«¿Acaso serás exaltada hasta el cielo? ¡Hasta los infiernos vas a descender! Quien a vosotros os oye, a mí me oye; quien a vosotros os desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado. Volvieron los setenta y dos llenos de alegría diciendo: – Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Él les dijo: – Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo.» (Lc 10,15-18)
¿Cuál es el poder del rayo? Dios lo compara con la fuerza, rapidez y estrépito con la que Lucifer cayó del Cielo, fue destronado. No se trataba aquí de escalar el Cielo, pues, ya estaba allí. Satanás o lucifer ha adoptado muchos nombres a lo largo de la historia para un mismo Ser, que estaba junto a Dios como una de sus más bellas e inteligentes creaciones.
Del mismo modo que cae un rayo destrozando todo lo que toca, así Lucifer causa estrépito y horror en el coro de los ángeles, debido a la rapidez con la que fue fulminado de la gloria de la que participaba junto a Dios. Destronando junto con él a todos los ángeles que le siguieron, siendo ellos mismos «partidos por el rayo», cayendo a la tierra, destrozando a los hombres que se suman a su causa. Estos también creen poder escalar el cielo: fariseos, herejes, falsos ministros, falsos apóstoles (2 Cor 11,13), Judas y demás traidores.
La fuerza del rayo radica en romper el aislante que separa el cielo de la tierra. En electricidad, no hay ningún aislante que ofrezca más resistencia al paso de corriente que el aire. Podríamos comprender que ese aire nos separa del cielo, por lo que nuestra misión es romper ese aislante que separa la tierra del cielo, porque los Ángeles de Dios «reunirán a sus elegidos desde los cuatro vientos, de un extremo a otro de los cielos.» (Mt 24,31)
Entonces Lucifer tiene poder para romper ese aislante y de eso se trata. La soberbia de creerse por encima de Dios, su palabra, amor, doctrina, verdad y justicia, las cuales son inseparables; esto hizo que cayera del Cielo (de inmediato) como un rayo.
Jesús profetiza sobre Cafarnaúm, creyendo ser exaltada al cielo, descendería a los infiernos; acto seguido vienen los discípulos a contarle como se les someten los demonios, pero Jesús les hace una advertencia diciéndoles que Él vio la caída de satanás, con la velocidad y estrépito del rayo. Les advierte, a judas entre ellos, que no se sientan seguros por haber sido ascendidos al cardenalato y de forma meteórica haber sido constituidos en Apóstoles, porque ese que se les somete, antes estaba muy por encima de ellos.
La soberbia del mundo destrona a los soberbios eclesiásticos, su mundanidad les hace tropezar con la Roca que es Jesús. Creen tener un mensaje de paz y amor (falso irenismo) pero han caído a la altura de los demonios, los cuales tampoco permanecieron en su lugar.
Esto deberían plantearse los participantes del sínodo alemán y todas sus declaraciones ambiguas o contrarias a la fe. En este Evangelio el Señor nos enseña la importancia de permanecer la verdad, y los participantes deben discernir si está verdaderamente buscando la verdad o más bien otros fines. Corren el riesgo de excluirse del cielo, como hicieron los demonios al apartarse deliberadamente de la verdad. Ser Cardenal conlleva defender con más ahínco la doctrina de la Iglesia, no negarla o pretender cambiarla, separando a Dios del dogma.
La tierra y el Cielo[1], dos lugares físicos, ambos creados por Dios, los dos buenos. «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo»: nos enseña Jesús. «Gloria a Dios y en el Cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). El mundo es bueno, la mundanidad es mala; esta tierra es el estadio intermedio entre el Cielo y el Infierno, donde el hombre debe hacer una elección. El Cielo o morada de Dios es como el rayo X, no lo vemos, pero este conoce hasta el último los huesos; porque «el malvado cree en su interior que su culpa no será descubierta ni aborrecida» (Salm 35): «Quien a vosotros os oye, a mí me oye; quien a vosotros os desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado». (Lc 10,15-18)
[1] 325 El Símbolo de los Apóstoles profesa que Dios es "el Creador del cielo y de la tierra", y el Símbolo Niceno-Constantinopolitano explicita: "...de todo lo visible y lo invisible".
326 En la sagrada Escritura, la expresión "cielo y tierra" significa: todo lo que existe, la creación entera. Indica también el vínculo que, en el interior de la creación, a la vez une y distingue cielo y tierra: "La tierra", es el mundo de los hombres (cf Sal 115, 16). "El cielo" o "los cielos" puede designar el firmamento (cf Sal 19, 2), pero también el "lugar" propio de Dios: "nuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16; cf Sal 115, 16), y por consiguiente también el "cielo", que es la gloria escatológica. Finalmente, la palabra "cielo" indica el "lugar" de las criaturas espirituales —los ángeles— que rodean a Dios.
327 La profesión de fe del IV Concilio de Letrán afirma que Dios, "al comienzo del tiempo, creó a la vez de la nada una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana; luego, la criatura humana, que participa de las dos realidades, pues está compuesta de espíritu y de cuerpo" (Concilio de Letrán IV: DS, 800; cf Concilio Vaticano I: ibíd., 3002 y Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 8).