritu. Personalmente prefiero creer, con San Pablo, que «Dios no es un Dios de desorden sino de paz» (1 Corintios 14:33).
5. ¿Es posible que a medida que los años pasan, las exhortaciones apostólicas postsinodales sean cada vez más minuciosas? ¿Es posible que no se llegue a sintetizar en unas pocas proposiciones los resultados de las discusiones de los padres sinodales? La concisión generalmente se lleva bien con la eficacia y el impacto: cuando se extiende más de lo necesario para transmitir un determinado mensaje, la mayoría de las veces significa que las ideas no son muy claras. Sin mencionar que, por hacer los documentos excesivamente largos, se corre también el riesgo de desalentar incluso a los más dispuestos a emprender la lectura, y les obliga a conformarse con los resúmenes, generalmente parciales y sesgados, que hacen los medios de comunicación.
6. ¿Es realmente necesario que los documentos pontificios se conviertan en tratados de psicología, pedagogía, teología moral, pastoral, espiritualidad? ¿Es ésta es la tarea del Magisterio de la iglesia? Antes de afirmar que «no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben resolverse con intervenciones magisteriales» (n. 3) luego, de hecho, se pronuncia en cada aspecto y se cae incluso en aquella «casuística insoportable», que, en pocas palabras, se dice que desaprueban (n. 304). El magisterio tiene la tarea de interpretar la palabra de Dios (Dei Verbum, 10; Catecismo de la iglesia católica, nº 85), definir las verdades de la fe, custodiar e interpretar la ley moral, no sólo evangélica sino también natural (Humanae vitae, n.4). El resto –la explicación, profundización, aplicaciones prácticas, etc., siempre se ha dejado a teólogos, a los confesores, a los maestros de espíritu, a la conciencia bien formada de los fieles. Una exhortación apostólica, dirigida a todos los fieles, no puede, en mi opinión, convertirse en un manual para confesores.
7. ¿Es correcto insistir sobre la abstracción de la doctrina (nn. 22; 36; 59; 201; 312), en contraste con el discernimiento y el acompañamiento pastoral, como si no hubiese posibilidad de convivencia entre las dos realidades? Que la doctrina sea abstracta, no tiene caso subrayarlo: lo es por naturaleza; como la praxis es praxis. Pero eso no significa que en la vida humana no tenga necesidad la una de la otra: la praxis siempre se deriva de una teoría (basta pensar que en Amoris laetitia se repite dos veces, n. 3 y 261, un principio filosófico –y por lo tanto abstracto– que ya había sido enunciado en Evangelii gaudium en nn. 222-225: «el tiempo es mayor que el espacio»). Por eso es importante que la praxis, para ser buena («ortopraxis»), esté inspirada en una doctrina verdadera (ortodoxia); de lo contrario, una doctrina errónea generaría inevitablemente una mala praxis. Despreciar la doctrina no sirve de nada, sólo sirve para privar a la praxis de su fundamento, de la luz que debería guiarla. ¿No se advierte, por otra parte, que el hablar de la praxis no se identifica con la propia praxis, sino que es sólo una teoría de la praxis misma? Y la teoría de la praxis sigue siendo una teoría, tan abstracta como la doctrina a la cual se quiere contraponer la praxis.
8. ¿Describir la Iglesia del pasado como una Iglesia exclusivamente interesada en la pureza de la doctrina e indiferente a los problemas reales de la gente, no es una caricatura que no corresponde de ninguna manera a la realidad histórica? Llegar al punto de utilizar ciertas expresiones (n. 49: «en lugar de ofrecer el poder sanador de la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren adoctrinar el Evangelio; transformarlo en piedras muertas para lanzar a los demás; n. 305: «un pastor no puede sentirse satisfecho sólo por aplicar las leyes morales a los que viven en situaciones irregulares, como si fueran piedras que lanzan contra la vida de las personas. Este es el caso de los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso detrás de las enseñanzas de la iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas») es no sólo ofensivo, sino falso y mezquino hacia lo que la iglesia ha hecho y sigue haciendo, incluso entre muchas contradicciones e infidelidades, para la salvación de las almas. En la Iglesia el discernimiento y acompañamiento pastoral (quizás llamado con diferentes nombres y sin hacer demasiadas teorizaciones) siempre estuvieron ahí; sólo que hasta ahora cada uno hacía su oficio: el magisterio enseñaba la doctrina, los teólogos la profundizaban, los confesores y directores espirituales la aplicaban a los casos individuales. Hoy, sin embargo, parece que nadie puede distinguir la especificidad de su propio rol.
