En otras oportunidades he criticado la actual organización eclesiástica centralizada, cuya pieza clave es el protagonismo local de las Conferencias Episcopales. Éstas han asumido un papel político, imitado de los parlamentos seculares. Hay, por lo general, una Presidencia y dos Vice, elegidas por mayoría de votos de los miembros obligados de la Conferencia. No existen partidos episcopales formalmente constituidos, pero no faltan los grupos que reúnen a quienes comparten una determinada eclesiología, y la misma opinión tanto sobre cuestiones intraeclesiales como sobre temas sociales y políticos del país; vinculados sin duda con la moral católica y la Doctrina Social de la Iglesia.
En estos parlamentos episcopales se verifica un orden análogo a los de orden secular: hay voz y voto (los eméritos pueden hablar pero no deciden nada), se pide la palabra, se la concede o no según las circunstancias, hay también mayorías y minorías, etc. Estamos acostumbrados a esta organización; no solo los fieles católicos, sino todos los ciudadanos –por lo menos aquellos a quienes interesa el eventual poder y la influencia de la Iglesia- que se informan, o más bien se «desinforman», gracias a ciertos periodistas que se dicen «especializados en cuestiones religiosas». La organización reseñada favorece cierto tipo de ejercicio de la autoridad en el interior de la misma. La experiencia revela que existen, por ejemplo, oficialismos (todos sabemos qué significa este término: tendencia de apoyo al gobierno), y no faltan obispos de quienes se puede pensar –lo digo con todo respeto y aprecio- que, por su sencillez y carencia de un nítido y amplio pensamiento propio, se pliegan al «oficialismo» reinante. Quiero pensar que tampoco faltan quienes aprecian su libertad, intentan conservarla y ejercerla, sin desentonar en el conjunto, en el cual suele insistirse sobre la necesidad de la unidad. El «verso» de la unidad, típico de la poesía episcopal, puede recitarse con recta intención, sin prejuicios, y sin el mero propósito de mantener una cobertura, aunque ésta sea ajena a la realidad. Se esgrime muchas veces el ideal de la unidad para «correr con la vaina» y, así, «apretar» a los reticentes a apoyar cierta postura. Los eclesiásticos –pienso en los obispos- somos personas humanas, y cada uno es un mundo en el cual se entrechocan opiniones legítimas, defectos, posturas más o menos graves, cerriles e injustificadas, por supuesto, también auténticas virtudes, ¡faltaría más! Me atrevo a pensar que así ocurre «ut in pluribus»; entre los integrantes puede haber algún santo, por supuesto; ¡me imagino cuánto tendrá que sufrir! Podemos ser todos más o menos buenos, pero no es lo mismo que ser santos.
Una de las finalidades que se atribuyen a la acción de las Conferencias Episcopales es asegurar la pastoralidad en la vida de la Iglesia. De hecho, son los problemas pastorales los que suelen ventilarse en las Asambleas Plenarias. Puedo añadir a la visión de conjunto que he presentado, otras observaciones críticas que proceden de mi reflexión sobre la experiencia. Ante todo, lo que se me ocurre sobre los documentos y declaraciones. Por lo general, de toda reunión plenaria de la Conferencia Episcopal se esperan pronunciamientos; así especulan los periodistas, que en ocasiones abordan a este o aquel prelado para sonsacarle declaraciones para la prensa gráfica, radial o televisiva. La elaboración de los textos a los que he aludido, implica un proceso que es bastante complejo; así suele ser, y no me parece necesario ofrecer ahora detalles sobre el particular. Diré –eso sí- que a algunos de esos documentos se los considera «de fuste», concebidos como eco del magisterio universal, o para orientar la vida de la Iglesia local, en un período considerable. Lo más común es que una comisión ad hoc prepare un borrador; no resulta sencillo reorientar, si uno desea hacerlo porque no está de acuerdo, la línea argumental expuesta por la comisión. Las discusiones en el aula tienen un valor relativo, en orden al resultado. No deseo, de ningún modo, manifestar una opinión negativa; las situaciones, y los temas encarados son de lo más diversos.
