Anteriormente hemos analizado dos palabras –misericordia y escuchar- utilizadas con frecuencia de manera ambigua y errónea. También la frase «¿quién soy para juzgar?» es usada con frecuencia de manera inadecuada; se repite constantemente cuando se abordan temas como las relaciones homosexuales, la situación de los divorciados vueltos a casar o el uso de anticonceptivos…
Ante todo, hay que afirmar que el mandato del Señor de «no juzgar» es rotundo y taxativo (Mt 7,1-5; Lc 6,37; Rom2,1-2; 1Cor 4,5). Y como tal, hay que cumplirlo. Pero ¿qué significa exactamente este mandato?
1.- NO podemos juzgar las intenciones. No es solo que no debemos: es que es imposible, pues desconocemos lo profundo del corazón humano. Solo Dios conoce lo íntimo del hombre; por eso solo Él puede juzgar. Pretender juzgar al prójimo es erigirse en juez, es ponerse en lugar de Dios.
2.- NO podemos juzgar la culpabilidad de una persona (tampoco su santidad). En efecto, con frecuencia las apariencias engañan. Desconocemos la historia de cada persona, ignoramos las gracias que Dios le ha otorgado, así como las dificultades que ha encontrado en su camino, la educación recibida, su carácter y circunstancias personales… También en esto solo Dios puede juzgar. Cuando lo hacemos nosotros, nos equivocamos casi siempre.
Pero
3.- SÍ podemos –y debemos- juzgar los hechos. En efecto, estos tienen un valor objetivo, independientemente de la persona que los realiza: son en sí mismos buenos o malos. Por ejemplo, matar siempre será malo; una persona que asesina a otra puede no tener culpa por estar completamente loca, pero el hecho de matar es y será siempre objetivamente malo. Si no hacemos este juicio estaríamos confundiendo el bien y el mal.
4.- SÍ podemos y debemos juzgar las ideas y las afirmaciones. Estas son en sí mismas verdaderas o falsas, acertadas o erróneas, independientemente de quién las diga. Al afirmar que una idea está equivocada, no emitimos ningún juicio sobre la persona que la ha enunciado (puede haberlo dicho por error o por ignorancia, y tal vez sin culpa personal); simplemente afirmamos la falsedad de tal idea. Si no hacemos este juicio, estaríamos confundiendo la verdad y la mentira.
Como ven, se trata de algo muy simple y elemental, conocido por casi todos. Pero que conviene recordar en medio de la confusión existente hoy…
Julio Alonso Ampuero