Conferencia pronunciada en el Congreso «A un año de Amoris Laetitia. Para poner claridad», celebrado en Roma.
No es exagerado hablar hoy de una crisis en la Iglesia, crisis en varias dimensiones. Hay una crisis de moral. Hay una crisis de doctrina. Hay una crisis de autoridad. Hay una crisis de unidad.
Cierto, estas crisis son más comunes de lo que a algunos les gustaría. Quizás la analogía más cercana, sin embargo, viene del siglo XVI. Hace medio milenio, los padres de Trento tuvieron que defender los sacramentos que gobiernan la confesión, comunión y conyugalidad de ataques coordinados, aunque algo caóticos. De nuevo hoy los mismos tres sacramentos están amenazados. Tuvieron que defender la unidad y autoridad de la Iglesia frente al principio protestante contra la reivindicación inevitablemente divisoria de que el significado de la sagrada escritura puede determinarse independientemente de la tradición y sin rendir cuentas ante la Iglesia entera. Hoy también esto es necesario. Tuvieron que eliminar abusos persistentes tanto en la vida sacramental como en el gobierno de la Iglesia, mientras se esforzaban en recobrar una visión unificada de la existencia cristiana en la que la justificación y santificación, libertad y obediencia, se mantienen juntas. También esto se requiere urgentemente en nuestro propio tiempo.
Hay diferencias, por supuesto. Durante la Reforma, el problema de la justificación puso los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía bajo presión, antes de arrollar los sacramentos en general y quitar, para muchos protestantes, la idea misma de que el Matrimonio cristiano es un sacramento. Hoy la corriente es en la otra dirección. Hay una gran presión sobre el Matrimonio, y esta presión la sienten los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, que están siendo cuestionados para acomodar una visión cambiada del Matrimonio. Pero el problema de la justificación permanece, como veremos, una fuerza motriz y fuente de presión.
Otra diferencia puede encontrarse en el hecho de que el individualismo de los nominalistas, ayudado e instigado por la reforma protestante, ha hecho descender a nuestra entera civilización mucho más abajo, hacia una utopía mítica llamada autonomía, gobernada (según la adecuada expresión de Benedicto XVI) por la dictadura del relativismo. Esta utopía es, de hecho, un abismo cada vez más profundo de lucha entre cuerpo y alma, entre hombre y mujer, entre lo humano y lo divino.
Recientemente, la revolución sexual ha creado un paisaje moral más parecido al del siglo I que al del XVI, e incluso peor en algunos aspectos. Pertenecemos ahora a una generación con pocos escrúpulos sexuales y con poco amor hacia los niños. En efecto, pertenecemos a una generación totalmente absorbida por la mentalidad de la contracepción; una generación comprometida con el intento de separar los actos sexuales de la procreación tanto como sea posible; una generación que pierde, en consecuencia, la función unitiva del sexo junto con la procreativa. La nuestra es una generación a la que, a pesar de sus discursos de unidad global, le falta el pegamento de una humanidad común, deficiente en intereses inter-generacionales.
En este contexto no sorprende que el sacramento del Matrimonio se encuentre bajo gran presión. Una generación que se aproxima al sexo de este modo, como predijo la Humanae Vitae, es una generación que experiencia la alienación entre sexos, abortos rutinarios y una dependencia creciente de gobiernos cada vez más autoritarios. Es una generación en la que el cuerpo es como mucho un juguete, o en el peor de los casos un impedimento resentido, del alma –o mejor del deseo–, pues ya no creemos en el alma. Es una generación en el que el matrimonio se vuelve más raro, y en el que aproximadamente la mitad de los matrimonios acaba en divorcio. Es una generación que no cuida de los otros, y que no puede cuidar de si mismo, excepto para tratar de amasar tanta salud como sea posible para sostener sus hábitos libertinos.