Abordo ahora una cuestión antipática. ¡Sorry! Las autoridades de la Conferencia pueden manifestar una psicología de tipo estalinista; esta calificación designa una inclinación dictatorial. Esa actitud perjudica, daña, la necesaria libertad de los obispos en el gobierno de sus respectivas diócesis, ya que se pretende imponer una determinada manera de obrar, la que ha conseguido constituirse en oficialista. Un fenómeno colateral, que considero de máxima gravedad, es la murmuración, un típico defecto clerical, que se ejerce especialmente en «mundillos»; en los cuales una persona que es más bien cobarde, puede hablar entre dientes, y aun «irse de boca» deslealmente.
Algunos asuntos doctrinales y pastorales son de máxima importancia y actualidad en la Iglesia, e integran lo que corresponde a la responsabilidad personal de cada sucesor de los Apóstoles. Pienso, por ejemplo, en la normativa litúrgica, y en la formación de los nuevos sacerdotes. Sobre este segundo punto me atrevo a hablar con total claridad, e independencia: me ha tocado, hace ya muchos años, organizar un Seminario Diocesano, y luego ser su rector durante una década. Como arzobispo me dediqué expresamente a mi Seminario, y al trato con el medio centenar de jóvenes, a los que después ordené presbíteros. En este asunto, capital para el futuro de la Iglesia Católica, el «oficialismo estalinista» –por más disimulo que intente cubrirlo- me parece absolutamente inaceptable.
El problema que plantea a la Iglesia una organización centrada en la Conferencia Episcopal, se agrava porque además de las Nacionales existen las Regionales y Continentales; estructuras políticas todas ellas que multiplican las dificultades ya señaladas. Recordemos el influjo que han ejercido Medellín y Puebla. Un caso que, en mi opinión, muestra hasta dónde puede llegar una Conferencia Episcopal, es el desvío de la ortodoxia dogmática, moral y disciplinar que protagoniza la Conferencia Episcopal Alemana. Somos muchos los fieles que, azorados, no entendemos por qué Roma, la Santa Sede, no interviene y permite que se instale una lamentable confusión. Mi pensamiento se dirige a los sacerdotes y laicos alemanes, que no están de acuerdo con el camino que sus «popes» han abierto, y por el cual se precipitan al cisma; de hecho, a esta altura de las cosas puede hablarse de una especie de cisma inmanente, que solo puede producir frutos amargos y perdición.
Las situaciones que antes eran simplemente inconcebibles, en la actualidad se multiplican en todo el mundo. Las Conferencias Episcopales –exagero un tanto para que se perciba la gravedad del asunto- suelen reaccionar tarde, y al revés, de lo que corresponde. Presento unos pocos ejemplos: el caso de Mons. Daniel Fernández Torres, Obispo de Arecibo, resulta patético; ha sido desplazado, «cancelado», porque es un excelente obispo, y no ha querido plegarse a proyectos insensatos. ¿Dónde está la Conferencia Episcopal de Puerto Rico, integrada por seis o siete miembros? ¿En qué ha parado la fraternidad episcopal? Peor todavía, me atrevo a sospechar: ¿no habrán sido ellos quienes fueron con cuentos al Delegado Apostólico, o directamente a Roma? Debieron defender y acompañar al hermano, aclarando en diálogo confiado con él si había puntos a discutir, y servir de eficaces mediadores. Los obispos puertorriqueños le debían haber preguntado al Delegado Apostólico por qué lo sacaban a Mons. Daniel, y si había cometido algún delito. Solo se limitaron a sacar un comunicado en el que, tras anunciar la destitución, dicen que «por deferencia y respeto a los procesos canónicos internos de la Iglesia estas serán las únicas expresiones oficiales que se harán sobre este asunto». O sea, no han dicho nada. Pero, ¿cómo? ¿Qué proceso canónico se ha seguido? Roma no dice nada. Yo protesto. Y pido y sugiero al clero y al pueblo de Arecibo, que se manifieste delante del Delegado Apostólico. Y le pida que le devuelvan al Obispo. Aunque esto pueda parecer un poco excesivo es lo que corresponde hacer. Porque si uno se calla, consiente. El que calla otorga. Hay que pedirles que digan la verdad. Y que no engañen al pueblo cristiano.
