A la actriz norteamericana Demi Moore la han internado en un hospital. Su reciente ruptura con Ashton Kutcher y la creciente presión de Hollywood para mantenerse bella y atractiva a sus casi 50 años le han llevado a la desesperación y al consumo desmedido de pastillas. Y aunque no quiere internarse en ningún hospital, está recibiendo “atención espiritual”, mientras sus hijas se refugian en la casa de su padre, Bruce Willis, el segundo marido de Demi.
Leer esta noticia me trae tristeza. Y, sobre todo, me deja boquiabierto pensar que el mundo de Hollywood no aprende. ¡Cuántas veces hemos leído situaciones parecidas! Marilyn Monroe, Lindsay Lohan, Britney Spears y un largo etcétera. ¿Es que no aprenden de la historia? Como es posib…
Me detengo en mi reflexión porque me he quedado de hielo ante una idea que ha estado carcomiendo mi alma en los últimos días: que a muchos religiosos puede pasarnos algo parecido; salvando las distancias, claro. Como que se puede llegar a vivir una vida religiosa “a la ligera”, como si no pasase nada al no exigirnos, al no rezar como debemos, al intentar compaginar comodidad y consagración a Dios. Y vemos a muchos claudicar o caer a nuestro lado… y a lo mejor no ponemos los medios para buscar mejor la santidad. Y no soy yo el que lo dice. Recientemente, tres artículos aparecidos en tres medios católicos distintos y de tres periodistas diferentes han puesto el dedo en la llaga.
Juan Manuel de Prada, en un artículo aparecido en ABC y del que se hace eco Religión en Libertad, invita a los católicos a «renovar la gratitud a tantas admirables personas que, en su deseo de imitar más perfectamente a Cristo [...] santifican sus vidas, a la vez que enriquecen con una pluralidad de carismas la vida de la Iglesia». Pero esta gratitud, dice en el artículo, «no nos exime de señalar lo que consideramos fallas en la vida consagrada; la principal de las cuales es la secularización o asimilación al mundo». Un proceso que ha hecho mella en muchas congregaciones. ¿Por qué? Porque, según de Prada, «las reformas han tenido una tendencia descendente de dulcificación de la disciplina, relajación en la observancia de los votos y progresiva mundanización, palpable en aspectos aparentemente accidentales, como el abandono del hábito, signo de la libertad de la Iglesia, ajena a modas y costumbres, en medio del mundo; pero los cambios accidentales acaban inevitablemente transformando la esencia».
La segunda llamada de atención la hace Carmen Bellver en un artículo aparecido en Periodista Digital. El inicio es, tal vez, uno de los más duros que he leído últimamente como religioso: «Esta es una carta abierta, una queja con sordina, un desahogo tras constatar año tras año que quienes debieran llevarme a amar más a Dios y a mis hermanos, se han convertido en piedras secas, áridas». Con un certero análisis, Carmen desglosa lo que ha sido una de las preocupaciones más apremiantes de la Iglesia en los últimos años: «Me pregunto una y otra vez por qué tengo que leer a teólogos que no creen en la resurrección, ni en los dogmas de la Iglesia, que se pasan la vida criticando sin poner una pizca de sal en el cocido de la fe. Ese cocido que se huele, que da aroma, cuando es guisado con amor. Dar buen sabor a nuestro alrededor, ser testigos vivos de la fe, eso es lo que demanda la Nueva Evangelización. Que parece que todo se ha convertido en puro marketing vacío de contenido. Planes y deliberaciones, reuniones para tomar medidas, cuadernos con gráficos llamativos que no sirven para nada. Y exigencias a los superiores para cambios que tampoco son necesarios. Porque lo que siempre ha tratado la Palabra de Dios es hacernos cambiar por dentro a nosotros, convertirnos de verdad, hacernos nacer a una nueva vida». Por ello, y con palabras que muestran el cariño de una buena católica, nos alienta a todos los religiosos a ser sal de este mundo: «Deseo de verdad que todos esos esforzados testigos de Cristo, vivan plenamente convencidos de que lo que llevan entre manos vale la pena. ¡Que se lo crean, leñe!».
