Jesús no nos dejó un libro, sino su propia Persona viva. El cristianismo no es «religión del libro», sino de la Palabra encarnada, transmitida en la Tradición y la liturgia, no en un código escrito autosuficiente. Cuando la fe se ata a la letra –como en las religiones del libro– se abre la puerta al integrismo. El catolicismo, si es fiel a su esencia, es precisamente el antídoto contra ese desvío.
Hace unos días se emitió un programa del padre Gabriel Calvo Zarraute que llevaba el siguiente título: «¿Se puede ir al Cielo sin necesidad de leer la Biblia?». La respuesta era contundente e inmediata: desde luego que sí, y luego venía su explicación, magistral.
El vídeo del pater me hizo reflexionar sobre el hecho de que quizá no hayamos dado la suficiente importancia al hecho de que Jesús no nos dejó ningún texto escrito. La única escena en que Jesús «escribe» nos la cuenta san Juan en su capítulo 8, cuando Nuestro Señor se puso a escribir con el dedo en el suelo mientras recomendaba a escribas y fariseos aquello de mirarse al espejo antes de arrojar la piedra. Pero sería ciertamente abusivo considerar esto un texto.
De hecho, Jesús ni siquiera pidió a sus discípulos que escribiesen por él.
Lo que sí les mandó de manera explícita y en diversas ocasiones es que fueran ellos mismos testimonio de su venida al mundo y proclamasen su Palabra de viva voz: «Por el camino proclamad que el Reino de los cielos está cerca» (Mt 10, 7); «Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas» (Mt 10, 27); «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15); «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes… enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20); «…y que se predicase en su nombre la conversión… Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24, 47-48); «Y los envió a anunciar el Reino de Dios y a curar a los enfermos» (Lc 9, 2); «El que os escucha, a mí me escucha; el que os rechaza, a mí me rechaza…» (Lc 10, 16), y ya después de la Pascua, en clave de misión: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo… y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
Todos estos versículos subrayan que el modo fundamental de transmisión de la fe es la proclamación viva. Jesús no mandó escribir su doctrina, sino transmitirla (del latín tradere), y de esa Tradición apostólica nacieron, inspirados, los escritos. Como explicó san Pablo a los romanos, «la fe viene de la predicación» (Rom 10, 14-17).
Pero lo anterior no señala sólo una preeminencia de la palabra hablada sobre la escrita, o de la precedencia de la Tradición sobre la Escritura que nace en su seno. Hay algo todavía más relevante: si Verbo no nos dejó un manual escrito es porque nos dejó a Sí mismo, encarnado: «Verbum caro, panem verum, verbo carnem efficit», por decirlo con esos preciosísimos versos del mismo himno en el que santo Tomás dejó también meridianamente claro que el Antiguo Testamento debía ceder paso al Nuevo («et antiquum documentum novo cedat ritui»).
Esa encarnación de Jesucristo, acontecimiento fundamental en la historia de nuestra salvación, no hizo pasar a la humanidad desde unas palabras hasta otras palabras, sino de las palabras a la Palabra; al igual que tampoco reemplazó un templo de piedra por otro de piedra, sino por un nuevo templo construido con la sangre y la carne del Salvador.
Por eso el cristianismo no es una «religión del libro».
Romano Guardini lo expresó con extraordinaria lucidez: en el centro del cristianismo no hay una idea ni un conjunto de normas, sino una Persona, Jesucristo. Tal es su esencia. Su doctrina, su moral y su culto se realizan en Cristo, y no hay doctrina (lex credendi), ni moral (lex vivendi), ni culto (lex orandi) que sean cristianos si no se enraízan y expresan en Cristo. Si el centro es Alguien vivo, no se puede poner el texto por encima de la relación con Él que se da en la Iglesia. La Biblia es testimonio inspirado de la Palabra viva que resuena en la Tradición y en la liturgia, pero si falta ese humus, la Escritura puede convertirse en letra muerta. En esa misma «letra» que fue la seña de identidad del tipo de religión que Cristo vino a derrumbar, una «letra» que mata frente a un Espíritu que vivifica, como dirá san Pablo (Corintios 3, 6), una «letra», en fin, que es sinónimo del judaísmo farisaico que condujo al Señor a la cruz.
En tiempos de promoción del diálogo interreligioso es muy importante tener esto presente, porque esa esencia del cristianismo aquilatada por Guardini es precisamente la que lo convierte en la única religión verdadera.
E importa asimismo marcar claramente una distancia saludable con las religiones del libro porque la derivada política es crucial. La superioridad teológica del catolicismo se traduce en superioridad política: si se olvida que la esencia del cristianismo es una Persona, y no un texto, se desdibuja la frontera entre teocentrismo y teocracia.
En efecto, cuando una tradición se auto-comprende primariamente desde un texto idolatrado como código cerrado, sin una instancia visible y universal de interpretación viva, se abre la puerta al peligro integrista. Ya sea desde la Biblia reformada, desde el Corán y su sharía o desde la Torá y Halajá, cuando una comunidad convierte la Escritura en fetiche, desgajándola de la Tradición y de la liturgia real de la Iglesia, y atando su vida a una lectura estricta de la letra revelada, lo que se revela en esa comunidad es la tentación totalitaria. Y esa es la condición de posibilidad para que la religión se convierta en una malla con derivaciones integristas, presión sobre las conciencias y escaso margen para una verdadera responsabilidad personal ante Dios. Es decir, justamente el escenario del que nos apartó nuestro Señor con su venida.
Gracias a Dios, en el catolicismo, ese integrismo sólo puede darse por corrupción de su esencia.
La Tradición viva mantiene alejado ese peligro de absolutizar el texto como norma autosuficiente, abriendo espacio a la libertad y al discernimiento. El cierre al misterio, la pretensión de totalizar el sentido, y la pérdida de la dimensión simbólica y participativa de lo religioso son los elementos que Voegelin identificó como síntomas del descarrilamiento gnóstico. El catolicismo nos protege contra ese desvío porque nos enseña que la Verdad no está en las palabras, sino que es una Palabra; no está en un texto, sino que es una Persona, Jesús, a quien debemos imitar. Un Verbo divino que escogió, además, como forma privilegiada de enseñanza la parábola, es decir, el lenguaje simbólico que ilumina todo sin agotarlo, abriéndonos a participar del misterio sin pretender dominarlo, poseerlo ni clausurarlo.
El mundo necesita una Iglesia que no rebaje su confesión a un mínimo común religioso. La caridad hacia judíos, musulmanes o protestantes no consiste en disimular lo que nos distingue como única religión verdadera, sino en ofrecer con divina misericordia aquello que no nos pertenece y nos ha sido revelado. Renunciar a la verdad en nombre del encuentro sería, justamente, perder el encuentro. Y ante eso cabe decir, sencillamente, non possumus.







