Génesis 2,18-25: Es indudable que si quiero conocer cuál ha sido el origen de la Humanidad y cómo se ha realizado éste lo mejor es dirigirse a un libro de Ciencias, pero nos encontramos sin embargo con que también la Biblia tiene en sus dos primeros capítulos narraciones sobre el origen del ser humano de enorme interés. La Biblia se inicia con los dos relatos del Génesis sobre la creación del hombre y de la mujer, con intervención directa de Dios en la formación de la primera pareja humana. Está claro en ellos que, aunque ambos tengan la misma naturaleza, la diferencia entre los dos sexos también ha sido querida por Dios. Lo que fundamentalmente nos interesa del Génesis es su mensaje religioso, muy importante para la doctrina general sobre la sexualidad y el matrimonio, siendo un dato común de estos dos textos el que ambos, sexualidad y matrimonio, quedan instituidos antes del pecado, por lo que son un don de Dios, y por tanto buenos, lo que contradice toda doctrina que intente ver en la sexualidad un origen maligno o la dimensión pecaminosa e inconfesable del hombre.
La narración más antigua, Gén 2,18-25, pertenece al documento yahvista del Pentateuco. Ya en el versículo 7 se nos narra la creación del varón. Modelado por Dios, surge del polvo de la tierra, pero recibe el espíritu de vida. Luego encontramos en esta narración: “Y se dijo Yahvé Dios: No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él” (Gén 2,18). El hombre tiene conciencia de su soledad porque se siente diferente y superior a los animales, en los que no logra encontrar “una ayuda adecuada para sí” (Gén 2,20). La necesidad de superar esta soledad le abre hacia la relación y comunión interpersonal, que se le hace posible con la creación de la mujer, un ser con el que comparte naturaleza, diciéndosele ya desde el primer momento al varón que tiene que comunicarse y amar a su mujer, pues se le manda unirse a ella para superar su aislamiento, estando la diferencia sexual en el origen de su mutua atracción, entrando así el matrimonio desde el principio en el plan de Dios, y constituyendo amar y ser amado el sentido de nuestra vida.
“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne” (Gén 2,24). Este versículo supone una unión estable y profunda. El misterio de la masculinidad y feminidad, los dos modos de ser de la persona humana, tiene que ver con la relación mutua, la reciprocidad sexual, el equilibrio afectivo, la comunión personal, para lo que se precisa una cierta diferencia, en la que la separación llama a la unidad y la unidad supone la separación que hace posible la comunicación y el lenguaje, pero que conlleva la unidad de naturaleza o de la carne, donde incluso estando desnudos, no sienten vergüenza ni de sí, ni del otro (v. 25). Las exigencias legítimas de la sexualidad, es decir la reciprocidad y la entrega mutua en armonía, se integran en un proceso de humanización, que empuja al hombre y a la mujer ya adultos a abandonar su medio familiar originario, a fin de alcanzar su realización y una satisfacción adecuada a sus deseos.
Es decir, la unión del hombre y de la mujer es en sociedad personal (“ayuda semejante a él”), profundísima (“dejará el hombre a su padre y a su madre”) e íntima (“vendrán a ser los dos una sola carne”), palabras éstas que encierran el ideal y la ley del matrimonio según las intenciones divinas, como afirmará Jesús en el NT (Mt 19,3-8), siendo este texto tanto más significativo cuanto que escrito en una sociedad donde poligamia y divorcio estaban legalmente reconocidos. La palabra carne significa aquí el ser humano entero, la “persona”, representada y manifestada por su apariencia exterior. Dado que lo que da sentido a la vida humana es el amor, este texto nos dice que amarse es la fusión de dos personas en una para perfeccionarse mutuamente. Se trata por tanto de la comunión más íntima posible de pensamiento, voluntad y amor, que se realiza exclusivamente entre un hombre y una mujer, quedando descartados según nos dice Cristo (Mt 19,6) el divorcio y la poligamia. Pero también éste “una sola carne” se realiza en los hijos, cuya carne es fruto de ambos, en una unión indisoluble.
Está claro, en consecuencia, que la mujer es igual al hombre, de su misma naturaleza y sangre (si bien esta narración al poner que Dios crea directamente al hombre y a través de él a la mujer pudo ayudar a la consideración que la mujer es inferior al hombre, aunque tal vez encierre el simbolismo de que el ser humano ha sido creado para el otro: el varón para la mujer y la mujer para el varón, buscándose entre sí para recobrar la totalidad. Además el escritor sagrado trata de corregir la impresión de excesiva subordinación con la reflexión que en el v. 23 hace el hombre en presencia de su esposa: “Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne”). La mujer es pues la ayuda adecuada para el hombre, ante quien está en relación de intimidad, respeto mutuo, diálogo y reciprocidad, que hace que ambos se complementen e integren, necesitándose tanto más cuanto que no hemos sido creados como seres solitarios, sino como una comunión de personas.
Con estas palabras del Génesis se inicia una aventura divina y humana a la vez: la de un hombre y una mujer unidos por un vínculo matrimonial. Una aventura que en el transcurso del tiempo vivirán millones de familias, que poblarán la tierra. El matrimonio es el fundamento de la familia y un bien que tiene su origen en la Creación y hunde sus raíces en la naturaleza humana.
En este relato, la sexualidad no se presenta como algo que tiene ante todo una función procreadora, aunque también está presente esta dimensión (3,20), sino como lo que ayuda a superar la soledad, si bien la unión de los esposos encuentra su plenitud en la procreación de un niño, porque el amor que une no se cierra en sí mismo, sino que se abre a los demás y a la vida, permitiéndonos así hacer un uso plenamente humano de la dimensión sexuada.
Pedro Trevijano, sacerdote