El título que encabeza esta nota no se refiere al cine anterior al invento del tecnicolor, sino a la asombrosa crítica del oficialismo eclesiástico hodierno dirigida contra los miembros de la Iglesia que aman la gran Tradición católica; y reconocen que la homogeneidad es lo que debe caracterizar a la evolución de las realidades eclesiales: dogma, liturgia, derecho, instituciones. Muchas veces he citado a San Vicente de Lerins, y las fórmulas por él acuñadas en Commonitorium Primum. Aquellas realidades pueden expresarse nove, según los contextos culturales vigentes en tiempos y espacios determinados; pero no se puede incluir en el depósito a transmitir nova, cosas nuevas, novedades, que implican una heterogeneidad respecto de los orígenes.
Desde hace más de medio siglo (el Concilio Vaticano II concluyó el 8 de Diciembre de 1965), la Iglesia vive desgarrada por una división innegable: integristas o conservadores por un lado (empleo los nombres con que se los suele descalificar), y por otro, los progresistas o liberales, que están de parabienes con el actual pontificado. ¿Simplifico en exceso la complejidad de los procesos y fenómenos eclesiales? Existe una amplísima gama intermedia: quienes con un gran esfuerzo de estudio, de intelección y valoración –entre ellos me reconozco ubicado- procuran recoger la herencia del Concilio, que como lo recordaba Benedicto XVI debe ser leído a la luz de la gran Tradición eclesial, pero a la vez no aceptar las alteraciones que se impusieron en nombre del «espíritu del Concilio»; de un supuesto espíritu que no es, por cierto, el Espíritu Santo.
En el último decenio se ha consolidado una concepción relativista, que pugna por hallar un lugar en el ámbito global de una cultura descristianizada, secularizada; no desean aparecer y ser considerados extranjeros en ese mundo, y lo hacen rebajando con agua turbia el exquisito vino de la Verdad católica. Aunque la historia registra fenómenos análogos en el pasado, pareciera que han llegado aquellos tiempos de los que hablaba San Pablo: «momentos difíciles» o «tiempos peligrosos» (2 Tm 3, 1: kairoi chalepoi). Se disimula el «achicamiento» de la Iglesia en los países que fueron de mayoría católica. Los estudios históricos no desconocen los avatares del cristianismo desde los tiempos apostólicos, aunque es difícil formular juicios de valor de las diversas etapas. Más complicado resulta considerar lo ocurrido en el último medio siglo, porque la diversidad de opiniones cercanas a nosotros continúa haciéndose sentir. En este contexto, me parece que se debe buscar en las fuentes cuál es el mejor criterio de evaluación. ¿Cómo concibieron los apóstoles, sus inmediatos sucesores a los que ellos formaron, los Padres de la Iglesia, y el magisterio posterior la relación de la Iglesia con el mundo, con las variables de la cultura? ¿Es posible una interpretación segura que pueda adoptarse como criterio? Aquí se halla el quid de la problemática que deseo examinar.
Me limito a lo que el Apóstol San Pablo recomendaba en términos rigurosos a sus discípulos, los cuales constituyen el eslabón siguiente de la cadena de la sucesión apostólica. Las críticas «oficialistas» de hoy la emprenden contra los que consideran rígidos, severos, aferrados a las seguridades que otorga la identidad de la Tradición; contra los que ven todo en blanco y negro, en lugar de adoptar la bandera multicolor. Serían los mismos que solo conocen una cara del poliedro en que se ha convertido la Iglesia, para hacer caber en el Cuerpo las caras progresistas. Entre el blanco y el negro existe una gama enorme de grises, que deben ser tenidos en cuenta; quiero decir que puede haber posiciones intelectuales, y actitudes voluntarias que reconocen y respetan los dos términos en los que la gama toma origen. Se calumnia a quienes advierten los grises sin incurrir en el relativismo; tal o cual matiz lo es por referencia al neto blanco – negro que siempre ha de ser reconocido como fuente. El tecnicolor es el que colorea las fábulas del Nuevo Orden Mundial; al que se pretende adoptar porque sería la verdad «aggiornata».
Entonces nada de errado o de malo puede haber en ver las cosas en blanco y negro, si uno es un daltónico voluntario. Así las veía San Pablo; van algunas citas que me parecen oportunas.