Si fuese simplemente ésto lo que la Iglesia tuviera que afrontar en esta sociedad en general, la tarea sería muy parecida a la del siglo I –una tarea misionera, una llamada a la conversión, a una nueva visión del hombre, a un nuevo modo de vida, a una nueva disciplina para sostener una nueva esperanza–. Pero no, la situación es más complicada que esto. Porque, en Occidente, todo esto ha entrado en la Iglesia. Está dentro y fuera. Es celebrado en murales y en liturgias. Por lo tanto hay quien piensa que la Iglesia no tiene opción, tiene que cambiar su propia visión del sexo y del matrimonio y del mismo cuerpo.
El problema es: no lo puede hacer sin perder su propia alma, sin sacrificar su propia identidad como cuerpo de Cristo, como personas, sociedad y reino de Cristo. No puede hacerlo sin negar el señorío de Cristo. No puede hacerlo sin rechazar al Señor y Dador de vida. No puede hacerlo sin la más grave desobediencia a Dios Padre Todopoderoso. Lo que se dijo en Trento vuelve a ser cierto hoy: hay una necesidad urgente de “eliminar la herejía y reformar la conducta”. Hay una necesidad de reconocer, como explícitamente hicieron esos padres, “que no estamos luchando contra carne y sangre, sino contra huestes espirituales de maldad en los lugares celestiales” (Eph. 6:12; sesioón 3). Pero Trento está detrás. Vaticano I está detrás. Todos los finos pasajes producidos por los padres del Vaticano II también están detrás. ¿Entonces qué tenemos frente a nosotros?
Otra diferencia actual es la incertidumbre que la gente de dentro de la iglesia siente acerca del enfoque del propio Papa a esta crisis. Bien, yo no estoy entre lo que suponen que todo depende del Papa; no lo era entonces y no lo es ahora. Tampoco estoy entre quienes solo critican al Papa, o la Amoris Laetitia. Hay un peligro real en esto. ¿Como podemos no mostrar verdadero amor, y deferencia, al sucesor de Pedro, a través de quien Dios ha impulsado a los hombres de todos los continentes a empezar (o empezar de nuevo) a prestar atención al evangelio de Cristo, especialmente en cuanto afecta a los pobres? ¿Como podemos, sin perder ambos el buen sentido y la alegría de amar, no reconocer las muchas sabias percepciones, incisivas críticas culturales, e inspiradoras admoniciones de la Amoris? Pero comparto la preocupación de muchos en todo el mundo de que la situación ha evolucionado de una manera, no sin algo de estímulo del Papa, que los dubia –podríamos incluso decir, los famosos dubia– han llegado a considerarse necesarios.
Está claro que, considerándose necesarios, necesitan una respuesta; mi preocupación aquí no es con el proceso, sino más bien con la sustancia. La sustancia, tal como yo lo veo, es esta: la Iglesia está en crisis porque tiene que afrontar de nuevo –dentro de ella, precisamente como Iglesia– la cuestión de su lealtad a Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Porque la sociedad en general no puede decidir. Porque ella misma ha de decidir y dar respuesta. Y esta respuesta tiene que ser expresada sin dudas por el sucesor de Pedro.
Basta con los prolegómenos. Ahora me gustaría decir algo más, y más teológico, sobre las raíces de la crisis. Dije que la crisis es una crisis de moral, doctrina, autoridad y unidad. Permítanme que hable brevemente de cada una de estas dimensiones, recurriendo a San Ireneo (más específicamente en Adversus haereses 3.24f) como ayuda.
La raíz moral: justificando el pecado.
La raíz moral es siempre la más profunda. Es una leyenda, y en la leyenda hay al menos una parábola, que el archiherético Marcion fue excomulgado por su padre, un obispo en Pontus, por pecado sexual. En vez de arrepentirse, este joven magnate naviero adinerado navegó a Roma y fundó una red disidente de comunidades religiosas contrapuestas, por lo que fue excomulgado permanentemente en 144. Marcion, como sabrán, enseñaba que el Dios de Moisés era una deidad caprichosa, despótica; que el Dios y Padre de Jesús era un Dios totalmente diferente. En cierta medida fue un precursor del movimiento que llamamos gnosticismo.
