Al hilo de las informaciones actuales sobre los procesos de investigación abiertos a la Iglesia, desearía compartir varias reflexiones:
En primer lugar, recordar algo que es obvio: no es la Iglesia; en todo caso, para ser más preciso, habría que hablar de una injustificable y exigua minoría de eclesiásticos que se corrompieron. Hombres que traicionaron su identidad y se dejaron, no impregnar por el Evangelio, sino contaminar por ideologías mundanas vigentes en la actualidad, cuya esencia consiste en la degradación de la Libertad, que es la esencia del libertinaje rampante.
En segundo lugar, es responsabilidad de todos y en particular de la Iglesia, ir a la raíz del problema para que desaparezcan las consecuencias, cuyas causas son, entre otras: la banalización de la sexualidad convertida en mero objeto de consumo; la interpretación de la relación hombre-mujer como una especie de lucha de clases; «la entronización de una religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad» (Chesterton); una concepción perversa de la libertad, es decir, una libertad sin LOGOS, «enloquecida»; la identificación de lo legal con lo justo, como sucede en las «esplendorosas» y férreas dictaduras comunistas a las que, esperemos, nuestro país nunca retorne; la secularización de la Iglesia y de la sociedad. En definitiva, una «verdadera» revolución antropológica. Todo esto acaba cristalizando en un nihilismo corrosivo con toda la retahíla de consecuencias que trae consigo: proliferación de problemas de identidad, crisis de la familia, creciente adicción a la pornografía, enfermedades psíquicas, suicidios… Al tiempo que se produce un consumo creciente de antidepresivos, ansiolíticos y somníferos. Manifestaciones externas de una crisis estructural mucho más profunda.
En tercer lugar, recordar que el mejor servicio que puede prestar la Iglesia a la sociedad en general y, en particular, a las víctimas de eclesiásticos corrompidos por ideologías anti-evangélicas, es ser fiel a su identidad. Las personas que mejor reflejan la identidad de la Iglesia son los santos. Santos actuales y universales como S. Juan Pablo II, Madre Teresa de Calcuta, S. Pio de Pietrelcina. Ejemplo de mujeres, tales como Susana en el libro de Daniel o santa María Goretti que defendió su integridad hasta la muerte. Todos ellos y muchos más, son ejemplo para los jóvenes y para la sociedad actual. Es el mejor servicio que se puede prestar y el mejor modo de prevenir los abusos en todos los ámbitos, también en los ámbitos institucionales y sociales dependientes de la Administración Pública y, de un modo especial, donde más se producen: en la familia.
En cuarto lugar, es responsabilidad de todos y, por supuesto también de la Iglesia, evitar la instrumentalización de cualquier víctima por motivaciones espurias, convirtiéndolo en una cuestión en que, lo que se busca, no es la reparación de la misma, sino la desacreditación de la Iglesia.
En definitiva, muy sucintamente: No es la Iglesia, son eclesiásticos que se han corrompido. Del mismo modo que tampoco abusa la familia, abusa una persona concreta dentro de una familia. Resulta necesario y urgente revitalizar la genuina identidad de la Iglesia, que nada tiene que ver con ideologías que no son progresistas, sino involucionistas. Prevenir, semejante ofensa, es también apostar por una educación integral basada en una sólida antropología. Este es el mejor servicio que podemos prestar a las víctimas en orden a su reparación, sanación integral y el mejor modo de prevenirlo para el futuro. Todo ello acompañado del conveniente recurso a los Tribunales, cuya tarea fundamental es esclarecer los hechos en orden a la verdad, para impartir justicia, que es darle a cada uno lo suyo, para lo cual es fundamental que dicha justicia se mantenga inmune a cualquier presión ideológica con fines partidistas.