Es un hecho constatable que la fe se ha debilitado en amplios sectores de la Iglesia. No solo es menos intensa y lúcida: también se niegan determinadas verdades presentadas por la Iglesia como definitivas –dogmas de fe- por pertenecer a lo que Dios ha revelado para la salvación del hombre. Tanto sedicentes teólogos como católicos de a pie se sienten con libertad –y autoridad- para cuestionar ciertos dogmas; pensemos, por ejemplo, en la virginidad de María, el pecado original o el infierno…
Otros dogmas no son explícitamente negados, pero en la práctica se encuentran notablemente olvidados, hasta el punto de que uno llega a preguntarse si existe una auténtica fe en ellos. Es el caso, por ejemplo, de la presencia permanente de Cristo en la Eucaristía: la escasa devoción eucarística en muchos ambientes parece indicar que la fe en esa presencia real es –cuando menos- muy débil.
También insisten algunos en que la Iglesia no debería definir nuevos dogmas, pues supuestamente eso suscitaría dificultades en el diálogo ecuménico…
No entro a valorar esta última afirmación. Pero el diagnóstico de conjunto apunta ciertamente a una especie de alergia a los dogmas, que está muy en consonancia con el «pensamiento líquido» –o tal vez gaseoso- denunciado por algunos autores.
Sin embargo, resulta llamativo que esta actitud contrasta sobremanera con los nuevos «dogmas» que pululan en nuestro mundo, y que son aceptados con una credulidad y una devoción realmente sorprendentes. Las afirmaciones sobre la superpoblación del mundo, acerca del cambio climático o en referencia a la obligatoriedad de las vacunas –por poner solo algunos ejemplos- se consideran dogmas incuestionables, y el que se atreva a ponerlos en duda es condenado a la hoguera: es decir, declarado persona «non grata», «enemigo público», merecedor de la «muerte social»…
Cuando la Iglesia define dogmas, lo que hace es explicitar lo que Dios ha revelado para indicar con certeza al hombre el camino de la salvación; no solo no le quita la libertad, sino que le ayuda a no equivocarse, a vivir en la verdad, a elegir el bien.
¿Y qué pasa con los «nuevos dogmas»? Pues muy sencillo: cuando se deja de adorar a Cristo, se acaba adorando a las bestias (cf. Rom 1,20ss).
Julio Alonso Ampuero