«Frater, memento mori», se decían los cartujos con voto de silencio una vez al año: «Hermano, recuerda que vas a morir». Y no son pocos los santos que se representan con una calavera en sus manos o que, como San Francisco de Asís, han escrito de la «hermana muerte» o, como Santa Teresa de Jesús, han declarado un anhelo por el Cielo con un «muero porque no muero» o un «deseo partir para estar con Cristo», en palabras de San Pablo.
Estos santos, acompañados de todos los religiosos que en sus celdas tenían solo una cama, un escritorio y una calavera, ¿eran los «emos» de sus épocas? Para nada: eran hombres que tenían una doble certeza: que esta vida terrena acaba, tiene su fin, y no sabemos cuándo llegará la hora menos pensada, la hora del encuentro con el amado Dios, la hora del Juicio; y que esa hora es para escapar de este valle de lágrimas y asaltar el Cielo y el gozo eterno.
Evidentemente, esta segunda certeza implica a su vez dos cosas: el permanente combate por la santidad y el solícito y constante ruego a Dios de morir en este estado de Gracia, porque no se trata de un pelagianismo.
Ahora, comparemos esta forma de vivir con las candidaturas políticas que prometen futuros ideales, utópicos e imposibles de alcanzar; llenos de mentiras, falsedades, espejismos, e hipocresías; financiadas por medios truculentos y promesas por debajo de la mesa. ¿Es acaso que no se puede mejorar este mundo con espíritu humilde y sensato?
No es que los santos que hemos mencionado se dieran al abandono de este mundo porque anhelaran la muerte: San Pablo se recorrió medio mundo conocido sin pausa y sin dejar de trabajar para anunciar a Cristo, san Francisco de Asís transformó incontables vidas, familias y ciudades enteras, Santa Teresa de Jesús reformó la Orden del Carmelo, con la cantidad de pleitos que eso le conllevó, en vez de dedicarse a su propia salvación y punto… O sea, que anhelar el Cielo no les hacía menos agentes de cambio de la sociedad, porque santificar su vida, justamente, significaba mejorar la vida del prójimo.
¿Y eso no es justamente lo que ha de buscar la política? Si ahora pensamos en San Fernando Rey de Castilla, San Luis Rey de Francia o santa Margarita Reina de Escocia; entenderemos que no eran políticos como los que mienten descaradamente por un año de gloria, que su trabajo en este mundo tenía que ser, en cada acto mínimo, perfecto, justo, honesto y saludable; porque podían morir cinco minutos después y se jugaban la salvación.
Los políticos que en su corazón tienen el mal menor como doctrina o que el fin justifica los medios, que desean el mal en aras de un supuesto bien mayor (que siempre es el bien que ellos mismos brindan, cual mesías), no pueden ofrecer realmente nada bueno para sus ciudadanos porque no pueden ofrecérselo ni a sí mismos. No es que la moral sea un criterio para la acción política, es que todo acto político es un acto moral, y es inseparable la forma de hacer política de alguien con su forma de vivir.
Hagamos que deje de ser un tabú decirlo: lo que el Perú necesita son políticos santos. Gestores, intelectuales y todo eso, por supuesto, pero santos. Santos al nivel de sonreír cuando les digas «memento mori» y que tengan la certeza de que si sucediera de inmediato, estarán haciendo el bien por su santidad y la de su entorno. Al final, nada de esto es novedad, y se resume en el Santo Temor de Dios que nos es otorgado por el Espíritu Santo, de quien procede toda santidad.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Su Sagrado Corazón!
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo