En una carta ficticia al poeta Homero, el italiano arbiter elegantiarum, Francesco Petrarca, manifiesta que las quejas y lamentos, «aunque de vez en cuando alivian la tristeza del alma, no deben manifestarse continuamente sin necesidad»[i]. El actual estado de la Iglesia, no obstante, nos hace ver precisamente la necesidad de exclamar, no sólo una lamentatio, sino una enérgica protesta. En particular, me estoy refiriendo a la reciente declaración Fiducia supplicans (18-12-2023), emanada del Dicasterio para la Doctrina de la Fe; redactada y promovida por el actual prefecto, Mons. Víctor Manuel Fernández; y, como es natural, rubricada y sellada por el propio papa Francisco.
Puede que sea debido a mis limitaciones, pero, leyendo dicho texto del Dicasterio, en algunos momentos únicamente soy capaz de vislumbrar una difuminada frontera entre lo correcto y lo torcido, lo que me conduce a concluir ―repito, a causa de mi obtusa visión― que queda, así, vulnerado y debilitado alguno de los principios más básicos del derecho natural, del cual siempre el Magisterio ha sido garante y custodio. Dicho ius naturale, es decir, lo naturalmente justo, no sólo es inherente al bien común de la Iglesia, sino que debemos también recordar su carácter divino, por ser Dios su autor, como Él también lo es de la misma ley natural. Ésta, que no debe confundirse con el ius naturale ―pese a su necesaria correspondencia―, al ser una participación de la ley eterna y en virtud de su causa eficiente, goza de cuatro notas esenciales, que hoy, más que nunca, conviene recordar: unidad, universalidad, inmutabilidad e indelebilidad[ii].
Tras dos mil años de Magisterio perenne de la Iglesia y de una fecunda tradición filosófico-teológica, resulta, por lo menos, curioso que todavía deba recordarse que una bendición, por parte de los ministros de la Iglesia, a una pareja irregular, por ejemplo, o a otra del mismo sexo, es sencillamente imposible. Toda bendición, por espontánea que sea, goza de un carácter teleológico o finalista, y, en consecuencia, sólo podría admitirse, en estos casos, una bendición individual ―no a las parejas―, siempre y cuando tenga necesariamente como fin la conversión, la virtud, la santidad y, en último término, la salvación del alma. Si olvidamos que, metafísicamente, el bien y el fin se identifican ―como explica Aristóteles―[iii], entonces terminaremos deformando a radice la vida moral personal, esto es, desde el primer principio natural de la razón práctica: debe hacerse el bien y evitarse el mal; así de simple.
Hablando, por cierto, de primeros principios, a la hora de leer el texto en cuestión, me ha parecido detectar también una serie de arriesgadas ambigüedades, contrarias al primer principio de la razón especulativa, a saber, el de no contradicción: v. g., se advierte que no debe bendecirse la unión, pero sí a la pareja, la cual, de hecho, se presenta en unión; debe evitarse la ritualización, pero puede y debe celebrarse una bendición espontáneamente, esto es, con un rito de cosecha propia; se pone en valor la institución del matrimonio y se advierte que no puede convalidarse el status de situaciones irregulares, cierto, pero, a la vez, se anima a bendecir a las parejas que constituyen dichas situaciones, incluso aquéllas que son contra naturam.
A decir verdad, la clave para solucionar la problemática actual, fruto del proceso sinodal ―no lo olvidemos―, tanto del general, como del germánico, es la obediencia. Sí, en efecto, debemos obedecer ―no nos queda más remedio―, pero a Dios, antes que a los hombres. Para afrontar las dificultades y desordenes que, sin duda alguna, engendrará la citada Declaración, se espera, de los obispos, sacerdotes y diáconos, altura intelectual y madurez espiritual, además de una justa concepción de la obediencia en la Iglesia. Toda ley injusta no es verdadera ley, y, por ende, no obliga en conciencia. Es cierto que pueden existir casos particulares ―enseña santo Tomás― en los que deberá obedecerse una ley injusta para evitar el escándalo y el desorden público, pero siempre y cuando ésta se oponga exclusivamente al bien humano. No obstante, de ningún modo podrá seguirse una ley que contradiga el bien divino, esto es, la ley divina o la ley natural[iv]. El fundamento de todo esto lo encontramos en la ordenación intrínseca al bien común que debe tener, para ser tal, la propia ley; ésta es ordinatio rationis ad bonum commune[v]. Por este motivo, el Aquinate advierte que la ley tiene fuerza (vis legis) en la medida en que es justa, y, en consecuencia, toda ley positiva humana ―civil o eclesiástica― sólo tiene fuerza y razón de ley (ratio legis), si ella deriva de la ley natural, que es la primera regla moral de la razón[vi].