Las comunidades marcionitas eran moralmente rigoristas más que libertinas, y a la larga fueron absorbidas por la religión maniquea. Quizás este era el tipo de arrepentimiento que Marcion pensaba que buscaba su padre, pero vino a un alto precio, no solo por su propia alma, sino por todos los que le siguieron. Se rebeló contra todo lo que le chocaba de la religión judía, la madre de la Cristiandad. Arrancó el canon emergente, excluyendo todo lo que el mismo Jesús había considerado como sagrada escritura y también mucho de lo que habían escrito los apóstoles, conservando solo diez cartas de Pablo y una versión truncada del evangelio de Lucas. En otras palabras, puso Pacto contra Pacto, Escritura contra Escritura, comunidad contra comunidad y Dios contra Dios. En vez de arrepentirse de su propio pecado sexual, eligió quedarse fuera del arca de la salvación que era la Iglesia de Dios.
Ireneo –¿donde está hoy nuestro Ireneo?– lideró a los obispos cristianos dando una respuesta teológica al marcionismo, y lo hizo sin timidez, apuntando al problema real. Los herejes, dijo, “se defraudan a ellos mismos a través de sus opiniones perversas y conducta infame”. Lo uno está conectado con lo otro, no lo neguemos. Ortodoxia, por supuesto, no es garantía de buena voluntad o buen comportamiento. ¡Todos sabemos demasiado bien que puede encubrir todo tipo de fraude y maldad! Pero la heterodoxia realmente lleva a la perversión, aunque pueda ser lenta en revelarse.
¿Quienes son los hombres y mujeres de verdadera santidad en la Iglesia hoy? ¿Nos dicen que la Escritura puede ponerse contra la Escritura? ¿Nos recuerdan que nadie grabó las palabras de Jesús sobre el adulterio con una grabadora? ¿Nos invitan a modificar la Tradición de un modo más conveniente a las costumbres de nuestro tiempo? ¿Cambian el principio de doble efecto en el principio de proporcionalismo, diciéndonos que podemos hacer el mal si pensamos que hacer el bien hará más daño que bien? ¿Por ello, hacen un guiño al contracepción, cierran el ojo al aborto y la eutanasia, o pintan cuadros homoeróticos en las paredes de sus iglesias? ¿De que modo de vida son signos estas cosas? Oigo la voz, no solo de San Ireneo, también la de San Basíleo, lamentando en su carta 90:
“Nuestros apuros son notorios, aunque no los digamos, por ahora su sonido ha ido a todo el mundo. Se ha despreciado la doctrina de los padres, las tradiciones apostólicas se ponen a cero; la estrategia de los innovadores están en boga en las iglesias; ahora los hombres son más ideólogos de sistemas ingeniosos que teólogos; la sabiduría de este mundo gana el gran premio y ha rechazado la gloria de la cruz; los pastores están prohibidos, y en su lugar se introducen fuertes lobos que hostigan el rebaño de Cristo...”
La raíz doctrinal: Oponiendo justicia y misericordia.
Vayamos al asunto de las “opiniones perversas” y a la segunda raíz, la raíz teológica o doctrinal. Casi siempre hay un problema doctrinal pegado a un problema moral persistente. Una característica del hombre caído es que proyecta su propio desorden en los cielos, imaginando un conflicto en Dios como la fuente real de su conflicto. Marcion y los profesores gnósticos gastaron una buena parta de energía teológica haciendo esto.
Sin sorpresas, lo que Ireneo fija aquí (sin ayuda de Feuerbach o Freud) es la oposición creada por Marcion entre estas dos grandes perfecciones de Dios, esto es, su justicia y misericordia. “Quizás quiten la censura y el poder judicial al Padre”, dice Ireneo, “calculando que es indigno de Dios, y pensando que han encontrado a un Dios sin ira y simplemente amable o bueno, suponen que un Dios juzga y otro salva” (Haer 3.25). Por esto dividiendo a Dios, involuntariamente niegan “la inteligencia y justicia de ambas deidades”, acabando totalmente con la deidad:
“Si el Dios judicial no es también suficientemente bueno para otorgar favores a los que se lo merecen y dirige reprimendas a los que las necesitan, aparecerá un juez ni justo ni sabio. Por otra parte, el Dios bueno, si es simplemente bueno y no uno que prueba a quienes ha de enviar su bondad, estará más allá de la bondad y justicia; su bondad parecerá imperfecta, no salvando a todos lo que lo merecen, si no viene acompañado con criterio.”
Hoy nuestros neo-marcionitas son más sutiles. No hablan de dos dioses, pero hablan de un Dios como si le faltara criterio o solo pudiera ser conocido por su misericordia. Dicen que sirven a este único Dios cuando acompañan sin juzgar a todos los que desean su acompañamiento. “No juzguéis y no seréis juzgados” está en las escrituras, es un dicho de Dios del que están muy seguros. Muy bien. Pero se olvidan de hablar a los que acompañan del juicio de Dios, que es muy diferente del juicio de los simplemente hombres. Se olvidan de hablarles de la santidad sin la cual nadie verá a Dios. Piensan que hablar de esto es intrusivo, insensible, rígido, en todo caso irrealista. ¿Quien escucharía esto de buen grado?¿Quien quiere oír del juicio de Dios?
Esto significa, por supuesto, que gran parte de lo que Moisés y los profetas dijeron, de lo que Jesús y los apóstoles dijeron, debe simplemente dejarse de lado; porque en la moneda de Dios juicio y misericordia son dos caras del evangelio de un Dios que es siempre perfecto en justicia y en bondad amorosa. Significa, no que Jesús nos ha desplazado como juez –el juez verdadero tomando el lugar del falso– sino que no hay juicio de ninguna manera. Solo hay negociación, gradual, prolongada, negociación sin fin. Bajo la “ley de la gradualidad”, parece, nunca llegaremos a un juicio final y quizás Dios tampoco llegará a ninguno, en lo que respecta a nosotros. Por decirlo de otra forma, significa que la justificación es posible sin santificación; que Trento, por tanto, se ha desechado.
Quizás el mayor desafío que afronta la Iglesia hoy es levantar sus ojos de la tierra al cielo; del “discernimiento de las situaciones” al discernimiento de Dios; de recuperar su sentido de la unidad de Dios, el Dios que es toda sagrada misericordia y misericordiosa santidad, el Dios que no necesita atenuar la justicia en aras de la misericordia o la misericordia en aras de la justicia. San Ireneo, ora pro nobis. San Anselmo, ora pro nobis.
La raíz jurídica: conciencia contra Revelación.
Bien, para dividir a Dios, es necesario dividir su Revelación, no sólo la Escritura de la Escritura sino la Escritura de la Tradición. La Tradición misma se mira con sospecha como aquello que nos confina en el error en vez de mantenernos en la verdad. Así que la violentan. Y su violencia se extiende, tal como el Cardenal Sarah ha observado recientemente (The Catholic World Report, 31 marzo 2017), hasta el mismo evangelio. En sus observaciones sobre un coloquio sobre el décimo aniversario de la Summorum Pontificum, habla de “una cosa horrible, indignante que parece que le gusta el deseo de… una ruptura total con el pasado de la Iglesia”, como si “la iglesia apostólica y las comunidades cristianas de los primeros siglos de la cristiandad no hubieran entendido nada del evangelio”, como si el evangelio hubiera estado desconocido hasta nuestro propio tiempo, como si “el plan salvación que trajo Jesús solo se hubiera entendido en nuestra era”
Se refiere, por ejemplo, a la “audaz, sorprendente declaración” de Paul Joseph Schmitt, obispo de Metz:
“La transformación del mundo [moderno] enseña y pide un cambio en el mismo concepto de salvación que trajo Jesucristo. Esta transformación nos revela que el pensamiento de la Iglesia sobre el plan de Dios, antes del presente cambio, era insuficientemente evangélica… Ninguna época has sido tan capaz como la nuestra de entender el ideal evangélico de vida fraterna” (citado de Jean Madiran, L’hérésie du XX siècle, Paris 1968, 164 ff.).
