Si uno toma, por ejemplo, un ejemplar del tratado De iustitia et iure (1556)[i] de Domingo de Soto, podrá constatar cómo el Maestro salmantino anota frecuentemente, en los márgenes de las páginas, la siguiente expresión latina: scrupulus. Con esta breve anotación marginal, Soto quiere indicar que, en el pasaje textual de al lado, se plantea un escrúpulo, que, en este contexto, podríamos también traducir como duda inquietante, la cual, como es lógico, este teólogo se dispone a abordar y resolver.
Con este mismo ánimo resolutorio, cinco cardenales de la santa madre Iglesia (Brandmüller, Burke, Zen, Sandoval y Sarah), con el respaldo público del cardenal Müller, han presentado recientemente unos dubia o scrupuli al papa Francisco. Estas dudas van más allá de ser un mero recurso retórico. Podríamos decir que lo suyo es una especie de duda metódica, pero luminosa, es decir, no como la de Descartes, que causó confusión y ruptura. Dichas dudas inquietantes tampoco pueden calificarse de protesta; ni siquiera son una correctio filialis, sino, más bien, la demostración de su fidelidad a la Iglesia y a la Santa Sede. Fijémonos bien que la profundior intentio de estos próceres eclesiásticos no es otra que la de conseguir que el Papa ―no el Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe― sea tajante, es decir, que taje definitivamente las cuestiones más problemáticas cum gladio distinctionis, previamente al inicio del congressus sinodal de este mes de octubre, separando, de este modo, la fe católica de las ideologías mundanas, éstas cada vez más activas, influyentes y eficaces en casi todos los ámbitos de la Iglesia, y veremos en los próximos días si también en dicha asamblea sinodal.
Las actuales y públicas polémicas están simplemente revelando la actitud y también la posición, cada vez más definida, de todas las dramatis personae, clérigos o seglares, que podemos encontrar en el presente escenario eclesial: el furor de la legión progresista, indietrista-setentera y hoy curiosamente también papólatra, ansiosa por obrar el tan cacareado cambio de paradigma; el coraje y fidelidad del considerable número ―aunque disperso y no publicitado ni promocionado― de los reaccionarios escrupulosos ―en el buen sentido de la expresión―, que, con sus santas reacciones o sus sabios escrúpulos o dubia, no dejan de complicarse la vida personal por amor a Dios y a su Iglesia; y, finalmente, la gran masa de los ausentes ―mitrados o no―, esto es, de los que, pese a escandalizarse privadamente, terminan por otorgar su consentimiento tácito a ciertos desvaríos hodiernos, bien sea por pusilanimidad, o, entre otras razones, por oportunismo y carrerismo eclesiásticos.
Al solicitar al papa Francisco una respuesta perentoria, a la par que clara y diáfana, a unas dudas sobre unos temas que están poniendo objetivamente en prise la unidad y estabilidad de la Iglesia, además de la integridad del depósito de la fe, dichos cardenales, a la vez, están profesando ―bajo mi punto de vista― su fe y firme convencimiento en que el Romano Pontífice es el supremo principio (visible) de unidad en la Iglesia. Dicho de otro modo, por la magisterial vis verborum del papa, el dulce Cristo en la tierra ―como decía santa Catalina de Siena, mientras exhortaba a Gregorio XI a abandonar Avignon y volver a Roma―, actuando tajantemente, en esta ocasión ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae[ii], muchos de los coetáneos agentes disolventes que pretenden instrumentalizar el Sínodo ―mejor dicho, proceso sinodal― para sus objetivos revolucionarios, se verían ―a mi modo de ver― en gran medida neutralizados.
Ahora bien, cuando digo todo esto, no me estoy refiriendo a que cualquier papa pueda cambiar a su antojo y capricho la fe de la Iglesia, ni siquiera que pueda temeraria y arbitrariamente reformularla. Para que el sumo pontífice pueda hablar ex sese, en tanto que vicario de Cristo, debe hacerlo necesariamente en continuidad con la Tradición y fidelidad a ella, sin olvidar que el sentido de la propia fe es inmutable y permanente; él no lo puede cambiar, ni mucho menos un sínodo, aunque pretencioso, de carácter meramente consultivo. Al respecto, me parece conveniente recordar la oportunísima enseñanza del Concilio Vaticano I: «La doctrina de la fe que Dios ha revelado no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta inteligencia»[iii].
En definitiva y por consiguiente, estimo que tenemos razones más que suficientes para expresar, como mínimo, nuestra más sincera gratitud a los antedichos purpurados por su iniciativa, que busca provocar dicho acto pontificio, tan necesario como urgente. Ciertamente, el Señor no abandona a su Iglesia, y, por este motivo, le sigue enviando a sus profetas, en este caso, santa y valientemente escrupulosos.
Oración de santa Catalina de Siena:
«Haz, Dios Eterno, que por divina caridad te has hecho hombre y por amor te has unido con nosotros, que tu vicario cumpla sólo tu voluntad, ya que le mandas administrar las gracias espirituales para nuestra santificación y recuperar los hijos perdidos. Que no preste oídos a los consejos de la carne, que juzga según el sentido humano y el amor propio, y no se atemorice por ninguna adversidad aunque todo le faltara, menos tú, sumo Dios»[iv].
Que así sea y Dios lo quiera.
Mn. Jaime Mercant Simó
Notas
[i] Cf. Domingo de Soto, De iustitia et iure: De la justicia y del derecho, Edición facsimilar (Salamanca: Andrés de Portonaris, 1556), Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1967-1968, vols. I-V.
[ii] Cf. Concilium Vaticanum I, Constitución dogmática Pastor aeternus (18 de julio de 1870), cap. 4: DH 3074.
[iii] Concilium Vaticanum I, Constitución dogmática Dei Filius (24 de abril de 1870), cap. 4: DH 3020.
[iv] Santa Catalina de Siena, Obras de santa Catalina de Siena, «Elevaciones por la Iglesia y el Pontífice», Madrid: BAC, 1960, p. 572.