Pienso, por lo tanto, que, ante una disposición objetivamente injusta, tenemos el derecho a resistir (ius resistendi), es decir, a discrepar, a no ceder y, en conciencia, a oponernos a ella, aunque siempre con caridad en la verdad, así como con respeto, racionalidad, mesura y proporción. No debería, pues, confundirse esta firme determinación discrepante por una causa justa, a la cual apelo, con la falta de fidelidad y obediencia, en el caso de que queramos superar, de una vez por todas, el infantilismo teológico instalado lamentablemente en el clero hodierno. Primeramente, conviene recordar que no todos los juicios del Sumo Pontífice son infalibles; al respecto, es menester una correcta lectura del Concilio Vaticano I ―teniendo sus actas en su debida cuenta―, evitando, así, toda hipertrofia relativa a la suprema autoridad pontificia. Por otra parte, es cierta la célebre sentencia que proclama que no hay ninguna instancia jurídica superior que pueda juzgar al papa: prima sedes a nemine iudicatur. Sin embargo, en el siglo XVI, cuando los teólogos eran gigantes y verdaderamente libres, Francisco de Vitoria enseñó que, en el hipotético caso de un papa injusto, por derecho natural es lícito resistirle[vii]. Con esto no estoy diciendo que el papa Francisco sea injusto; no lo juzgo, ni debo ni puedo hacerlo ―Dios omnipotente me libre―, sin embargo, convendría que sus súbditos, en algún momento, siempre de modo filial y caritativo, le dijéramos expresamente que la declaración Fiducia supplicans es una verdadera calamidad, además de curiosamente contradecir ―en razón de su sorprendente unilateralidad― el espíritu sinodal, o sea, el que se ha pregonado ad nauseam durante estos últimos años, y con el cual, por cierto, siempre me he mostrado, desde mi entusiasmo más sincero (!), como uno de sus más firmes defensores. Entiéndase la ironía…
Por el bien común de la Iglesia, que es mayor y más divino que el bien particular, exhorto a los que quieran hacerme caso ―y no me tengan por (demasiado) loco― a la resistencia, no sólo pasiva, sino también activa, es decir, exclamando un rotundo y enérgico ¡no! a estas nuevas disposiciones. Ahora bien, cabe decir que esto deberá forzosamente realizarse con un cierto grado de arrojo, arriesgando posiblemente el propio bienestar personal. En tiempos, advertía Cicerón que existe la injusticia obrada por negligencia, es decir, aquélla que, pese a no cometer acciones propiamente injustas y no causar daño directo a nadie, termina produciéndose, de hecho, por negligir y abandonar a su suerte al cuerpo social, despreocupándose, así, de los problemas que éste sufre[viii]. Estimo que una despreocupación tal se está dando en una parte considerable del conjunto de los ministros sagrados, muchos de los cuales, pese a tenerse por conservadores y vestir con un clergyman hasta las cejas, no piensan plantear, en relación a este particular, la más mínima objeción. A partir de aquí, auguro finalmente su transigencia en todo aquello en lo cual dicen no creer. Bueno, en lo que no creen hoy; veremos mañana…
Sea como sea, con todo el filial respeto y estima que se merece el Santo Padre ―que Dios guarde―, pero aún más por la veneración que exige la substantiva institución que representa, debemos rogarle que anule cuanto antes la susodicha Declaración, porque, entre otras razones, va en contra de lo que el propio Papa aprobó en el año 2021, concretamente en un Responsum de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el que justamente negábase, de forma tajante y categórica, la posibilidad de impartir bendiciones a parejas del mismo sexo[ix]. No entraré aquí, por supuesto, en si el papa Francisco debe cesar además al prefecto del Dicasterio. Pese a todo, querría recordar que el hecho de no otorgar un cargo de importancia a uno de los más competentes es un vicio que va en contra, no sólo de la justicia distributiva[x], sino, en cierto sentido, también de la conmutativa ―como advierte Domingo de Soto―, es decir, de la conmutación establecida entre el gobernante y la comunidad. Si los más capaces, pues, no desempeñan los cargos más esenciales, y éstos son torpemente ejercidos por otros menos capaces, todo el cuerpo social ―en este caso, eclesial― puede verse gravemente comprometido y perjudicado[xi].
En definitiva, debemos salvar los principios generales, que, como decía el padre Osvaldo Lira, son más importantes que las personas particulares, pues, de dichos principios, todos, todos, todos nos beneficiamos, incluso aquellas personas a las que pretende complacer dicha Declaración. No estaría de más, en tal sentido, recordar que la predicación de la verdad divina no vulnera ni humilla a nadie, sino que ilumina, sana y libera. Como decía el padre Garrigou-Lagrange, «la Iglesia es intransigente por principio, porque cree; es tolerante en la práctica, porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes por principio, porque no creen, e intransigentes en la práctica, porque no aman»[xii].
Mn. Jaime Mercant Simó
Notas
[i] Francesco Petrarca, «Respuesta a una larga y enjundiosa carta enviada en nombre del poeta Homero y fechada en los infiernos», en Francesco Petrarca, Cartas a los más ilustres varones de la Antigüedad, Sevilla: Espuela de Plata, 2021, p. 120.
[ii] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 94, arts. 2, 4-6.
[iii] Cf. Aristóteles, Ethica Nicomachea I, 1, 1094a1-1095a14.
[iv] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 96, art. 4, co.
[v] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 90, arts. 1-2.
[vi] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 95, art. 2, co.
[vii] Cf. Francisco de Vitoria, De potestate Papae et Concilii relectio, 23.
[viii] Cf. Cicerón, De Oficiis, lib. I, 9, 28-29.
[ix] Cf. Responsum de la Congregación para la Doctrina de la Fe a un dubium sobre las bendiciones de las uniones de personas del mismo sexo (22 de febrero de 2021):
https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20210222_responsum-dubium-unioni_sp.html
[x] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 63, art. 2, ad 3.
[xi] Cf. Domingo de Soto, De iustitia et iure, lib. IV, q. 6, art. 3.
[xii] Réginald Garrigou-Lagrange, Dios: Su naturaleza, Madrid: Ediciones Palabra, 1980, p. 329.