“Con una visión como esta”, dice Sarah, “no sorprende que hayan venido devastación, destrucción y guerras … a nivel litúrgico, doctrinal y moral.”
En efecto. ¿Y de quién aprendimos esas costumbres? ¿Quién nos ha enseñado a ejercitar una hermenéutica de la sospecha sobre el pasado y apreciar nuestra iluminación presente? ¿Cómo aprendimos a considerar, no el tiempo de Jesucristo, sino nuestro propio tiempo, como la plenitud de los tiempos? En mis libros sobre la Ascensión ya he dicho mucho de lo que quiero decir sobre el mito del progreso, al que el obispo de Metz obviamente se suscribe. Añadiré aquí, sin embargo, que desde los años 60 este mito ha penetrado profundamente en el catolicismo, habiendo encontrado cincuenta años antes una vigorosa expresión en El programa de los modernistas (1907) de Bonaiuti, cuyo manejo de la Escritura y Tradición es en el fondo protestante en espíritu aunque católica en la forma. El total rechazo de Pascendi Dominici Gregis marca un hito en la suerte del catolicismo, después del cual llega a ser concebible que la Humanae Vitae y la Veritatis Splendor también pueden rechazarse, y que finalmente se nos puede presentar un puzzle como la Amoris Laetitia que es y (en unos pocos puntos) no es obviamente parte de la gran Tradición.
Nadie lo pintaba así, por supuesto. Todo el problema iba a solucionarse con el Vaticano II. Allí los padres procuraron incorporar todo lo que pudieran de la visión protestante en la Escritura y la Tradición, mientras reclamaban erudición crítica con el camino de la fe sin perder su espíritu inquieto. Así tenemos, por ejemplo, Dei Verbum, y en Dei Verbum no sonará ningún cambio como el del obispo de Metz y su tipo de demanda. Tampoco sonará a marcionismo, viejo o nuevo.
“En su graciosa bondad, Dios ha visto que lo que Él ha revelado para la salvación de todas las naciones permanecería perpetuamente en su total integridad y se transmitirá a todas las generaciones... Asiendo firmemente este depósito todo el pueblo santo junto con sus pastores permanecerán siempre firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la vida en común, en el partir el pan y en las oraciones...”(DV 7-10)
Pero no hemos asido firmemente este depósito como todo el pueblo santo unido con sus pastores. Por el contrario, entre los mismos pastores ha habido, en demasiados casos, un dejar ir del depósito, una desviación de la Tradición, un abrazo del principio marcionita de “división y conquista” que el modernismo ha hecho todo lo posible por disfrazar. La Escritura es de hecho enfrentada con la Escritura, y la Tradición privada de su integridad. Ambas son rechazadas cuando se constatan inconvenientes. La función del Magisterio por tanto está en duda. La nueva voz con autoridad es la de la conciencia, para la que la Revelación, como se muestra en la Escritura y la Tradición, es meramente una guía y no una directriz.
Esto requiere unas palabras de explicación. Entendida apropiadamente, la conciencia es una función de razones prácticas. Es la capacidad innata y el instinto involuntario de medir acciones particulares mediante principios morales y el conocimiento del bien y el mal que están grabados en el intelecto, sea a través de la ley natural o por instrucción. Su rol primario es marcar la divergencia de acciones, sean ejecutadas o propuestas, del bien, en cuanto el bien es conocido por el agente. La conciencia no es efectiva si el bien no es conocido propiamente, o si el agente ha suprimido el instinto en cuestión. Puesto simplemente, la conciencia pertenece al alma racional a través de su participación en el divino intelecto, como aquella capacidad “por la cual la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto” (Catecismo 1778).
