Tenemos por delante un trimestre en el que se hablará mucho del número de víctimas y agresores, las interpretaciones de qué significan esas cifras y la construcción de un relato sobre lo sucedido.
Si uno compara las investigaciones similares que ha habido en otros países, puede observar con facilidad cómo muchos indicadores se repiten con frecuencia. Por ejemplo, la edad y el sexo de las víctimas o la condición de los agresores (ya sean sacerdotes, religiosos o laicos que trabajaban para la Iglesia).
En algunas de estas investigaciones no se ha facilitado el tanto por ciento de sacerdotes o religiosos abusadores, algo que resulta fundamental para valorar el alcance de la tragedia. Evidentemente no es lo mismo que el número de sacerdotes abusadores sea del 1%, del 4% o del 8%. Este dato es esencial para dar un contexto mínimo a las cifras, pues no es lo mismo 2000 casos de abusos en Estados Unidos que en Bélgica, un país con muchos menos sacerdotes y fieles católicos.
Hay dos aspectos que ninguna de las investigaciones llevadas a cabo en otros países ha analizado en su informe y me parece que son especialmente interesantes. La primera de ellas tiene que ver con hacer una sencilla clasificación de los casos en función de la veracidad que suscitan. Podría indicarse qué casos se consideran ciertos con seguridad, por ejemplo porque ha habido una sentencia condenatoria civil o canónica; después se añadirían los casos que se consideran probables, por ejemplo porque se han recibido varias denuncias; un tercer grupo lo formarían los casos posibles, por ejemplo porque solo se ha recibido una denuncia; por último, estarían las denuncias recibidas que se consideran poco creíbles.
El otro asunto que sería muy ilustrativo para poder comparar lo sucedido entre unos países y otros, tiene que ver con el modo de clasificar este tipo de delitos en el ámbito civil y criminológico. Las estadísticas que se realizan para clasificar los delitos sexuales distinguen cuatro grados principales: comentarios sexuales; visualización de contenido erótico; tocamientos; y, por último, violaciones. Evidentemente cualquiera de estos comportamientos es suficientemente grave como para que la Iglesia se tome muy en serio corregirlo, pero es importante señalar que si no se matiza la diferencia entre una palmada en el culo y una violación se pierden matices muy importantes.
Estas aportaciones a los estudios sobre abusos en nada minimizan la gravedad de lo acaecido en la Iglesia y el grave deber moral de ayudar a las víctimas, pero ayudarían a tener un mapa más preciso y facilitarían cuantificar qué tipo de delitos aumentan o disminuyen en los próximos años.