Desde la cárcel que sufre en Roma, le escribe a Timoteo: «Toma como norma (upotupōsin eche, 2 Tm 1, 13s) las saludables lecciones (logōn) de fe y amor a Cristo Jesús que has escuchado de mí»; y continúa en la misma carta: «Sábete (touto de ginōske) que en los últimos días (en eschatais ēmerais) sobrevendrán tiempos difíciles (kairoi chalepoi), y continúa enumerando la clase de «tipos» con los que habrá de lidiar; el consejo, o la orden es: ¡apártate de esa gente! (toutous apotrepou) (2 Tm 3, 5). La exhortación, que es un conjuro solemnísimo (diamartýromai), en nombre de Dios y de Jesucristo, Juez universal, implica argüir, reprender, exhortar, oportuna e inoportunamente (eukairōs akairōs), porque ya no soportarán los hombres la sana doctrina (didaskalía) (2 Tm 4, 1 ss), sino que se buscarán falsos maestros que les halaguen los oídos, y se entregarán a las fábulas, a los mitos (mýtous). ¿Cuántas veces, a lo largo de los siglos, se habrá presentado una situación análoga? Se me ocurre que el Apóstol está viendo proféticamente lo que hoy ocurre en la sociedad poscristiana, y en la Iglesia. Custodiar el depósito es una exigencia fundamental; el depósito es todo, es el don de la salvación cristiana que se concentra en la fe y el amor (la amistad de la agápē).
En 1 Tm 6, 20 vemos la tarea que implica cuidarse de las novedades de la falsa ciencia (tēn parathēkēn phylaxon), que son palabras huecas, vacías (kenophōnias). Esta orden me recuerda el propósito de Ireneo de Lyon, en su Adversus haereses, que luchaba contra el gnosticismo; con la sempiterna gnosis, que hoy reaparece.
En 2 Tm 1, 14 se dice el buen depósito (tēn kalēn parathēkēn); el adjetivo kalós expresa mucho más que bueno, su significado es riquísimo: bello, noble, ideal, auténtico. Notemos el amor con que el Apóstol encomienda lo que es fundamental en la organización de la comunidad cristiana. Parece mentira la renuncia al amor de los orígenes, y a la contundencia de ese amor, que es siempre amor a la Verdad.
La Primera Carta de San Juan va dirigida a comunidades del Asia Menor, que se encontraban enfrentando una grave crisis por la acción de falsos maestros. De allí la exhortación del Discípulo Amado a discernir los espíritus para no ser engañados por los falsos profetas que han aparecido (1 Jn 4, 1) (dokimazete). El problema de base es amar al mundo (kósmon), en el que reina una triple epithymía: la concupiscencia de la carne y de los ojos, más la soberbia de la vida (alazoneia tou biou) (1 Jn 2, 16). Estas expresiones designan problemas esenciales de la fe y la vida cristiana, que pueden verificarse en cualquier época análogamente, según las presiones de una cultura que está bajo el dominio del príncipe de la mentira, del dios de este siglo (cf. Jn, 8, 44).
En la actualidad es el mismo mal espíritu el que se infiltra en las filas católicas para debilitar toda resistencia. Pablo VI, después del Vaticano II, llegó a decir: «Por alguna rendija se introdujo el humo de Satanás en la Casa de Dios». El colmo de la confusión y del engaño se registra cuando no se quiere reconocer el blanco y negro de la realidad, y se pretende distraer a los fieles con un tecnicolor, pintado por el Hollywood de los eternos enemigos de la Iglesia. Que esta maniobra sea conducida desde Roma, causa una enorme tristeza a los fieles; a quienes no interesa «acomodarse», buscando alguna ventaja. Es terrible que se predique dejando de lado la Sagrada Escritura; y se presente como argumento únicamente la enseñanza oficial de hoy.
Las alusiones condenatorias a quienes seguimos con amor aferrados a la Tradición eclesial -que es siempre la misma, y siempre nueva-, son un elogio; constituyen un timbre de honor. Que el Señor nos conceda perseverar en esa actitud. Y la Virgen Santísima, y su Rosario, nos ayuden a reconocer los destellos del Cielo, que traspasan los más cerrados nubarrones.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 29 de marzo de 2022.-