A propósito de la contribución de Rodrigo Guerra López en "L’Osservatore Romano" del 23 de julio de 2016
Debo decir que el texto de mi amigo, el profesor Rodrigo Guerra, ha suscitado en mí un cierto malestar.
Me explico. El autor comienza su comentario a la exhortación apostólica «Amoris laetitia» recordando el debate que tuvo lugar en Cracovia luego de la publicación del libro de Karol Wojtyla, «Persona y acto». Participaron en el debate – deseado por el mismo Wojtyla – varios profesores, tanto de la Universidad Católica de Lublin, donde Wojtyla dirigía la cátedra de Ética, como de otros centros del pensamiento cristiano.
El que ha leído este debate se pudo convencer que el libro de Wojtyla había suscitado una seria discusión que se enfocaba sobre todo en los aspectos metodológicos y epistemológicos del intento de síntesis entre metafísica y fenomenología. El debate fue muy rico en matices y finezas filosóficas. Sostener, como hace Guerra, que los profesores de orientación tomista que tomaron parte en el debate no estaban habituados a volver a las cosas mismas y que se limitaron a «repetir un cierto canon de ortodoxia filosófica» no es solamente erróneo sino también injusto.
Algunos – recuerdo solamente a los grandes filósofos y amigos de Wojtyla, los profesores Mieczyslaw Albert Krapiec y Stanislaw Kaminski – renovaron profundamente el tomismo, dándole un corte metodológica y epistemológicamente maduro y moderno.
Por su parte, en su libro sobre el hombre – con un título elocuente en lo que se refiere al retorno a las cosas mismas: «yo, el hombre» – Krapiec incorporó diversos conceptos desarrollados por Wojtyla y su método de muchas maneras podría ser descrito como el pasaje del fenómeno al fundamento.
¿Se puede decir entonces, como dice Guerra, que todo ello – el método, el lenguaje, la propuesta – parecía insatisfactorio? La tesis según la cual para Krapiec y para su escuela la verdad es la adecuación de la inteligencia en santo Tomás tiene poco que ver con la realidad, pero tiene mucho que ver con los preconceptos del autor.
Por otra parte, es necesario agregar que Wojtyla mismo apreció profundamente la metafísica de santo Tomás. En efecto, no se puede comprender su filosofía del hombre sin los conceptos metafísicos fundamentales que provienen de la tradición de Aristóteles y de santo Tomás, y sería interesante hacer la lista de sus referencias a santo Tomás, sobre todo en la primera edición de su libro, todavía no «corregida» por los fenomenólogos.
También en su denominada «teología del cuerpo» Juan Pablo II expresa su admiración por la síntesis filosófica y teológica del Aquinate. Naturalmente, esto no quita que la desarrolla y enriquece a su modo, así como lo han hecho a su modo sus colegas tomistas de la Universidad de Lublin. Algunos de ellos me han enseñado filosofía y por eso me siento obligado a defenderlos contra los juicios despectivos de los que probablemente no se han tomado el trabajo de leer sus textos.
Pero mi comentario al texto de Guerra no es solamente de carácter histórico. También me parece deficiente su interpretación de Karol Wojtyla y de Juan Pablo II en el contexto de la discusión actual acerca del matrimonio.
Es verdad, como dice Guerra, que Wojtyla apreció y analizó «el rico mundo de la subjetividad y de la conciencia». Pero – según Wojtyla – al mismo tiempo la persona humana posee su dimensión objetiva.
Existe la verdad subjetiva de cada persona humana que se desarrolla en su historia, pero existe también la verdad objetiva sobre el hombre. Y existen también normas morales que expresan esta verdad objetiva.
No se trata aquí de «una acentuación unilateral de ciertos absolutos morales», sino precisamente de la expresión de la verdad objetiva sobre el hombre. El necesario discernimiento de los casos concretos no puede ir contra esta verdad, sino [que debe] buscar soluciones que no la pongan en duda.
Juan Pablo II ha dedicado la encíclica «Veritatis splendor» precisamente a la crítica de las teorías que rechazan los absolutos morales, reclamando el carácter concreto de cada situación y la irreductibilidad (también afirmada por él) de cada persona humana. Por el contrario, en su gran «teología del cuerpo» él analiza profundamente la verdad sobre el bien del matrimonio indisoluble, también como imagen y expresión de la relación fiel entre Cristo y la Iglesia.
No puede ser fiel – creativamente o menos - alguna interpretación que va directamente contra la intención, claramente expresada, del autor. Pero éste es el caso de Guerra.
Guerra dice: «Afirmar en modo tácito o explícito que cada situación ‘irregular’ es por definición pecado mortal y que priva de la gracia santificante a los que la viven es un grave error que no es acorde al Evangelio, a la ley natural y a la enseñanza auténtica de santo Tomás de Aquino».