9. ¿Transformar las exigencias de la vida cristiana en «ideales» (n. 34; 36; 38; 119; 157; 230; 292; 298; 303; 307; 308) no significa -por lo menos en este caso-, transformar el cristianismo en algo abstracto, peor aún, en una filosofía o incluso una ideología? ¿No significa quizá olvidar que la palabra de Dios es viva y eficaz (Heb 4:12), que la verdad revelada es una «verdad que salva» (Dei Verbum, 7; Gaudium et Spes, n. 28), que el Evangelio «es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Rm 1:16), que «Dios no manda lo imposible; pero cuando manda, advierte hacer lo que se puede y pedir lo que no se puede, y le ayuda para que pueda hacerlo» (Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. 11; Cf..S. Agustín, De natura et gratia, 43, 50)?
10. ¿Estamos seguros de que la «conversión pastoral» (Evangelii gaudium, n. 25), que se reclama a la iglesia hoy en día, sea un bien para ella? Me da la impresión que detrás de esta conversión hay un malentendido básico, ya presente en el momento de la proclamación del Concilio Vaticano II y que llega hasta el día de hoy: pensar que hoy ya no es necesario que la iglesia tenga cuidado de la doctrina, siendo ésta lo suficientemente clara, conocida y aceptada por todos, y que debemos estar preocupados solamente por la práctica pastoral. Pero ¿estamos seguros de que la doctrina es tan clara, que no requiere más estudio y que se defienda de las interpretaciones erróneas? ¿Estamos realmente seguros de que todo el mundo, hoy en día, conoce bien la doctrina cristiana?
No basta responder a estas preguntas diciendo que existe para ello el Catecismo de la iglesia católica: primero, porque no hay que descontar que todos lo conocen; en segundo lugar, porque incluso si se conoce, no necesariamente es compartida su doctrina. Si bien es cierto que «la misericordia no excluye la justicia y la verdad, debemos decir que la misericordia es la plenitud de la justicia y manifestación más luminosa de la verdad de Dios» (Amoris laetitia, n. 311), es igualmente cierto que «no disminuir en absoluto la enseñanza salvadora de Cristo constituye una forma eminente de caridad hacia las almas» (Humanae vitae, Nº 29; cf. Familiaris consortio, Nº 33; Reconciliatio et paenitentia, # 34; Veritatis splendor, 95). Y el servicio que el magisterio tiene que ofrecer a la iglesia es, ante todo, el servicio de la verdad (Catecismo de la iglesia católica, Nº 890); precisamente enseñando la verdad que salva, el Magisterio asume una actitud pastoral y misericordiosa por las almas. Sólo cuando el Magisterio haya cumplido su tarea principal, los agentes de pastoral, a su vez, podrán formar la conciencia, hacer discernimiento y acompañar a las almas en su camino de vida cristiana.
(*) Nota 329: Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 84: AAS 74 (1982), 186. En estas situaciones, muchos, conociendo y aceptando la posibilidad de convivir «como hermanos» que la Iglesia les ofrece, destacan que si faltan algunas expresiones de intimidad «puede poner en peligro no raras veces el bien de la fidelidad y el bien de la prole» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51).
(**) Nota 351: En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (ibíd, 47: 1039)
Publicado originalmente en el blog del autor como «Salutare autocritica»
Traducido por el Equipo de traductores de InfoCatólica