Hoy en día dos concepciones muy diversas disputan sobre las fuentes de nuestra moralidad. Por una parte, encontramos la concepción relativista subjetivista y, por la otra, la de la Moral Cristiana, o, si queremos mejor, la de la Moral Católica. Podríamos ampliar el abanico a otras corrientes, pero vamos a referirnos a éstas y, sobre todo, a la relación entre Ley Natural y Escritura,
En la concepción relativista impera el subjetivismo. Don José Luis Rodríguez Zapatero negaba así la Ley Natural: «La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado». La consecuencia de ello es que, como Dios no existe, el orden social no reposa en las leyes de Dios o de la naturaleza, sino en las leyes que nos damos los hombres,
En cambio, en el Catolicismo no se pone en duda la existencia de una Ley Natural. Se reconoce que Cristo nos llama a un orden sobrenatural, pero este orden sobrenatural supone y asume el orden natural, la recta razón. «La Ley Natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira»(Catecismo de la Iglesia Católica nº 1954).
Para los católicos, siguiendo a Santo Tomás, la Ley Natural es la participación de la Ley eterna en la naturaleza racional del hombre, y por ello es la fuente de derechos y deberes de la persona humana.
En la Sagrada Escritura no hay ningún estudio sistemático sobre ella, pero sí encontramos reflejada esta realidad.
En efecto ya en el Antiguo Testamento el Decálogo (Ex 20,2-17; Dt 5,6-21) en la mayor parte de sus preceptos expone una moral natural de respeto al prójimo.
En el Nuevo Testamento la noción de moral natural está más a la vista, pero integrándose en el conjunto del mensaje evangélico. Cristo afirma la ley natural de un modo implícito, haciéndola parte de la ley cristiana, no sólo por su valor perenne, puesto que es esencialmente una ley interna, una actitud personal que nos impulsa a actuar conforme a la recta razón, sino también porque Cristo la promulga positivamente, afirmando además que los principios de la ley natural propuestos en el Decálogo son necesarios para obtener la vida eterna.
San Pablo tampoco habla explícitamente sobre ella, pero en sus exposiciones sobre ley, pecado, redención, libertad cristiana, viene a hablar de cosas que hoy llamamos ley natural, especialmente en Rom 1,18 a 2,29. En Rom 2 encontramos que la distinción entre bien y mal es posible tanto al pagano como al judío o cristiano, porque esta distinción se basa en la naturaleza de las cosas y es perceptible por la razón con sus propias fuerzas. El Apóstol se basa en la naturaleza para condenar los actos de inmoralidad como la sodomía, y para legitimar la autoridad civil como institución natural querida por Dios (Rom 13,1-7).
La ley natural es el fundamento en el que se basa la ley de Cristo. Podemos decir que es una especie de Revelación natural, sobre la que se va tejiendo la Historia de la Salvación, que lejos de destruirla, le da su verdadera significación.
La autonomía de la ley natural no supone que no haya entre ésta y la ley evangélica una articulación. El designio de Dios Redentor afecta a toda la creación, y por tanto también al proyecto moral humano. En consecuencia la ley moral natural, aunque conserva su carácter específico y estructura propias, se encuentra dentro de la economía de la salvación y el camino de la santidad cristiana pasa por la práctica de la ley moral.
Los criterios morales hay que buscarlos en la naturaleza de la persona y en su vocación. Creer significa aguardar de Él exclusivamente la salvación, y a preguntarse cómo plasmar la fe, esperanza y amor en la vida y en los actos de cada día. La ley de Cristo no sustituye a la ley moral natural, aunque la enriquece y la eleva a otro nivel, abriéndola a perspectivas sobrenaturales y haciéndola válida para la edificación del Reino de Dios.
En efecto el estado natural puro no existe, pues el hombre se ve afectado por la gracia. Ésta no sólo rescata al hombre del pecado, sino que va más allá, pues le levanta a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, divinizándolo de algún modo. Esta divinización es esencialmente sobrenatural, pues ni en el hombre pecador, ni en el hombre criatura espiritual hay nada que pueda reclamar y exigir esta divinización.
En resumen el hombre concreto está siempre en situación de salvación y trabajado por la gracia. Pero ello hace que la razón iluminada por la fe, coopere en el descubrimiento de la voluntad divina.
No olvidemos tampoco que no partimos de cero, sino que en nuestro modo de actuar está presente nuestra personalidad, en la que tiene grandísima importancia nuestro modo de ser, que se va forjando día a día con sus virtudes y vicios. La fe no se sobrepone a la razón o se yuxtapone a ella, sino que la integra y asume dándole una dimensión y un sentido final.
Pedro Trevijano, sacerdote