Familia y fe. Son dos poderosos modos de pertenencia, uno natural, el otro sobrenatural. Pero ambas, también, son debilitadas por las fuerzas disolventes de nuestro tiempo. La reciente Exhortación Apostólica del Papa Francisco sobre la Familia, Amoris Laetitia, representa un esfuerzo para combatir esta tendencia. El documento afirma muchos aspectos de la enseñanza de la Iglesia Católica sobre el matrimonio, incluyendo su permanencia. Pero también busca aumentar el alcance de la discreción pastoral de modo que aquellos en situaciones “irregulares” puedan participar de modo tan pleno como sea posible en la vida sacramental de la Iglesia.
El esfuerzo por ser más pastoral caracteriza este pontificado. Francisco quiere enfatizar el poder del amor de Dios, incluso en circunstancias en las que hemos dudado, fallado y caído. Desafortunadamente, Amoris Laetitia participa más que resiste en las tendencias disolventes de nuestros tiempos. Se trata de una complicidad inconsciente, no hay duda. Pero podemos verlo en la manera en que la exhortación convierte el matrimonio en algo a lo que aspiramos en vez de en una realidad sacramental en la que podamos confiar. La Iglesia parece convertirse en un instrumento plástico de misericordia, no en un ancla estable.
Cuando el documento fue publicado, los periodistas se fijaron en el capítulo 8, “Acompañar, discernir e integrar la fragilidad”. Allí, Francisco aborda la controvertida cuestión de si aquellos en situaciones “irregulares” pueden recibir la Comunión, incluyendo a aquellos que se han divorciado civilmente y se han vuelto a casar, pero cuyo primer matrimonio no ha sido anulado.
Los comentarios sobre las implicaciones del lenguaje, a menudo técnico y a veces confuso, del capítulo han sido abundantes. Los canonistas y los moralistas han analizado lo que Francisco ha escrito de diversas maneras. Pero una cosa es clara: Francisco realiza un paso conceptual mal planteado. Para crear una atmósfera de flexibilidad y bienvenida, habla del matrimonio como de un “ideal” más que como de una realidad sacramental.
Esta estrategia convierte la permanencia misma en un ideal. El divorcio lo traiciona, por supuesto. Tal y como Francisco escribe, “debe quedar claro que este no es el ideal que el Evangelio propone para el matrimonio y la familia”. Es más, “de ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza”.
Parecen afirmaciones decisivas, pero no lo son. Volver a casarse después del divorcio es una “situación objetiva” que la Iglesia enseña que es un impedimento para la recepción de la Comunión. La razón es clara. La Iglesia no reconoce el divorcio civil y en consecuencia considera el primer matrimonio como aún existente. Así que el segundo matrimonio (si no hay nulidad) no es ningún matrimonio, sino más bien una relación adúltera.
Para evitar este juicio sumario basado en la “situación objetiva” del divorcio y del nuevo “matrimonio”, Francisco sugiere que lo que realmente importa es el “ideal”. Las preguntas clave se convierten en subjetivas, no objetivas. ¿Divorciado y vuelto a casar? Sí, esto presenta serias dificultades. Pero hay una salida (quizás). ¿Haces la penitencia apropiada por el fracaso pasado de estar a la altura del “ideal”, y ahora estás de nuevo comprometido con el “ideal” de un modo sincero? El discernimiento consciente de una persona sobre la respuesta a esta pregunta, sugiere Francisco, es lo que importa. La relación de uno con el “ideal”, determinado en “conversación con el sacerdote”, puede abrir la vía para un mayor discernimiento sobre “aquello que obstaculiza la posibilidad de una participación más plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer”.
¿Significará este proceso de auto-examen que los católicos divorciados y vueltos a casar recibirán la Comunión en ciertas circunstancias? El debate continúa, y es realmente importante. Sin embargo debemos concluir que la dimensión más importante de Amoris Laetitia se encuentra en el hecho de que Francisco adopta y afirma lo que la mayoría de nosotros experimentamos hoy en día. Esto no es de mucha ayuda. En nuestra cultura del divorcio, la permanencia es sólo un lejano ideal al que podemos aspirar. El matrimonio ya no es una institución sólida en la que podamos confiar.
