Hace unos días la Iglesia celebraba la fiesta de San Pelayo, un adolescente que en la Córdoba musulmana se negó a dejarse sodomizar por el Califa Abderramán III, y por ello fue mártir de su fe y de la castidad.
Desgraciadamente en nuestros tiempos los criminales casos de pedofilia por parte de algunos sacerdotes y religiosos han escandalizado a tantas y tantas personas, tanto más cuanto que los laicistas han sabido aprovechar muy bien la situación para, en su campaña contra la Iglesia, hacer preguntas del tipo: «¿quién llevará, si los sacerdotes son así, a sus hijos a la Iglesia?», o «¿quién más mandará a sus chicos a una escuela católica?», o también «¿quién hará curar a sus pequeños en un hospital o una clínica católica?».
Aunque es evidente que la condición sacerdotal o de educador del agresor es una gran agravante, veamos los datos: Según el estudio del año 2004 del John Jay College of Criminal Justice de Estados Unidos, los sacerdotes acusados de efectiva pedofilia en 42 años, fueron 958, 18 por año. Las condenas fueron 54, poco más de una al año (los sacerdotes y religiosos en los Estados Unidos son alrededor de 109.000). Durante el mismo período hubo 6.000 condenas a profesores de gimnasia y entrenadores, declarados culpables de ese mismo delito por los tribunales de ese país. En Alemania las cifras son de doscientas diez mil acusaciones en general desde 1995 hasta el 2010, siendo los sacerdotes y religiosos acusados una ínfima minoría, concretamente 94 casos.
A mi vez, debo decir que estoy profundamente escandalizado de la hipocresía y maldad de los laicistas que mientras critican, con razón, a los sacerdotes y religiosos pederastas, intentan ellos introducir la pederastia, disfrazada de las palabras perspectiva o ideología de género, en la legislación y en la educación, aspecto demoníaco que tan bien ha sabido denunciar en la legislación argentina y, añado con más razón en la española, el entonces cardenal y hoy Papa Francisco. Y es que en la concepción laicista «una sociedad moderna ha de considerar bueno «usar el sexo» como un objeto más de consumo. Así se termina en el permisivismo más radical y, en última instancia, en el nihilismo más absoluto» (Conferencia Episcopal Española «La verdad del amor humano», 26-IV-2012, nº 57). En ese mismo documento, que es una magnífica exposición sobre la sexualidad humana, nuestra Conferencia Episcopal nos recuerda: «60. No se detiene, sin embargo, la estrategia en la introducción de dicha ideología en el ámbito legislativo. Se busca, sobre todo, impregnar de esa ideología el ámbito educativo. Porque el objetivo será completo cuando la sociedad –los miembros que la forman– vean como «normales» los postulados que se proclaman. Eso solo se conseguirá si se educa en ella, ya desde la infancia, a las jóvenes generaciones. No extraña, por eso, que, con esa finalidad, se evite cualquier formación auténticamente moral sobre la sexualidad humana. Es decir, que en este campo se excluya la educación en las virtudes, la responsabilidad de los padres y los valores espirituales, y que el mal moral se circunscriba exclusivamente a la violencia sexual de uno contra otro.
61. Como pastores, hemos denunciado el modo de presentar la asignatura de «Educación para la ciudadanía». También hemos querido hacer oír nuestra voz ante las exigencias que se imponen, en materia de educación sexual, en la «Ley de salud sexual y reproductiva e interrupción voluntaria del embarazo». Vemos con dolor, sin embargo, que las propuestas de la «ideología de género», llevadas a la práctica en programas de supuesta educación sexual, se han agudizado y extendido recientemente; no pocas veces facilitadas, cuando no promovidas, por la autoridad competente a la que ha sido confiada la custodia y promoción del bien común. Son medidas que, además de no respetar el derecho que corresponde a los padres como primeros y principales educadores de sus hijos, contradicen los principios irrenunciables del Estado de derecho: la libertad de las personas a ser educadas de acuerdo con sus convicciones religiosas y el bien que encarna toda vida humana inocente.»
Es indudable que, los que hemos sido educadores y hemos querido y querenos a los alumnos, hemos de procurar defender a nuestros niños y adolescentes de quienes intentan corromperles. Hace pocos días me comentaban el caso de un diputado que había expresado su disconformidad con la Ley de Salud Sexual, pero había votado a favor, por disciplina de Partido, porque, para él, era más importante la disciplina de Partido que su conciencia. Hechos de los Apóstoles, por el contrario, nos da una norma clara de conducta cuando nos dice: «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (5,29; 3,19).
P. Pedro Trevijano, sacerdote