La nueva proyección del culto iconográfico

No deja de ser alentador, hoy en día, ver, tanto las orientaciones del magisterio de la Iglesia, como el interés de las instituciones, cofradías, asociaciones e, incluso, medios de comunicación católicos, por promover, fomentar y defender el culto iconográfico.

«Las imágenes sagradas, por su misma naturaleza, pertenecen tanto a la esfera de los signos sagrados como a la del arte» (Dir 243). Así lo vimos en todo este proceso histórico y, últimamente, en las imágenes de la contrarreforma. Ante la monotonía reiterativa del barroco, el estilo neoclásico impone un talante nuevo, elegante y evocativo de formas clásicas. La belleza y la serenidad expresiva de sus obras harán que sea éste uno de los estilos más extendidos por los ámbitos de influencia europea.

El gusto por las esculturas sin policromar rompe con la tradición de las imágenes destinadas al culto religioso. Pero en las circunstancias en que se producen estas diferencias, más que de un choque frontal hemos de hablar de una bifurcación artística. Como consecuencia del racionalismo y de la ilustración, el arte y la fe avanzan por caminos distintos: las imágenes de culto por un lado y el estilo neoclásico al margen de la fe, por otro. La frase «Los grandes artistas no pasan por el santuario» indica hasta qué punto los más destacados artífices neoclásicos son indiferentes o agnósticos.

En general la escultura, impuesta desde las recién creadas Academias, busca nuevos campos de belleza. Artistas como el veneciano Antonio Canova, que se considera iniciador de la escultura neoclásica, o el danés Berthel Thorwaldsen partidario de los modelos griegos, se dedicaron principalmente a retratos y temas mitológicos. Por esta razón, resultan significativas en el campo iconográfico, las estatuas de Cristo y de los apóstoles que éste último, Thorwaldsen, realizó por encargo, en 1818, para la iglesia de Nuestra Señora de Copenhague. De ellas, es especialmente notable la de Jesucristo que, como un Pantocrátor solemne y majestuoso, preside el ábside de la capilla mayor.

Desde fines del siglo xviii y durante el xix, la iconografía religiosa, en una sociedad secularizada y carente del apoyo social de los siglos anteriores, entra en un período de franca decadencia. El clasicismo romántico, subyacente al estilo neoclásico, despliega una línea nostálgica del pasado medieval, prolongada en la pintura religiosa de los nazarenos y los prerrafaelistas como reacción al arte posromántico de la época.

La temática de las imágenes de culto, a pesar de las devociones que predominaron en las instituciones religiosas fue incapaz de renovarse: los temas iconográficos de la Purísima y de la Asunción estaban ya resueltos antes de su definición dogmática. El impulso religioso de Lourdes no inspiró la originalidad iconográfica que se esperaba. Y la devoción al Sagrado Corazón, promocionada por los jesuitas después de las apariciones al P. Hoyos (de reciente beatificación), no consiguió que su proyección en el arte se sustrajera a una relevante configuración visceral.

La repetición de imágenes buscando el realismo sentimental dio lugar a un arte «fosilizado» y carente de imaginación creativa. Devaluado el sentido de la imagen, su significación religiosa se desarrolla sobre el simple recuerdo alegórico. Cuando a fines del siglo xix, en reacción contra el positivismo experimental, aparece un nuevo modo de interpretar el mundo circundante, la iconografía convencional de la Iglesia, enrocada en la pervivencia del pasado, subsiste al margen de este simbolismo revitalizador.

La situación actual  fue resumida por el papa Benedicto XVI con estas palabras: «La Ilustración marginó a la fe en una especie de gueto intelectual y social; la cultura actual le dio la espalda y tomó otro camino, de modo que la fe o bien se ha refugiado en el historicismo –en la imitación de lo pasado–, o bien ha intentado adaptarse, o bien se ha dejado llevar por la resignación y la abstinencia cultural, lo cual ha conducido a una nueva iconoclastia que, a menudo  se llegó a considerar como un mandato del concilio Vaticano II». Todos hemos conocido esa ola iconoclasta postconciliar.

En España, la figura moralizante de Carlos III, acepta la reglamentación neoclásica no sólo como moda artística, sino también como un estilo de vida cortesana y ciudadana. La autoridad monárquica intenta sanear también las demás instituciones, civiles y eclesiásticas, del resquebrajamiento moral de la etapa anterior. Los protectores de las artes y los literatos con sus discursos académicos cooperan en el impulso de regeneración tomando como núcleo central la belleza en todos sus aspectos.

