Las reflexiones que siguen derivan su origen de una coincidencia bastante curiosa. En los primeros días de abril de este año, en efecto, en la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Santiago de Chile se puso en movimiento un grupo de estudio sobre la controversia arriana.
En la primera reunión del grupo reflexionaron sobre la extraordinaria rapidez con la que la controversia suscitada por el presbítero alejandrino Arrio en el año 318 o 319 [d. C.], aparentemente reprimida con la condena de éste por parte de Alejandro (el obispo de la metrópoli), se difundió rápidamente en Palestina, y desde allí y en pocos años incendió todo el Oriente romano, obligando incluso al emperador Constantino a convocar un concilio ecuménico para resolverla. Aparentemente se trata sólo de un par de frases imprudentes sobre la relación del Hijo con el Padre, pero que pusieron al descubierto profundas diferencias doctrinales existentes en el episcopado, y desencadenaron una polémica evidentemente latente desde mucho tiempo atrás.
Ahora bien, justamente en esos mismos días de abril del 2016 se publicó la exhortación apostólica «Amoris laetitia», y poco tiempo después […] aparecieron las reacciones del cardenal Burke y las del cardenal Müller, y comenzó la polémica. No pasó mucho tiempo para comprender que el incendio que se estaba propagando rápidamente, justamente como en los tiempos de Arrio, era de vastas proporciones, a pesar de las modestas apariencias de basarse sólo en un par de notas imprudentes a pie de página, de las que el Papa afirmaba que ni siquiera las recordaba.
Me pareció entonces natural comenzar a hacer un parangón entre las dos crisis. […] En efecto, los dos momentos pueden ser vistos en analogía, porque en ambos casos muchos católicos perciben una intervención importante del magisterio como en conflicto con la doctrina anterior. Y además, en ambos casos se percibe un silencio ensordecedor de la jerarquía de la Iglesia Católica, naturalmente con sus excepciones.
En cuanto al contenido, las dos crisis son ciertamente diferentes. En el primer caso, el tema de la discordia es estrictamente teológico, referido al fundamento de la doctrina cristiana sobre el Dios uno y trino, mientras que en el segundo caso es teológico-moral, referido principalmente al tema del matrimonio.
Sin embargo, me parece que el elemento principal que acerca las dos crisis es el hecho que ambos afectan a un pilar del mensaje cristiano, que si es destruido el mensaje mismo pierde su fisonomía fundamental. […]
I. Paralelo entre las dos crisis, en los documentos doctrinales
Desde el punto de visto de los documentos doctrinales, el elemento paralelo que mayormente llama la atención es el carácter de ambigüedad presente en las fórmulas filo-arrianas de los años 357-360 d. C.
En efecto, […] la minoría filo-arriana, aun estando en el poder, no se arriesgó a proponer una posición que se opusiera muy claramente a la visión tradicional. No dice expresamente que el Hijo es inferior al Padre, sino que utiliza una expresión genérica, «semejante» al Padre, que podía prestarse a diversos grados de subordiacionismo. En síntesis, aun estando en el poder, la minoría filo-arriana intenta esconderse.
En modo análogo, la actual exhortación apostólica «Amoris laetitia», en el famoso capítulo VIII, no niega abiertamente la indisolubilidad del matrimonio, más bien la afirma explícitamente. Pero en la práctica niega las consecuencias necesarias que se derivan de la indisolubilidad matrimonial, pero lo hace a través de un discurso sinuoso y enrevesado, con formulaciones que abarcan una gama de posiciones diferentes, algunas más extremas, otras más moderadas.
Por ejemplo, dice que «en algunos casos» podría darse la «ayuda de los sacramentos» a las personas que viven en uniones «llamadas irregulares». No se dicen cuáles son estos casos, por eso a partir del texto pueden darse al menos cuatro interpretaciones, de las cuales las más restrictivas son obviamente incompatibles con las más amplias. Por claridad interpretativa, es entonces útil clasificarlas en base al distinto grado de amplitud, partiendo de la más restrictiva hasta la más extensa:
1. Sobre la base del principio de continuidad hermenéutica, la expresión «en algunos casos» debería interpretarse como referidos a los casos especificados en los documentos del magisterio vigente, como «Familiaris consortio», la cual dice que se puede dar la absolución y la comunión eucarística en esos casos en los que los convivientes prometen convivir como hermano y hermana.
