Sigue copando titulares de prensa y tribunas de opinión el informe que el Defensor del Pueblo ha entregado en el Parlamento tras su curiosa investigación en torno a los casos de abusos sexuales que han podido perpetrar con menores y personas vulnerables los miembros de la Iglesia Católica. Sin duda, estos casos se han dado, lamentablemente. La comunidad cristiana lo ha reconocido, ha pedido perdón y ha tomado medidas para acompañar a las víctimas, estableciendo la prevención para que no siga sucediendo, con una pedagogía adecuada y una toma de conciencia dirigida a seminaristas, sacerdotes, catequistas y agentes de pastoral, trabajadores y voluntarios de Cáritas, en un largo etcétera.
Pero hay una observación que hemos hecho los obispos: siendo esto verdad, no es, ni mucho menos, toda la verdad. Se trata de una dolorosa, minoritaria, verdad, que no por ser poca deja de doler y evita el daño tremendo que se ha infligido a los más inermes como eran los niños y las personas vulnerables.
En estos días hemos visto la catarata fugaz de unas cifras extrapoladas con trampa que han pretendido enfilarnos una vez más a los cristianos para focalizar un problema social como si fuera exclusivamente eclesial. No ha sido el fruto de una investigación seria, sino la aleatoria extrapolación de una encuesta hecha por teléfono.
El problema lo tiene la entera sociedad y no solo la Iglesia. Nosotros, como parte de esa sociedad que a veces se hace cínica, contradictoria e hipócrita, también hemos caído por parte de quienes menos deberían haberlo hecho en ese crimen que supone tamaño abuso de esta índole. Pero, hay que insistir: en el elenco de grupos de personas delincuentes de esta terrible plaga, la Iglesia está también… al final de la lista macabra. Ese también significa que hay otras realidades que han delinquido igualmente, que lo han hecho quizás antes y con mucha más numérica saña. El ámbito familiar, el escolar, el del tiempo libre, el mundo deportivo, los establecimientos de fitness, internados y centros de protección estatales o autonómicos, etc. Es decir, es una sociedad la que ha podido caer en esa amoralidad perturbada y obsesa. La Iglesia también ha tenido su cuota en esta terrible deriva, pero es justo situar también estadísticamente de qué estamos hablando.
Para nosotros no son números anónimos de una muestra demoscópica, sino personas marcadas para siempre, algunas de ellas destruidas sin remedio, como hemos comprobado al encontrarnos con las víctimas y sus familiares que abren su corazón para llorarnos su desamparo. No es una guerra de cifras lo que aquí se dirime, sino la seriedad o frivolidad con la que se afronta la lacra criminal, pensando en las víctimas y acogiendo con delicadeza su relato. El informe del Defensor del Pueblo, cuya legitimidad para intervenir en una institución como la Iglesia es impropia, pues esta importante entidad estatal está para otra cosa, ha querido mezclar sus 487 casos con una encuesta encargada de oficio, para que otros extrapolen cifras completamente indebidas, falsas y con dedicatoria.
Ha sido tan torticero el envite de la trama numérica falseada que la prensa seria y los creadores de opinión libres lo han señalado y desenmascarado. No así el intento del Gobierno y sus terminales mediáticos, escogiendo una fecha en la que distraer la atención ante otras cuestiones de honda preocupación en un clima político encrespado y tenso mientras en nombre de España se traiciona la Patria pagando un altísimo precio por un amañado plato de lentejas en un Estado de derecho que deja de serlo como si fuésemos una república bananera con agenda de ruta pervertida y perversa.
Pero hay otras intencionalidades claras a mi modo de ver: provocar en la sociedad el secuestro de la autoridad moral de la Iglesia señalándola como una institución sistémicamente insolvente, encubridora y corrupta. ¿Quién confiaría sus hijos a un centro educativo religioso, o los dejaría en unas catequesis de formación cristiana, si la Iglesia está sistémicamente corrompida? Además de la erosión social que han conseguido hacia fuera de nuestras periferias, hacia dentro quisieran obtener nuestro mutismo y nuestra invisibilidad, forzando el amedrentamiento asustado y acomplejado para callar ante la que está cayendo y para no salir del agujero de la cueva de nuestras sacristías.