Conozco muy bien a Mons. Fernández Torres; quien tuvo la gentileza de invitarme a predicar los Ejercicios Espirituales, para su Clero, hace tres años. Los mismos fueron seguidos con gran atención y piedad, por parte de los sacerdotes. Y pude comprobar que es una diócesis magnífica, con plena actividad pastoral, y florecimiento de vocaciones. El Obispo destituido es un ejemplo de la «cancelación» que se verifica en la Iglesia. Tras la publicación, en «InfoCatólica» de «A los sacerdotes 'cancelados' », hace poco más de un mes, he recibido numerosas cartas, correos y mensajes de distintos sacerdotes, de diversas partes del mundo, que están padeciendo esta situación. ¿Por qué son despojados de sus cargos? Porque son ortodoxos, porque son buenos católicos. Y porque el progresismo reinante, el oficialismo progresista, es implacable; y no tolera que obispos y sacerdotes puedan dejarse guiar por la gran Tradición de la Iglesia, como la llamaba el Papa Benedicto XVI. Éste es el problema de la «cancelación». Te despiden, sin más; y arréglate como puedas. Conmueve escuchar y leer los testimonios de estos sacerdotes; que deben, incluso, ir a vivir con sus padres, para poder contar con un plato de comida, y con el cuidado y contención que desde la Jerarquía se les niega.
Otra historia de la que me he ocupado ya varias veces es la devastación universal de la Sagrada Liturgia, en contra de lo que el Concilio Vaticano II estableció con su propósito de prudente aggiornamento. En la Argentina hay casos insignes: hace unos pocos años un obispo celebró misa en la playa utilizando un mate como cáliz, y acabo de enterarme de otro hecho escandaloso: un sacerdote –del clero de una diócesis del centro del país- celebró la Santa Misa vestido de payaso. ¿Qué otro disparate se puede permitir? Si el diocesano que es directamente responsable no reaccionó, la Conferencia Episcopal, que cuenta con una Comisión de Liturgia, debió intervenir reprobando ese sacrilegio. No es digno callar una tropelía como esa. Se dice que «para muestra basta un botón». No me es posible prolongar este escrito consignando una lista de las calamidades eclesiales, que dejan perplejos a los fieles, y constituyen una pésima señal para los jóvenes. El Santo Padre ha dicho recientemente que los obispos debemos compartir nuestro carisma con los laicos. Estos no tienen que sufrir en silencio y quietud desafueros como los que he señalado.
La crítica que he presentado de la organización existente, pide que proponga una alternativa. La encuentro en la gran Tradición eclesial. Mencioné la necesaria libertad de los obispos diocesanos; esta postura no equivale a la anarquía, y a un individualismo solipsista en un Cuerpo cuya esencia es la comunión. La figura tradicional es la Provincia Eclesiástica, presidida por el Metropolitano (el palio no es un adorno); en ella se cumple, y puede vivirse, una auténtica sinodalidad, no metafórica o discursiva sino real. Por supuesto, el Espíritu Santo, y el mismo Jesús -que aseguró acompañar a los apóstoles todos los días, pasas tas hēmeras, Mt 28, 20- son quienes gobiernan soberanamente a la Iglesia. Al proponer la organización tradicional, entendemos que ella constituye lo que Aristóteles reconocía y denominaba como causas segundas. Corresponde a los hombres de Iglesia, comenzando por el Sumo Pontífice, Sucesor de Pedro, velar para que esas causas segundas se ordenen en una organización adecuada. El ordenamiento de las Provincias Eclesiásticas, coronado por la Asamblea de los Metropolitanos, es una posibilidad real que cuenta a su favor con la Tradición; y evita la intrusión de esquemas políticos seculares que son incapaces de asegurar una verdadera democracia –ni tiranía ni anarquía- a las repúblicas que los padecen.
No se me oculta que lo que acabo de escribir puede molestar a muchos colegas. Deseo asegurar a todos mi recta intención, mi respeto y afecto colegial. No perderíamos nada si discutimos con objetividad, y paciencia, estos temas de máxima importancia para el hoy y el mañana de nuestra amada Iglesia.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 19 de abril de 2022.
Octava de Pascua.-