En este sentido hemos de reconocer la importancia que tuvo, Anton Raphael Mengs, protegido de Carlos III, con la publicación de su obra Reflexiones sobre la belleza y el gusto de la pintura, traducida al castellano por su amigo y embajador español en Roma José Nicolás de Azara. La preocupación de ambos por la belleza ideal patrocina la publicación de la obra La belleza ideal, del ex jesuita español Esteban de Arteaga. En sus investigaciones filosóficas sobre la belleza, Arteaga retorna a los antiguos conceptos platónico-aristotélicos cooperando así al proceso neoclásico.

Como novedad, ahora nos encontramos con que los principales clientes de los artistas no son ya las instituciones religiosas, sino las entidades civiles preocupadas en la ornamentación de calles, plazas y edificios públicos. Una de las principales causas, de esta tendencia sería el impulso dado al neoclasicismo por la Real Academia de Bellas Artes de S. Fernando de Madrid, donde los temas escultóricos se inclinan por los valores del espíritu cívico, como en el caso de Álvarez Cubero y Esteban de Agreda.

La traducción del latín al español del tratado de iconografía que había publicado el mercedario, profesor de Salamanca, fray Juan Interián de Ayala, apenas afectó al culto iconográfico, a pesar de la erudición y espíritu crítico del autor. Porque, igual que la de otros teóricos (Palomino, Preciado de la Vega, Rejón de Silva, Winckelmann, y los ya citados Mengs, Azara y Arteaga), su intención era establecer los fundamentos de la nueva visión estética del arte.

A pesar de todo, las imágenes españolas no podrán olvidar fácilmente la tradición en la que se había desarrollado la fe de los pueblos. Y aunque el triunfo del neoclasicismo va a significar la práctica desaparición de la madera policromada en las esculturas oficiales de las grandes ciudades, los encargos a los escultores provinciales permanecen fieles a la imaginería en madera. De este modo, el gusto por la iconografía tradicional hará que algunos talleres realicen obras de carácter religioso, vinculadas al espíritu del barroco tardío. Normalmente se trata de obras muy mediocres debido al rechazo de los profesionales ante la baja calidad de los encargos para el culto religioso.

De cualquier forma que se vea, opina Plazaola, «ésta es época de absoluta decadencia para la escultura sagrada española». A pesar de todo, el movimiento expresionista no dejó de producir algunas imágenes procesionales superando, con cierta tensión emotiva, la frialdad religiosa hacia la que había derivado el gusto iconográfico.

Con la aparición de las vanguardias en Europa, la figura humana va a ser objeto de profundas transformaciones. En la primera mitad del siglo xx, las imágenes religiosas reciben nueva savia de espiritualidad inspirada en los aires emotivos de las demás artes y de la literatura: el bilbaíno Quintín de Torres y el compostelano Francisco Asorey, dedicados a la iconografía policromada, son ejemplos periféricos de esta regeneración. Por otra parte, la influencia del arte abstracto, suavizado por la nueva figuración, tratará de representar los problemas más acuciantes del momento con cierta figuración sin un significado concreto. Pero las cofradías continuarán ancladas en la tradición de las imágenes procesionales de fuerte dramatismo expresivo.

El culto iconográfico que, en general, languidecía en multiplicidad de imágenes y novenas, repitiendo elementos de devoción sentimental, se vio en cierto modo saneado hasta la primera guerra mundial por la reforma litúrgica de S. Pío X, que redujo las fiestas de los santos, equilibrando las devociones con una particular atención a santificar el domingo y resaltar el culto eucarístico.

Después del frenazo artístico de la guerra civil española y de la segunda guerra mundial, la Iglesia, sobre todo en España, necesitada de obras de arte, destruidas durante la guerra, se preocupó por la recuperación de las imágenes cultuales y del arte sacro en general. Pero la iconografía sufre el zarpazo de la escayola y de la producción industrial. Las imágenes de pacotilla, ofertadas a buen precio sustituyen el esfuerzo personal de los maestros imagineros, por la fabricación en serie de los talleres comerciales. Pero gracias a las orientaciones litúrgicas, iniciadas ya por Pío XII y continuadas por sus sucesores, a se fueron superando algunas deformaciones.  

El concilio Vaticano II recomienda que «se mantenga firmemente la práctica de exponer en las Iglesias imágenes sagradas a la veneración de los fieles; hágase, sin embargo, con moderación en el número y guardando entre ellas el debido orden» (SC 125). Y al mismo tiempo advierte de que «los clérigos, mientras estudian filosofía y teología, deben ser instruidos también sobre la historia y evolución del arte sacro» (SC 129). El papa Juan XXIII, que convocó el concilio, habló incluso del carácter «cuasi-sacramental» del arte sacro como vía para dispensar los prodigios de la gracia.