Aunque demos por buena esta afirmación, podemos preguntar: ¿pero de dónde sabemos que una situación concreta y objetivamente irregular no comporta un pecado mortal? El profesor Guerra conoce bien la teología y sabe que según del Concilio de Trento ni siquiera en el caso de mi persona puedo decir con definitiva certeza que poseo la gracia santificante.
No podemos saber que otra persona no posea la gracia santificante y ni siquiera podemos saber que la posea. En esto el juicio está reservado a Dios. Por el contrario, lo que podemos conocer son nuestros actos externos. Podemos juzgar los actos externos y las situaciones externas y podemos decir que algunos actos y algunas situaciones son contrarios a esta comunión de Cristo con su Iglesia, la cual encuentra su expresión en la Eucaristía. No debemos recurrir al psicoanálisis para saber que la conciencia es manipulable. Justamente el juicio objetivo que se refiere a los actos externos nos puede ser de ayuda al juzgar también nuestra situación subjetiva, para tener la certeza moral que estamos en el estado de gracia santificante y no caer en el subjetivismo.
También yo, junto con el profesor Guerra, creo que «no existe una fractura en el magisterio de los últimos Pontífices». Los que sugieren la hermenéutica de la ruptura son por el contrario – y lamentablemente – autores como Guerra, también cuando la llaman «fidelidad creativa» (se puede abusar fácilmente del lenguaje – recuerdo que cuando yo era joven la dictadura era llamada en Polonia una «democracia popular»). Si allí donde se dice «A», ahora se dice «no-A», no tenemos que ver una continuidad sino precisamente una discontinuidad o una ruptura. Se puede justificar o no una discontinuidad de este tipo, esa es otra cuestión. Pero justamente no es continuidad.
En mi lectura del documento pontificio no he encontrado la afirmación que se debe abrir el acceso a la Eucaristía a las parejas denominadas irregulares – asumo que Guerra tiene en mente a personas divorciadas y que se han vuelto a casar. El Papa dice que tienen necesidad de acompañamiento, que no deben sentirse excluidas de la comunidad eclesial y se dice, en la nota 351, que tampoco debe faltarles la ayuda sacramental. Después se mencionan los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La afirmación no es clara. ¿De qué sacramento se trata? Si se trata de la Eucaristía, ¿bajo cuáles condiciones? Precisamente aquí es convocada la hermenéutica de la continuidad.
Leer el documento de Francisco con la hermenéutica de la continuidad con el magisterio de la Iglesia significa interpretar esta afirmación a la luz del magisterio anterior, el cual ya habló explícitamente de este problema. Pensemos en «Familiaris consortio», de Juan Pablo II, y en «Sacramentum caritatis», de Benedicto XVI. La «Familiaris consortio» propone a las personas que se han vuelto a casar un camino penitencial que puede abrir también el acceso a la Eucaristía, sin poner en duda la indisolubilidad del matrimonio (el camino de la penitencia que consiste en la renuncia a los actos sexuales que son propios del matrimonio legítimo). Nada en el texto del papa Francisco sugiere que él quiso cambiar esta enseñanza. Sugerir que este magisterio tan claramente declarado ha sido cambiado en una nota que requiere la interpretación me parece verdaderamente demasiado creativo.
Ciertamente, la visión del matrimonio y de la familia que Juan Pablo II nos dejó en herencia no prevalece en el «mainstream» de la cultura occidental. Pero al ir contra la corriente el Papa siguió el ejemplo de Cristo mismo. Cuando Cristo comenzó su anuncio del Evangelio del matrimonio y de la familia fue en contra de la praxis universalmente aceptada en su ambiente cultural. Más aún, cuando Jesús habla de la indisolubilidad del matrimonio los fariseos invocan la autoridad de Moisés, quien había permitido darle a la mujer el acta de repudio y de echarla (cf. Mt 19, 3). Es evidente que Cristo no consideraba esa praxis como criterio último de su enseñanza sobre esto, invitando a sus discípulos a volver al principio, es decir, al diseño original de Dios sobre el hombre, sobre el matrimonio y sobre la familia.
¿Es realista proponer esta visión también hoy, cuando muchos matrimonios no resisten la prueba del tiempo? El verdadero aggiornamento del cual habla el Concilio Vaticano II no consiste en imitar o asimilar la mentalidad que prevalece en este mundo, sino más bien en proponer con una fuerza renovada el mensaje del Evangelio en toda su radicalidad.
Juan Pablo II decía que la situación de hoy no pide ir más allá del Evangelio, sino volver al Evangelio. Por eso podemos asumir que el Papa de la familia repetiría hoy las mismas palabras con las que comenzó su pontificado: «No tengan miedo». No tengan miedo de anunciar el Evangelio de la familia en todo su alcance, con todas sus exigencias, con la convicción que en definitiva solamente él responde a las más auténticas exigencias del corazón humano.
P. Jaroslaw Merecki, SDS
Publicado originalmente en el blog de Sandro Magister
Traducción al español por José Arturo Quarracino, Temperley, Buenos Aires, Argentina.