Esta interpretación tiene desde ya un principio hermenéutico fundamental, el cual podría parecer irrefutable, pero esa interpretación está refutada por la nota 329, que afirma en forma explícita que justamente este comportamiento (es decir, la convivencia como hermano y hermana) sería potencialmente dañino, por eso hay que evitarlo.
2. «En algunos casos» puede interpretarse en sentido más amplio como referido a la certeza subjetiva de la nulidad del matrimonio anterior, suponiendo que por motivos particulares no es posible probarla en un tribunal.
En tales casos podría darse ciertamente que en el secreto de la conciencia no haya culpa en la nueva unión: esto podría ser visto, en el plano de la doctrina moral, en forma acorde con «Familiaris consortio». Pero se mantiene una diferencia fundamental en el plano eclesiológico: la Eucaristía es un acto sacramental, público, en el que no puede tomarse en consideración una realidad en sí misma invisible y públicamente incontrolable.
3. «En algunos casos» puede interpretarse, más ampliamente todavía, como referido a una responsabilidad subjetiva menor o también nula, debido a ignorancia de la norma, o bien a la incapacidad de comprenderla; o también a una «fuerza mayor», en la que alguna circunstancia especial puede ser tan fuerte como para «forzar» a una convivencia «more uxorio», que entonces no constituiría culpa grave; más bien, incluso, según el documento, el abandono de la convivencia podría hacer incurrir en una culpa más grave.
Aquí tenemos ya serios problemas también de teología moral. Ignorancia e incapacidad de comprender pueden limitar efectivamente la responsabilidad personal, pero parece incongruente, por no decir contradictorio, invocarlas en este discurso, en el que se habla de un itinerario y de un discernimiento «acompañado», los cuales son procesos que precisamente deberían culminar en la superación de esa ignorancia e incapacidad de comprender.
En cuanto a la fuerza mayor, no es para nada obvio, más bien es contrario a toda la tradición y a importantes pronunciamientos dogmáticos que ella pueda justificar el no cumplimiento de la ley divina. Es verdad que no se puede excluir a priori que pueda haber circunstancias particulares, en las que la situación puede cambiar la especie moral de un acto externamente igual, también consciente y voluntario. Por ejemplo, el acto de sustraer un bien a alguien no puede configurarse como hurto, sino como acto de un pronto socorro a una persona o como un acto directo para evitar un mal mayor. Pero aun suponiendo, sin concederlo, que esto pueda aplicarse al adulterio, lo que aquí impide decididamente una justificación de este género es el carácter de permanencia del comportamiento objetivamente negativo: lo que es justificable en un momento puntual, de emergencia, no puede serlo en una situación estable, conscientemente elegida.
De todos modos, se mantiene firme también el principio eclesiológico por el cual en ningún caso puede hacerse mágicamente visible a nivel público lo que por su naturaleza pertenece al secreto de la conciencia.
4. En la interpretación más extendida de todas, «en algunos casos» puede ampliarse hasta incluir a todos esos casos – que son además esos casos reales, concretos y frecuentes que todos tenemos en mente – en los que se da un matrimonio poco feliz, que fracasa por una serie de malentendidos e incompatibilidades y a los cuales les sigue una convivencia feliz, estable en el tiempo, con fidelidad recíproca, etc. (cf. AL 298).
En estos casos, parecería que el resultado práctico, en particular la duración y la felicidad de la nueva unión contra la brevedad e infelicidad de la anterior, puede interpretarse como una especie de confirmación de la bondad y, en consecuencia, legitimidad de la nueva unión. En este contexto (AL 298) se silencia cualquier consideración sobre la validez del matrimonio anterior y sobre la incapacidad de comprender y sobre la fuerza mayor. Y en efecto, cuando poco más adelante (AL 300) se pasa a considerar el tipo de discernimiento que deberá hacerse en estos casos, resulta todavía más claro que los temas en discusión en el examen de conciencia y en el arrepentimiento respectivo no serán otros que el buen o mal comportamiento frente al fracaso matrimonial y el buen éxito de la nueva unión.
Es claro aquí que el «arrepentimiento» que hay que considerar no se refiere en absoluto a la nueva unión en presencia de una unión legítima anterior; por el contrario, se refiere al comportamiento durante la crisis anterior y las consecuencias (no mejor precisadas) de la nueva unión sobre la familia y sobre la comunidad.