Es decir, la conciencia no es en sí misma una fuente, sino solo una voz, de autoridad moral. Su función es apuntarme que estoy alejado de verdadera autoridad moral, conocida por mi a través de la ley natural y divina. La conciencia por tanto me invita –a través de la conciencia Dios mismo, mi hacedor, me invita– a una conformidad libre, aunque a veces costosa, con la ley natural y divina. Y acertadamente y racionalmente me acusa si no me conformo.
Digo todo esto, no para ser pedante, sino para dejar claro que la conciencia no puede de ninguna manera asumir la jurisdicción sobre la ley natural o divina. Sobre la ley civil, sí; sobre la ley natural o divina, no. Ahora, ¿que pasa con la ley eclesial? La ley eclesial, en su sentido estrecho como ius canonicum, es, claramente, una forma de ley civil o positiva, que debe siempre medirse por la ley natural y divina, y por tanto también por la conciencia. Pero este no es nuestro problema presente. Nuestro problema presente –y una buena componente de la crisis actual– es que la conciencia está siendo malinterpretada como una fuente de autoridad moral junto con la ley natural y divina: una fuente capaz de anular, no simplemente el ius canonicum y la disciplina sacramental, sino también la enseñanza de Dios y la lex credendi, en las cuales se basa la disciplina.
¿No es esto lo que preocupa a los autores de las dubia? Después de pedir una aclaración en el primero de los dubium acerca de un solo tipo de situación relaciones sexuales que, a causa de las propias palabras de Jesús, siempre se han considerado como adúlteras: ¿son adúlteras o no lo son?– el núcleo de los otros descansa en el quinto: acerca del papel de la conciencia en relación con la escritura y la tradición:
“¿Después de la Amoris Laetitia (n. 303) uno todavía tiene que considerar como válida la enseñanza de la encíclica Veritatis Splendor n 56 de San Juan Pablo II, basada en la sagrada escritura y en la tradición de la Iglesia, que excluye una interpretación creativa del papel de la conciencia y enfatiza que nunca puede autorizarse a la conciencia para legitimizar excepciones a normas morales absolutas que prohíben intrínsecamente actos malvados por virtud de su objeto?”
Amoris 303 llama a la “conciencia individual… a estar mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en ciertas situaciones que no encarnan objetivamente nuestro entendimiento del matrimonio”. Urge a una cierta negociación entre la conciencia y las normas morales de la Iglesia, observando que “el discernimiento es dinámico” y “debe permanecer siempre abierto a nuevos estados de crecimiento y a nuevas decisiones que pueden habilitar la más completa realización del ideal”. La Veritatis Splendor 56, por otra parte, ya descarta esta aproximación, objetando la oposición así establecida “entre la enseñanza del precepto, que es válido en general, y la norma de la conciencia individual, que podría de hecho tomar la decisión final sobre lo que es bueno y es malo. Sobre esta base, se ha hecho un intento de legitimizar las así llamadas soluciones “pastorales” contrarias a la enseñanza del magisterio, y de justificar una hermenéutica “creativa” de acuerdo con la cual la conciencia moral no está en modo alguno obligada, en cada caso, por un precepto negativo particular.
Nadie, añade, puede no ver que tal aproximación es “un reto a la identidad misma de la conciencia moral en relación a la libertad humana y la ley de Dios”, que revoca la enseñanza de que la conciencia deriva su fuerza vinculante del hecho de que “no manda cosas basada en su propia autoridad, sino que las manda como provenientes de la autoridad de Dios, como un heraldo que proclama el edicto del rey” (58, citando a San Bonifacio).
Bien, aparentemente algunos pueden no verlo, pero nadie puede no ver que hay un conflicto. De ahí el quinto dubium, que pregunta si el anterior texto sigue siendo vinculante. Se trata ante todo de una pregunta sobre la Tradición: ¿puede contradecirse a sí misma? Si no puede, entonces o uno de los textos debe leerse de manera contraria a su significado evidente o uno de los textos debe juzgarse como no portador de la fuerza de la Tradición.
