Mis observaciones críticas en la entrevista con la Catholic News Agency sobre la exhortación apostólica «Amoris lætitia» suscitaron reacciones muy vivas, en parte de aprobación entusiasta, y en parte de rechazo.
El rechazo se refiere en primer lugar a la frase según la cual la nota 351 representa una «ruptura en la tradición del Magisterio de la iglesia católica». Lo que quise decir fue que algunas de las afirmaciones del Santo Padre están en una clara contradicción con las palabras de Jesús, con las palabras de los apóstoles y con la doctrina tradicional de la iglesia.
De ruptura, en realidad, se debe hablar sólo cuando un Papa, ejercitando de manera unívoca y explícita su potestad apostólica –por tanto, no incidentalmente en una nota a pie de página–, enseña algo que está en contradicción con la citada tradición magisterial.
Este caso aquí no se verifica, aunque sólo sea por el hecho de que al Papa Francisco no le gusta la claridad unívoca. Cuando, poco tiempo atrás, declaró que el cristianismo no conoce ningún «aut aut» [o esto o lo otro], evidentemente no le preocupaba en absoluto que Cristo haya dicho: «que vuestra palabra sea sí, sí, no, no. Lo demás viene del Maligno» (Mt 5,37). Las Cartas del apóstol Pablo están repletas de «aut aut». Y además: «¡el que no está conmigo, está contra mí!» (Mt 12,30).
El Papa Francisco, sin embargo, sólo quiere «hacer propuestas». Contradecir propuestas no está prohibido. Y, en mi opinión, se le debe contradecir con energía, cuando en «Amoris lætitia» sostiene que Jesús habría «propuesto un ideal exigente». No, Jesús ha mandado «como uno que tiene autoridad, y no como los escribas y fariseos» (Mt 7,29). Él mismo, por ejemplo, cuando habla con el joven rico, remite a la íntima unidad del seguimiento con la observancia de los diez mandamientos (Lc 18,18-23). Jesús no predica un ideal, sino que instaura una nueva realidad, el Reino de Dios en la tierra. Jesús no propone, sino que invita y manda: «Os doy un mandamiento nuevo». Esta nueva realidad y este mandamiento están estrechamente relacionados con la naturaleza de la persona humana, cognoscible a través de la razón.
Si esto que afirma el Santo Padre se ajusta tan poco a lo que leo en las Escrituras y recibo de los Evangelios, todavía no es una razón suficiente para hablar de una «ruptura», y tampoco es una razón para hacer del Papa objeto de polémica y de ironía, como lo hizo sin embargo Alexander Kissler [1]. Cuando San Pablo se hallaba frente al sanedrín para defenderse y el sumo sacerdote ordenó que se le golpeara en la cara, Pablo respondió con las palabras: «¡Dios te golpeará a tí, muro blanqueado!». Y cuando los presentes le dijeron que era el sumo sacerdote, Pablo dijo, «yo no sabía que era el sumo sacerdote. Porque está escrito: «tú no insultarás al jefe de tu pueblo» (Hch. 23,3-5). Kissler, cuando escribió sobre el Papa, tendría que haber moderado su tono, aunque el contenido de su crítica fuese justificado en gran parte. Debido a la polémica sarcástica, ha resultado limitada la eficacia de su intervención.
El Papa se ha lamentado del hecho de que, cediendo a los medios de comunicación, se termine casi por no captar sus muchas exhortaciones sobre la alarmante situación de la familia, por centrar la atención en una nota al pie de página sobre el tema de la admisión a la comunión. Pero es que el debate público pre-sinodal giraba todo él alrededor de ese tema, pues sobre este punto, de hecho, hay que decir sí o no.
El debate continuará todavía, y de manera no menos controvertida que antes, porque el Papa se negó a citar sobre este asunto las declaraciones clarísimas de sus predecesores, y porque su respuesta ha sido tan manifiestamente ambigua que cada uno puede interpretarla, y la interpreta, a favor de su propia opinión. «Si la trompeta emite un sonido confuso ¿quién se preparará para el combate?» (1Cor 14,8). Si mientras tanto el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se ha visto forzado a acusar abiertamente de herejía al más estrecho colaborador y ghostwriter del Papa, se puede decir que la situación ha llegado al límite. También en la Iglesia Católica hay un límite de lo soportable.
Al Papa Francisco le gusta parangonar a quien es crítico con su política con los que «se sentaron en la cátedra de Moisés». Pero otra vez el tiro se vuelve contra quien lo disparó. Los escribas eran precisamente los que defendían el divorcio y tramaban las reglas sobre él. Los discípulos de Jesús, en cambio, se desconcertaron por la terminante prohibición del divorcio que hizo el Maestro: «¿Quién podrá ahora casarse?» (Mt 19,10). Como cuando la gente que se fue al anunciar el Señor que El iba a ser su alimento: «Este lenguaje es duro. ¿Quién podrá asimilarlo?» (Jn 6,60).
El Señor «tuvo lástima de la gente», pero no era un populista. «¿También ustedes quieren irse?» (Jn 6, 67). Esta pregunta dirigida a los apóstoles fue su única reacción ante el hecho de que sus oyentes se marcharan.
Robert Spaemann
(*) Alexander Kissler, intelectual alemán, ensayista, jefe de redacción de la principal revista política cultural de Alemania, «Cicero».
Traducido de Settimo Cielo