Se suele pensar en el anticristo como un personaje misterioso que aparecerá en los últimos tiempos y que, precediendo a la última venida de Cristo, le combatirá e intentará destruir su Reino (cf. 2Tes 2,3ss).
Esa interpretación es correcta, y está avalada por el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 675). Sin embargo, en el texto de san Juan –que se ha proclamado en la liturgia de la Iglesia en los días de la octava de Navidad- llama la atención que el apóstol habla de «muchos» y los denuncia como ya presentes cuando él escribe.
Más adelante (1Jn 4,1) san Juan explicita su pensamiento en un texto en que vuelve sobre lo mismo, afirmando que «muchos falsos profetas han salido al mundo», de los cuales asegura que «son del anticristo», el cual «ya ahora está en el mundo» (4,2).
Tanto en el primero como en el segúndo texto, parece claramente delineado el perfil de estos falsos profetas y anticristos: niegan a Cristo, y –con Él- también al Padre (2,22; 4,3). El apóstol precisa: «salieron de entre nosotros», si bien los hechos han demostrado que «no eran de los nuestros» (3,19).
Podemos –y debemos- actualizar este texto. No se trata solo de negar la doctrina de la fe sobre la persona de Cristo, sino también de no reconocer su lugar absoluto en el plan salvador de Dios.
Todo el tiempo de Navidad en particular nos ha recalcado que «todo fue creado por Él y para Él», que «todo subsiste en Él» (Col 1,16.17), que «Él es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia» (Col 1,18; Ef 1,10), «el Primogénito de toda criatura» (Col 1,18), que «de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia» (Jn 1,16), que en Él está la Vida eterna y «quien no tiene al Hijo no tiene la vida» (1Jn 5,11-12), etc.
Por lo tanto, a todo el que no reconozca en la práctica este valor único y absoluto de Cristo, la Palabra de Dios –no yo- le llama anticristo. El que reduce el cristianismo a una moral, a una lucha por la justicia, a un compromiso ecológico, a una solidaridad con los inmigrantes… y no proclama a Cristo como Señor y único Salvador, es un anticristo; está negando de hecho a Cristo.
Ha llegado la hora de llamar a las cosas por su nombre y no hacer el juego al «padre de la mentira» (Jn 8,44). Es el momento de proclamar con fuerza –aunque ello nos cueste la vida o la condena al ostracismo- que «no hay salvación en ningún otro… no se nos ha dado otro Nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12).
Julio Alonso Ampuero