La sal que se vuelve sosa es justamente el título del tercer artículo, escrito por Luis Pérez Bustamante en InfoCatólica. En él no se habla directamente a los religiosos, pero se denuncia la mediocridad en que muchos cristianos viven: «Pocas cosas hay tan penosas en este mundo como ser un cristiano soso, sin sustancia, adaptado al ambiente, repetidor de consignas más o menos grandilocuentes que no dejan ver la raíz real de los problemas que aquejan a la sociedad». Sí, el artículo tal vez peque un poco en dureza, pero pone los puntos sobre las íes en muchas cosas y –me consta– está escrito con el deseo ferviente de un enamorado de Cristo y de su Iglesia. Así que, creo yo, puede ser también una fuerte llamada a quienes debemos ser los primeros en anunciar con valentía el Evangelio.
Pero no son sólo los laicos quienes nos invitan a este examen de conciencia. También nuestra querida Iglesia nos está insistiendo con premura en la búsqueda de la santidad.
En la homilía de la misa de inauguración de la 35ª Congregación General de la Compañía de Jesús, el entonces Prefecto para los institutos de Vida Consagrada, el Card. Fran Rodé, decía lo siguiente a los jesuitas ahí presentes: «Veo con tristeza e inquietud que va decayendo sensiblemente también en algunos miembros de las familias religiosas el sentire cum Ecclesia del que habla frecuentemente vuestro fundador». Un peligro que nace, sobre todo, de la desvinculación de la propia consagración con la Iglesia y con Cristo para muchas veces sustentarla en opciones sociales o meramente filantrópicas; por la búsqueda de un acercamiento el mundo que nada tiene que ver con el Evangelio. Por eso, el Cardenal también afirmaba, diciéndonos a todos los religiosos: «La autenticidad de la vida religiosa se caracteriza por el seguimiento de Cristo y por la consagración exclusiva a él y a su reino mediante la profesión de los consejos evangélicos. El concilio ecuménico Vaticano II enseña que esta consagración será "tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia" (Lumen gentium, 44). No se puede separar la consagración al servicio de Cristo de la consagración al servicio de la Iglesia. Así lo consideraron san Ignacio y sus primeros compañeros cuando redactaron la Fórmula de vuestro instituto, en la cual se describe la esencia de vuestro carisma: "servir al Señor y a su Esposa, la Iglesia, bajo el Romano Pontífice" (Fórmula I)».
Pero tal vez nadie como los Sucesores de Pedro han manifestado su inquietud por nosotros. En la reciente visita a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud, Benedicto XVI se lo repetía a las religiosas ahí congregadas para acogerle: «La radicalidad evangélica es estar “arraigados y edificados en Cristo, y firmes en la fe” (cf. Col, 2,7), que en la Vida Consagrada significa ir a la raíz del amor a Jesucristo con un corazón indiviso, sin anteponer nada a ese amor (cf. San Benito, Regla, IV, 21) […] Frente al relativismo y la mediocridad, surge la necesidad de esta radicalidad que testimonia la consagración como una pertenencia a Dios sumamente amado». Y concluye: «este es el testimonio de la santidad a la que Dios os llama, siguiendo muy de cerca y sin condiciones a Jesucristo en la consagración, la comunión y la misión. La Iglesia necesita de vuestra fidelidad joven arraigada y edificada en Cristo».
No sé si mis lectores religiosos se hayan sentido interpelados o, a lo mejor, ofendidos por estas líneas. Mi deseo no es sino que, en este día en que celebramos nuestra consagración de Dios, «un don divino que la Iglesia ha recibido del Señor» (Lumen gentium, 43), nos impulsemos a dar todavía más de lo que ya estamos dando. La Iglesia lo necesita; la gente lo necesita. E, incluso, me atrevería a decir que Dios lo necesita.
Aprovecho también para agradecer a todos su generosidad, su sí a Dios, su deseo de darle lo mejor de uno mismo a todos. Sin vosotros, el mundo estaría cojo, pues no podría experimentar el amor de Dios con tanta claridad como lo hace con vuestro testimonio y vuestra labor.
Hoy celebramos el día de la Vida Consagrada. Y en medio de este examen de conciencia, también es un día para que nos repitamos aquellas palabras que nos dirigió el beato Juan Pablo II en un día como hoy del año 2004: «Amadísimos religiosos y religiosas, ¡qué ocasión tan propicia os brinda esta jornada, dedicada a vosotros, para reafirmar vuestra fidelidad a Dios con el mismo entusiasmo y la misma generosidad de cuando pronunciasteis por primera vez vuestros votos. Repetid cada día con alegría y convicción vuestro "sí" al Dios del amor».
¡Muchas felicidades a todos los religiosos y religiosas del mundo!
P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.