Su sucesor Pablo VI, dirigiéndose a los artistas italianos reunidos en la Capilla Sixtina en 1964, reconociendo hasta qué punto la Iglesia había dejado de liderar el rumbo de las artes les decía: «Tenemos necesidad de vosotros […] Tenemos que volver a ser aliados». Y Juan Pablo II se preguntaba: «Dónde residen las mutuas relaciones y puntos de contacto entre la Iglesia y el arte» y el mismo se contestaba diciendo que en ese «fecundo diálogo que no se ha interrumpido nunca» (Munich 1980).

No deja de ser alentador, hoy en día, ver, tanto las orientaciones del magisterio de la Iglesia, como el interés de las instituciones, cofradías, asociaciones e, incluso, medios de comunicación católicos, por promover, fomentar y defender el culto iconográfico. Y en esta acción unitaria, impulsada sin duda por el soplo del Espíritu, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, publicó un Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, basándose en la sana doctrina de la Iglesia, para orientar la piedad popular hacia la integración en la vida litúrgica. Porque «la veneración de las imágenes, si no se apoya en una concepción teológica adecuada puede dar lugar a desviaciones. Es necesario, por tanto, que se explique a los fieles la doctrina de la Iglesia, sancionada en los concilios ecuménicos y en el Catecismo de la Iglesia católica» (Directorio nº 239b).

 El Papa actual, Benedicto XVI dice que Occidente, a pesar de los problemas no puede renegar de la tradición del culto iconográfico. Y si quiere recuperarse «tiene que hacer suyas las conclusiones del séptimo concilio ecuménico, el segundo de Nicea, que reconoció la importancia fundamental y el lugar teológico de la imagen en la Iglesia». En el tema titulado «Declaraciones conciliares acerca de las imágenes», hemos expuesto el texto de estas definiciones. A esas «declaraciones» nos remitimos.

Juan Pablo II daba un paso más al dirigir no sólo a los católicos, sino también a «nuestros hermanos ortodoxos, una invitación a recorrer juntos el camino de la tradición de la Iglesia no dividida, para examinar de nuevo, bajo su luz, las divergencias que tanto siglos de separación han acentuado entre nosotros, y así encontrar, según las oración de Jesús al Padre, la plena comunión en la unidad visible» (Carta apostólica en el XII centenario del Concilio II de Nicea). ¡Magnífico gesto en favor de la unidad cristiana!

Y con esto, damos por terminados los artículos sobre el fundamento y el proceso del culto iconográfico. Decididamente, la iconoclasia no es una opción de la Iglesia desde el momento en que las imágenes sagradas forman parte del mensaje de salvación.

 

Jesús Casás Otero, sacerdote

 

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4 comentarios

José
VIVA EL OPUS DEI!!!
5/06/10 12:21 AM
Estupendos artículos D. Jesús. Creo que muchas personas le debemos mucho por la claridad con que ha mostrado que la inconografía no es algo del pasado.. sino que es presente y futuro. Futuro, que tal como indica, sería maravilloso caminar junto con los hermanos ortodoxos.

Dios le bendiga :)
5/06/10 8:51 PM
Jesús Casás Otero
A José

Si se refiere a mi, me ha dejado un poco descolocado, porque yo no soy del Opus Dei, ni de ningún otro instutito u orden religiosa. Únicamente Sacerdote Diocesano y Capellán Militar en situación de retiro y con cerca de cuarenta años de servicio.
Si alguna influencia se me nota será la de los Jesuitas, digo yo. Con ellos estudié la licenciatura en teología y, estando ya en situación de reserva militar, pude hacer el doctorado. De todas formas muchas gracias. Tengo muy buenos compañeros del Opus; con alguno ya lo he comentado, como una anécdota más de tantas que he tenido en la vida.

Un saludo afectuoso, josé
7/06/10 7:51 PM
Jesús Casás Otero
A Miserere mei Domine

Creo que sintonizamos perfectamente en que una futura reactición del culto iconográfico pasaría por volver a recuperar el sentido de sacralidad que se mantiene en la Iglesia oriental.
La unidad de los cristianos sería beneficiosa para todos, porque ganaría la Iglesia de Cristo cuya misión es ser signo del reino de Dios en el mundo
Oremos por la unidad.

Cordialmente en Cristo
Jesús Casás
7/06/10 11:26 PM

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