Hizo bien el cardenal Omella al decir sin ambages que la extrapolación de datos desde una simple encuesta daba una cifra mentirosa y con la intención de engañar. Otros hemos tenido que salir al paso de la falsa acusación de no colaborar con la solicitud del Defensor del Pueblo, teniendo que mostrar sus cartas de acuse de recibo de todo lo que habíamos enviado, con fecha y con el agradecimiento por lo mandado. Aunque, eso sí, no les hicimos el trabajo de campo que nos pedían, ni desvelamos los datos protegidos por la ley. Una cosa es encubrir y otra respetar la presunción de inocencia sin desvelar lo que no debemos hacer más que a la fiscalía y a nuestros tribunales eclesiásticos varios.
Siempre será debida la templanza, deseable actitud por nuestra parte para dar razón de nuestros actos en verdad y transparencia, y asunto distinto es la tibieza que nos amilana hasta el silencio de mordaza o la fuga asustadiza. Debemos ser más proactivos, denunciando los desmanes tramposos en informaciones sesgadas o falsas, y diciendo humildemente lo mucho y bueno que hacemos como comunidad cristiana, reconociendo errores, pidiendo perdón y acompañando a las víctimas sean quienes sean. Es valioso el compromiso libre y veraz que desde algunos editoriales y artículos aparecidos en El Debate y otros periódicos, así como el tratamiento que se ha dado a esta noticia en la cadena Cope y en Trece han ayudado a clarificar señalando la infamia.
Como cristianos, estamos implicados desde esa templanza proactiva, y no rehenes de la tibieza muda y ausente, para salir en defensa de las víctimas, asumiendo nuestra responsabilidad en lo que nos toca, pero instando a que la entera sociedad adopte también las medidas adecuadas: desde la noble política, la cultura verdadera y la educación sin ideología. Porque si se sigue permitiendo una falsa idea de la persona humana, incluso financiando con dineros públicos y programas gubernamentales el adoctrinamiento tóxico que destruye la antropología en su natural identidad masculina y femenina, o la imagen y la causa de la mujer utilizándola en las batallas del feminismo empoderado que no solo no erradican la injusta violencia machista contra ella sino que la agudiza, o la educación escolar con una perversa manipulación pornográfica y obscena que confunde y daña a los niños y jóvenes desde la ideología de género, seguiremos entonces dilapidando la herencia de siglos en la que con todos nuestros fallos hemos ido construyendo nuestra madurez humana, nuestra convivencia plural y nuestra conciencia moral con verdaderos valores. La sociedad así envenenada y confundida será más manipulable por quienes desde su amoralidad narcisista y falaz pretenden a toda costa perpetuarse en sus poltronas de poder.
No debemos consentir que se nos identifique con ese relato falso que desfigura la verdadera labor de la Iglesia. ¿Qué institución de las aludidas más arriba ha tomado con seriedad transversal cartas en el asunto? ¿Cuáles han creado oficinas de acogida y acompañamiento, han educado preventivamente a sus miembros, y han colaborado activamente con la fiscalía? Hemos de insistir que estamos ante un problema social de muchos perfiles y matrices, en el que como comunidad cristiana representamos el 0,2 o el 0,6 de su conjunto, y no el 99,8 o 99,4 que parece que no interesa desde una focalización que no es inocente a lo exclusivamente eclesial. No es aceptable la arbitraria imputación que nos expone solo a nosotros con tan poco porcentaje delictivo a toda una serie de medidas legales, fiscales, económicas y sociales. Lo cual no significa que lo que nos afecta debamos asumirlo, prevenirlo y acompañarlo de la mejor manera posible como estamos haciendo.
+ Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo
Publicado originalmente en El Debate.