Podemos preguntarnos: ¿cuál es la relación entre homosexualidad y moralidad?
Ante todo, recalquemos que el hecho de ser homosexual no pertenece al orden moral. Las tendencias en cuanto tales no son objeto de valoración moral. No es ni una “falta”, ni un “pecado”, ni un “vicio”, es un hecho. El sujeto que tiene tendencias homosexuales no ha escogido tenerlas, y sería injusto reprochárselas. Hay ciertamente que distinguir entre tendencia y conducta, entre sentimientos y actos. Además, el tener una orientación homosexual no significa que el sujeto quiera ejercer una actividad homosexual. Inclinación y comportamientos están relacionados, pero no se identifican ni se implican incondicionalmente.
Está claro que la homosexualidad se origina generalmente antes de que puedan tomarse decisiones personales y conscientes, es decir no es una elección libre que pueda ser cambiada voluntariamente. Por ello la condición homosexual no es en sí pecaminosa, aunque “constituye, sin embargo, una tendencia más o menos fuerte, una tendencia hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo, la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, 1-X-1986, nº 3). La inclinación homosexual no es algo que la persona escoge, pero toda persona tiene la opción de qué hacer con respecto a tal inclinación. Es sólo en el momento en que expresa su inclinación en un acto sexual, es decir en un comportamiento, cuando se convierte en sujeto de juicio moral.
Sobre el acto en sí “apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves, la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2333) y “gravemente contrarios a la castidad” (CEC nº 2396). Pero también la Iglesia considera deficientes, pecaminosas y contrarias a la virtud de la castidad las relaciones sexuales genitales entre personas heterosexuales fuera del matrimonio. Si la dinámica del instinto fuera suficiente para regular la conducta, la moral se esfumaría, sería un simple biologismo, cada uno tendría derecho a pedir una moral según su condición y necesidad. El homosexual, al igual que el heterosexual, tiene el deber de controlar su vida y actos sexuales, y de hecho muchos así lo hacen. Pensar que es incapaz de ello, es negar que sea una persona libre. Es decir, nadie es responsable de las tendencias que encuentra en él, pero sí del uso libre de estas tendencias. Existe culpa si una persona de tendencia homosexual se entrega fácilmente a sus impulsos buscando contactos o tratando de justificar e incluso recomendando su modo de actuar. Los actos homosexuales tienen la responsabilidad y culpabilidad correspondientes al grado de libertad que disfrutan sus autores.
También con los homosexuales hay que tomar en serio pastoralmente la ley del crecimiento y de la conversión gradual, sin olvidar la importancia que tiene en cualquier vida humana el creer en el amor que Dios nos tiene, que tanto ayuda a poder superar las sensaciones de soledad y tristeza. No se puede exaltar la amistad entre dos homosexuales que buscan su recíproca satisfacción genital; pero si uno de ellos pasa de la promiscuidad a la relación genital con una única persona, cabe reconocer en esta situación un progreso.
El homosexual tiene el deber moral, como todos, de luchar contra sus caídas sexuales, empleando para ello los medios y ayudas apropiados. Desde luego, el homosexual debe configurar su vida sexual del modo más personal posible, teniendo en cuenta las exigencias objetivas de la moral, pero también las situaciones y posibilidades concretas de cada individuo. Por supuesto, la simple relación sexual y la satisfacción impersonal deben ser rechazadas como inhumanas, siendo evidentemente menos malo la relación estable y fiel de pareja que la promiscua, pero permaneciendo la sublimación del afecto homosexual como meta e ideal.
“Al respecto es necesario volver a referirse a la sabia tradición moral de la Iglesia, la cual pone en guardia contra generalizaciones en el juicio de los casos particulares. De hecho en un caso determinado pueden haber existido en el pasado o pueden todavía subsistir circunstancias tales que reducen y hasta quitan la culpabilidad del individuo; otras circunstancias, por el contrario, pueden aumentarla. De todos modos se debe evitar la presunción infundada y humillante de que el comportamiento homosexual de las personas homosexuales está siempre y totalmente sujeto a coacción y por tanto sin culpa. En realidad también en las personas con tendencia homosexual se debe reconocer aquella libertad fundamental que caracteriza a la persona humana y le confiere su particular dignidad. Como en toda conversión del mal, gracias a esta libertad, el esfuerzo humano, iluminado y sostenido por la gracia de Dios, podrá permitirles evitar la actividad homosexual”(C. para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos…, nº 11) .
Por supuesto que el control de la propia sexualidad es un deber de todos y cada uno, no existiendo ninguna razón convincente para negar a los homosexuales el que son personas libres y sujetos morales, tanto más cuanto que los estudios sociológicos revelan que la mayor parte de los homosexuales son personas socialmente integradas, no debiendo las dificultades empujar a la rendición, sino incitar a cumplir con el deber de autocontrol. De hecho, una de las características de la sexualidad humana es la capacidad que encierra de poder ser asumida sin el ejercicio de la genitalidad, y por ello muchos homosexuales, así como otros muchos heterosexuales, pueden vivir sin una expresión genital. Cristianamente, será necesario condenar con firmeza el pecado, pero juzgar con misericordia al pecador y recordar que el problema moral fundamental es el de orientar la vida hacia Dios en el servicio al prójimo.
Pedro Trevijano, sacerdote