No hace muchos días un amigo me comentaba que en su Instituto de Teología un profesor les dijo que el pecado original no existía. También no hace mucho alguien me dijo que había cosas de la Iglesia que no podía aceptar, entre ellas el pecado original y la famosa manzana. Aquí el que se escandalizó fui yo, porque a estas alturas que alguien siga hablando de la manzanita me pareció de una ignorancia increíble, tanto más cuanto que en Génesis 3, el capítulo del pecado original, se habla de los frutos de los árboles, pero de ninguno en concreto y, por tanto, no se cita la manzana para nada.
Ahora bien, la pregunta clave es: ¿qué es lo que dice la Iglesia sobre el pecado original? El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de él en diversos números, entre los que destacan 388-390, 396-405 y 416-417. Empieza así: El Pecado Original, Verdad esencial de la Fe. Y prosigue: «Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado»(nº 388); «La doctrina del pecado original es, por decirlo así, ‘el reverso’ de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo, sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.» (nº 389);
«El relato de la caída (Gén 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. Gaudium et Spes nº 13). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres» (nº 390); «San Pablo lo afirma: ‘Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores’ (Rom 5,19)» (nº 402); «Cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído» (nº 404).
La Sagrada Escritura nos habla del pecado original tanto en el Antiguo Testamento, en el capítulo 3 del Génesis, como en el Nuevo (Rom 5,12-20). A lo largo de los siglos Papas y Concilios han confirmado esta doctrina. El primer texto que encuentro en el Denzinger (un libro que recopila los documentos más importantes del Magisterio de la Iglesia) sobre este asunto está aprobado por el Papa San Zosímo en el siglo V, contra los pelagianos (D 101). En el IV Concilio de Letrán se nos dice que el hombre pecó por sugestión del diablo (D.428; DS 800), pero sobre todo el Concilio de Trento tiene nada menos que un Decreto sobre el pecado original (D 787-792; DS 1510-1516), con una serie de afirmaciones seguidas de su correspondiente anatema, es decir, excomunión para aquéllos que no acepten lo contenido en el Decreto.
Por su parte el YouCat (Catecismo para jóvenes de la Iglesia Católica) nos recuerda que el pecado original no se refiere «a un pecado personal, sino al estado caído de la humanidad en el que nace cada individuo antes de pecar por decisión propia. Por pecado original, dice Benedicto XVI, tenemos que entender que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original. El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado» (nº 68).
Ahora bien, el primer efecto de la ruptura de la unión con Dios, es que «se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Gén 3,7), por lo que sienten vergüenza, lo que hace que la relación entre el hombre y la mujer quede perturbada, pues se ha introducido el egoísmo y ahora el marido domina a la mujer, sufriendo la mujer las consecuencias de las limitaciones de la sociedad patriarcal, con sus disputas, resentimientos, rechazos del otro, incapacidad de comunicarse y amarse, pero no es un destino irremediable, porque Dios no abandona a los humanos ni quiere el sufrimiento ni la injusticia, por lo que luchar contra el pecado y sus consecuencias es algo bueno. Igualmente otra de las consecuencias del primer pecado son los dolores del parto, por lo que el parto sin dolor, al atenuar los sufrimientos de la mujer y hacer más fácil el nacimiento, del que el niño registra en su subconsciente los apuros, es conveniente para ambos y supone un legítimo progreso médico.
Por otra parte siempre me ha llamado la atención en el episodio del pecado original, la frase que la serpiente dedica a la mujer en Gén 3,5: «es que sabe Dios que el día que de él (el fruto prohibido) comáis, seréis como Dios, conocedores del bien y del mal». Personalmente me encantaría ser como Dios, y siempre he tenido muy claro que mi máxima aspiración es la misma que la de cualquier otro ser humano: ser feliz siempre. La Biblia nos enseña que lo vamos a conseguir, pero no actuando contra Dios, sino porque Él quiere que seamos sus hijos y participemos de la naturaleza divina, es decir por el camino del amor de Él hacia nosotros y nuestro hacia Él. Se nos enseña además que el mal provoca insolidaridad, dolor y divisiones, y también que, aunque Dios castiga al hombre, no le abandona.
Pedro Trevijano, sacerdote