Es entonces evidente que el documento intenta ir más allá, tanto de los casos en los que se tiene certeza subjetiva de la invalidez del vínculo anterior, como también de los casos de ignorancia, de dificultad para comprender y de fuerza mayor o de presunta imposibilidad de cumplir la ley.
Ahora bien, es suficientemente claro que si la medida válida para juzgar la licitud de la nueva unión es, en última instancia, su éxito práctico, su felicidad visible y empírica, contra el fracaso y la infelicidad del matrimonio anterior – licitud que obviamente se supone para recibir la absolución sacramental y la eucaristía –, la consecuencia inevitable es que ahora el matrimonio anterior es considerado implícitamente, y también públicamente, sin efecto y, en consecuencia, disuelto: es decir, el matrimonio es disoluble. De este modo, en la Iglesia Católica se introduce de hecho el divorcio, mientras que se continúa afirmando de palabra su indisolubilidad.
Es también suficientemente claro que si el éxito del nuevo matrimonio basta para establecer su licitud, esto incluye la justificación prácticamente de todos los casos de nueva unión. En efecto, si se tuviera que demostrar que la nueva unión carece de éxito, no subsistirá el estímulo para justificarla y se pasará más bien a una unión ulterior, en la esperanza de un éxito mayor. Ahora bien, ésta y no otra es precisamente la lógica del divorcio.
De esto se puede luego deducir que la discusión sobre casos que podríamos llamar «intermedios», esto es, los situados entre la posición tradicional y la más amplia – que como hemos mostrado incluye de hecho todos los casos –, si por una parte permite a muchos, más moderados, reconocerse en una u otra gradación y, en consecuencia, puede tener un valor «tranquilizador», por el contrario, desde el punto de vista práctico termina por ser muy poco relevante. En efecto, en esencia y en líneas generales, el documento otorga carta blanca para resolver la gran mayoría de las situaciones reales con un criterio mucho más simple y en línea con la mentalidad dominante en nuestra civilización: en una palabra, está perfectamente en línea con la ideología del divorcio.
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Volviendo a nuestro paralelo, todo esto recuerda muy de cerca la política del emperador Constancio, al buscar una expresión suficientemente genérica que se propusiera mantener contentas a muchas posiciones diferentes. En la controversia arriana, el carácter genérico de la expresión «semejante al Padre según las Escrituras» encuentra una perfecta confirmación en el carácter genérico de la expresión «en algunos casos» que encontramos en «Amoris laetitia». En teoría, se lo puede reconocer en casi todas las posiciones.
En consecuencia, las situaciones resultan análogas también en cuanto al resultado práctico. De la misma manera que casi todo el episcopado del imperio aceptó la fórmula de Rímini-Constantinopla del 359-60 d. C., así también hoy la abrumadora mayoría del episcopado ha aceptado sin quejarse el nuevo documento, aún sabiendo que esto legitima de hecho una serie de posiciones incompatibles entre ellas, algunas de las cuales es manifiestamente herética.
Hoy en día muchos obispos y teólogos calman su propia conciencia afirmando, tanto en público como a sí mismos, que decir que «en ciertos casos» los divorciados que se han vuelto a casar pueden recibir los sacramentos no es de por sí erróneo y puede interpretarse, en una hermenéutica de la continuidad, como en línea con el magisterio anterior. Justamente de la misma manera los antiguos obispos pensaban que no era de por sí erróneo decir que «el Hijo es semejante al Padre según las Escrituras».
Pero en ambos casos, si bien en una y en otra fórmula tomada aisladamente se puede reconocer una amplia gama de posiciones, en el contexto de los respectivos documentos es muy claro que la posición ortodoxa, verdaderamente en línea con el magisterio anterior, es precisamente la que es netamente excluida. […]
En el caso de Amoris laetitia, esto se lleva a cabo:
- con la negación de la formulación de «Familiaris consortio» sobre la abstención de la convivencia «more uxorio» como condición del acceso a los sacramentos;
- con la eliminación de los límites netos anteriores entre certeza de la conciencia y normas eclesiológicas sacramentales;
- con la instrumentalización de los preceptos evangélicos de la misericordia y del no juzgar, usados para sostener que en la Iglesia no sería posible la aplicación de censuras generales a determinados comportamientos objetivamente ilícitos;
- y por último, aunque no menos importante, censurando duramente a quienes tuvieran la «mezquina» y «farisaica» pretensión de invocar normas jurídicas precisas para juzgar cualquier caso individual, que por el contrario debe ser rigurosamente dejado al discernimiento y al acompañamiento personal.
