Probablemente ya se habrán enterado de que unas declaraciones del obispo Américo Aguiar han causado un gran revuelo. Aguiar es el obispo auxiliar de Lisboa, Portugal, y es el principal coordinador de la próxima Jornada Mundial de la Juventud. Además, acaba de ser nombrado cardenal por el Papa Francisco. Se trata, pues, de un hombre de peso, razón por la cual sus declaraciones han suscitado tanta atención. Comentó, en referencia a la reunión internacional que preside: «Queremos que sea normal que un joven cristiano católico diga y dé testimonio de quién es, o que un joven musulmán, judío o de otra religión tampoco tenga problema en decir quién es y dar testimonio de ello, y que un joven que no tiene religión se sienta bienvenido y quizá no se sienta extraño por pensar de una manera diferente.» La observación que suscitó más asombro y oposición fue ésta: «No queremos convertir a los jóvenes a Cristo ni a la Iglesia católica ni nada por el estilo». Sin embargo, admitiré que la observación suya que más me inquietó fue ésta: «Que todos entendamos que las diferencias son una riqueza y el mundo será objetivamente mejor si somos capaces de poner en el corazón de todos los jóvenes esta certeza», dando a entender que el desacuerdo fundamental en cuestiones de religión es bueno en sí mismo, de hecho lo que Dios desea activamente. Muchos católicos de todo el mundo se han sentido, por decirlo suavemente, desconcertados por las reflexiones del cardenal electo.
A raíz de la controversia, el obispo Aguiar, para ser justos, se ha retractado bastante de sus declaraciones, insistiendo en que sólo pretendía criticar la manera agresiva y amedrentadora de compartir la fe, que recibe el desagradable nombre de «proselitismo». (Debo decir que esta aclaración sigue sin explicar su directa afirmación de que no quiere convertir a los jóvenes a Cristo o a la Iglesia católica). Pero, por el momento, lo dejaré pasar y le tomaré la palabra. No obstante, me gustaría abordar una cuestión cultural más amplia que plantea su intervención, a saber, el simple hecho de que la mayoría de la gente en Occidente probablemente consideraría que sus sentimientos originales no son controvertidos.
Detrás de gran parte del lenguaje de tolerancia, aceptación y ausencia de prejuicios respecto a la religión está la profunda convicción de que la verdad religiosa no está a nuestro alcance y que, en definitiva, no importa lo que uno crea siempre que suscriba ciertos principios éticos. Siempre que uno sea una persona decente, ¿a quién le importa si es cristiano, budista, judío, musulmán o no creyente? Y si es así, ¿por qué no ver la variedad de religiones como algo positivo, una expresión más de la diversidad que tanto seduce a la cultura contemporánea? Y dado este indiferentismo epistemológico, ¿no sería cualquier intento de «conversión» nada más que una agresión arrogante?
Como vengo sosteniendo desde hace años, y al ritmo del consenso cultural actual, la Iglesia católica pone un enorme énfasis en la corrección doctrinal. Piensa con toda seguridad que la verdad religiosa está a nuestro alcance y que tenerla (o no tenerla) importa enormemente. No sostiene que «ser una buena persona» sea suficiente, ni intelectual ni moralmente; de lo contrario, no se habría pasado siglos elaborando sus credos con precisión técnica. Y, desde luego, sostiene que la evangelización es su labor central, fundamental y más definitoria. El mismo San Pablo dijo: «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1 Co 9:16); y el Papa San Pablo VI declaró que la Iglesia no es otra cosa que una misión para difundir el Evangelio. Ni San Pablo del siglo I ni San Pablo del siglo XX pensaron ni por un momento que evangelizar equivaliera a imperialismo o que la «diversidad» religiosa fuera de algún modo un fin en sí misma. Al contrario, ambos querían que el mundo entero quedara bajo el señorío de Jesucristo. Precisamente por eso, cada institución, cada actividad, cada programa de la Iglesia está dedicado, en definitiva, a anunciar a Jesús. Hace algunos años, cuando era obispo auxiliar en California, dialogaba con los miembros del consejo de un instituto católico. Cuando comenté que la finalidad de la escuela era, en última instancia, la evangelización, muchos de ellos se resistieron y dijeron: «Si hacemos hincapié en eso, alejaremos a la mayoría de nuestros alumnos y a sus padres». Mi respuesta fue: «Bueno, entonces deberían cerrar la escuela. ¿Quién necesita otra academia secular STEM?». Ni que decir tiene que nunca me volvieron a invitar a dirigirme a ese consejo. Pero no me importó. Cuando una institución, ministerio o actividad católica olvida su finalidad evangélica, ha perdido su alma.
Lo mismo ocurre con la Jornada Mundial de la Juventud. Una de las mayores contribuciones del Papa San Juan Pablo II a la Iglesia, la Jornada Mundial de la Juventud siempre ha tenido, ineludiblemente, un ímpetu evangélico. Al gran Papa polaco le encantaba que tantos jóvenes del mundo, en toda su diversidad, se reunieran en estos encuentros, pero si le hubieras dicho que el verdadero propósito del evento era celebrar la diferencia y hacer que cada uno se sintiera a gusto con lo que es, y que no tenías ningún interés en convertir a nadie a Cristo, habrías recibido una mirada para parar un tren.
Tengo programadas cinco ponencias en la Jornada Mundial de la Juventud de Lisboa, y me gustaría asegurar al obispo Aguiar que todas y cada una de ellas están pensadas para evangelizar.
Mons. Robert Barron
Obispo de Winona-Rochester (Minnesota, EE.UU)
Publicado en Word on fire