Lo que es cierto para el matrimonio es también verdad para una gran parte de nuestra propia experiencia. Sufrimos una existencia crecientemente atomizada, fluida y vulnerable porque carecemos de instituciones en las que podamos confiar. Tenemos ideales de sobra, algunos bastante nobles. Pero tenemos poquísimos lugares estables en los que apoyarnos y pocos caracterizados por la permanencia fuera de toda duda.
En cierto punto, Francisco escribe sobre los “valores del Evangelio”. Se entiende el porqué. Hablar de valores es popular en nuestros días. Es una manera de señalar una aspiración moral sin centrarse en los problemáticos “no harás esto”. Junto a los ideales, los “valores” nos permiten imaginar una perspectiva moral sin ley, un fracaso moral sin vergüenza y un discernimiento moral sin juicios negativos.
Esto explica porqué nuestra época terapéutica está repleta de ideales y valores. Los encontramos en las definiciones de la misión de las universidades. Las empresas pregonan orgullosamente sus valores y el “idealismo” se convierte en un instrumento de marketing. Compra estos zapatos o esa pasta de dientes, y la Compañía X hará una contribución para erradicar la polio, plantar un árbol o llevar la conexión a internet a África. Es un peligroso paso en falso para la Iglesia el meterse en el negocio del marketing de ideales y valores.
Parménides fue uno de los pensadores griegos que aparecieron antes de Sócrates. Su tarea filosófica se le reveló cuando la diosa Justicia le susurró al oído: “aférrate a lo que es y no puede no ser”. “Únete a lo permanente” fue su mensaje. Esto es precisamente lo que un hombre y una mujer buscan cuando hacen sus votos matrimoniales. Desean una alianza que sea y no pueda no ser.
Este deseo es de una realidad, no de un ideal. Por esta razón, la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, por muy estricta que sea para los estándares de nuestro tiempo, es una buena noticia, un evangelio en un sentido que los ideales y los valores jamás podrán serlo. Somos criaturas finitas, a menudo socavadas por nuestros propios deseos deformados y malas elecciones, y siempre vulnerables ante el sufrimiento y la muerte. El sacramento del matrimonio nos ancla, fundiendo nuestras frágiles vidas con algo que no será erosionado, que no nos fallará o nos traicionará, incluso si nosotros lo traicionamos. Rechazar el divorcio, como la Iglesia Católica ha hecho, es asegurarnos que la permanencia en el matrimonio no es un elusivo ideal, sino una realidad accesible.
Francisco juzga mal nuestra época. Parece que piensa que estamos encerrados dentro de rígidas instituciones y machacados por sistemas legalistas. En mi opinión, la situación es la contraria. Vivimos en una época disolvente. El problema no es que el divorcio sea juzgado severamente. El problema es que los jóvenes experimentan el matrimonio como una institución frágil, incapaz de protegerles del implacable flujo de la vida.
Esto es parte de la vida sin una herencia segura. Se puede confiar en muy pocas instituciones hoy día. La corriente sin fin de poder y dinero gobierna nuestro fluido mundo. Cualquier permanencia que sea posible hoy depende de compromisos personales inalterables, una terrible carga para cualquiera con suficiente autoconocimiento para reconocer lo voluble que es nuestra naturaleza caída. Es una triste ironía que Francisco gravite hacia nociones como “valores” e “ideales”. Son parte del kit de herramientas contemporáneo para disolver las verdades permanentes. Sirven al ideal central de nuestro tiempo: el individuo solitario navegando por su cuenta hacia sus propios fines.
San Agustín observó que todos somos peregrinos en este mundo, caminando hacia nuestro hogar en el cielo. Pero no pensaba que estuviéramos solos y sin hogar. En Cristo, Dios se hizo hombre, no un ideal. Sus sacramentos hacen real lo que significan: no simbolizan valores. Su Iglesia es una “situación objetiva”, una civitas con su propio culto, ritos y leyes.
El papa Francisco habla a menudo y con elocuencia sobre “acompañamiento”. Mientras que tantas otras instituciones ceden en nuestros disolventes tiempos, el mayor regalo de la Iglesia es acompañarnos con una tenaz donación, una inflexible permanencia.
R.R. Reno
Publicado en el número de Junio-Julio de First Things
Traducido para InfoCatólica Por Jorge Soley