De este modo, aún con la buena voluntad de respetar un principio hermenéutico ciertamente válido – el de la continuidad con los documentos anteriores -, se corre el riesgo de olvidar otro principio todavía más importante y evidente: el del contexto inmediato en el que se formula una proposición.
Si se leen las afirmaciones particulares de Amoris laetitia no aisladamente, sino en su contexto, y el documento a su vez es leído en su contexto histórico inmediato, se descubre fácilmente que la «mens» general que lo guía es esencialmente la idea del divorcio, además de la idea hoy difundida de no plantear límites claros entre un matrimonio ilegítimo y una unión irregular. […]
II. Paralelo entre las dos crisis, en el desarrollo histórico
También se puede advertir un paralelo evidente desde el punto de vista del desarrollo histórico de la herejía arriana. Se asiste a su preparación durante la segunda mitad del siglo tercero; al hacerse pública, es condenada por el Concilio de Nicea, pero en Oriente, por el contrario, recibe un rechazo generalizado. Sin embargo, el rechazo de Nicea es más moderado en una primera fase, y el arrianismo verdadero y genuino es tolerado solamente como un mal menor, pero poco a poco esta tolerancia le permite retomar vigor, hasta que dadas las favorables circunstancias políticas llega al poder. Una vez alcanzado éste, siente sin embargo la necesidad de enmascararse: no se expresa en forma franca y directa, sino en una forma indirecta, apoyándose sobre la presión y la intimidación pública. Pero el hecho mismo de imponerse, aun cuando el arrianismo era una minoría, sobre una mayoría cobarde e indecisa, lo expone de todos modos a una refutación mucho más fuerte y clara por parte del sector más ortodoxo y consciente del episcopado que prepara, en forma gradual pero inexorable, la derrota definitiva en las dos décadas que siguen.
Análogamente, en el caso de la herejía actual, que a causa del nombre de su exponente principal podemos llamar «kasperiana», hemos asistido a una lenta preparación, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Se hizo pública y fue condenada en los documentos de Juan Pablo II (sobre todo en «Veritatis splendor» y «Familiaris consortio»). Pero desde un sector del episcopado y de la teología culta estos documentos fueron rechazados en forma más o menos abierta y radical, y la praxis ortodoxa fue omitida en amplias e importantes zonas de la catolicidad. Este rechazo fue tolerado ampliamente, tanto a nivel teórico como práctico, y desde allí adquirió fuerza, hasta que, dadas las circunstancias favorables, políticas y eclesiásticas, llegó al poder. Pero a pesar de haber alcanzado el poder, el error no se expresa en forma franca y directa, sino más bien a través de las no del todo claras actividades sinodales (2014-2015), y desemboca luego en un documento apostólico ejemplar por su tortuosidad. Pero el hecho mismo de haber llegado a aparecer en un documento magisterial suscita una indignación moral y una reacción intelectual mucho más fuerte y dinámica, y obliga a todo aquél que tiene los instrumentos intelectuales a repensar la doctrina ortodoxa, por una formulación todavía más profunda y clara de su parte, para preparar una condena definitiva no sólo del error puntual examinado, sino también de todos los errores vinculados a él, que llegan a incidir sobre toda la doctrina sacramental y moral de la Iglesia. Además permite, y esto no es poco, poner a prueba, reconocer y también reunir a los que adhieren verdadera y sólidamente al depósito de la fe.
Podemos decir que ésta es justamente la fase en la que nos encontramos en este momento. Recién ha comenzado y se preanuncia no privada de obstáculos. No podemos prever cuánto durará, pero debemos tener la certeza de la fe que Dios no permitiría esta gravísima crisis si no fuese para un bien superior de las almas. Será ciertamente el Espíritu Santo el que nos dé la solución, iluminando a este Papa o a su sucesor, quizás también a través de la convocatoria a un nuevo concilio ecuménico. Pero entre tanto, cada uno de nosotros está llamado, en la humildad y en la oración, a dar su testimonio y su contribución. Y a cada uno de nosotros ciertamente el Señor nos pedirá cuentas.
Claudio Pierantoni