Segundo, es una cuestión sobre la conciencia.¿La conciencia determina lo que es correcto, o simplemente discierne lo que ha sido establecido por Dios como correcto? En otras palabras ¿la conciencia manda bajo su propia autoridad o por la autoridad de otro? Si es lo primero, entonces se elimina el primer paso del análisis moral. Uno ya no tiene que considerar si un acto particular (en este caso un acto de adulterio) es intrínsecamente bueno o malo, identificado así por una ley natural o divina. Uno puede sortear esto e ir directamente a cuestiones como intención, circunstancia, y consecuencias. Abordando éstas, el acto puede interpretarse como bueno sin referencia a su carácter intrínseco. La máxima de que nunca es lícito hacer el mal para que venga el bien –una máxima que distingue la ética católica de los sistemas éticos contrapuestos, como enfatizó San Juan Pablo II– se aparta, se abandona. Pero entonces la misma noción de conciencia desaparece en un agujero negro de subjetividad. La lección del Génesis 3 se pierde en las sutilezas y mentiras de la serpiente.(Dios realmente dijo ‘¿Debes?’ o ‘¿no debes?’”). El temor del Señor resulta que no es necesario para el principio de la sabiduría.
Hay una tercera, pregunta también pastoral: ¿Como quedan las cosas en el fuero interno y especialmente en el confesionario? Cuando se excusa a la conciencia de considerar la naturaleza intrínseca de un acto, y se pone directamente a luchar con las dimensiones subjetivas, circunstanciales y las consecuencias del acto, la requerida contrición, penitencia y absolución serán muy diferentes. Y esto también tendrá consecuencias para el fuero externo. Lo que antes se consideraba adulterio, y por tanto descalificaba para la comunión, ahora se considerará como una nueva forma de fidelidad, y por tanto válida. En cuyo caso, la misma Eucaristía hará de testigo de esta fidelidad que antes era infidelidad.
Dije antes que los dubia, siendo considerados necesarios, requieren necesariamente una respuesta. Pero no es tan simple como esto. Considerados sustancialmente y no meramente procesalmente, los dubia son de hecho necesarios; el quinto, al menos, no se puede no responder. O mejor, la única posible respuesta sería retirar la sección que desagrada de la Amoris Laetitia y corregir o clarificar los supuestos, que aparecen en otras partes, que apoyan esa sección.
La raíz diabólica: dividiendo la Iglesia
Llego ahora a mi conclusión, a lo que llamaré la raíz diabólica de nuestra presente crisis. El enemigo de nuestras almas es también, y a fortiori, el enemigo de la Iglesia de Dios. El diablo busca dividir al hombre de Dios, a la mujer del hombre, al administrador de la creación de la misma creación, incluso de su cuerpo. Él busca sobre todo dividir a la Iglesia. Y división en la Iglesia es lo que se puede esperar si justificamos el pecado insinuando oposición entre las perfecciones de Dios; si ponemos a la escritura contra la escritura y tradición contra la tradición, la conciencia contra ambas.
La verdad sobre Dios es que es nunca está sin su justicia o su misericordia. “Tampoco se muestra inmisericordemente justo; por su bondad, sin duda, va antes que su juicio y coge precedencia” (Haer 3.25), las dos trabajando en perfecta armonía.
La verdad sobre la Escritura y Tradición es que son coherentes, y que su coherencia sostiene a la Iglesia. Hay, como dice Ireneo, “un sistema bien cimentado que tiene a la salvación del hombre, esto es, nuestra fe: que, habiendo sido recibida de la Iglesia, preservamos, y que siempre, con el espíritu de Dios renovando su juventud como si fuera un precioso depósito en una vasija excelente, causa que la misma vasija también rejuvenezca”.
La verdad sobre la conciencia es que no tiene de ninguna manera jurisdicción por encima de la ley de Dios.
Hoy nos enfrentamos a una crisis en la Iglesia, una crisis muy exacerbada (aunque no causada) por la Amoris Laetitia, porque “el sistema bien cimentado” ha empezado a deshacerse, como lo hizo en el siglo XVI. Donde los reformadores protestantes intentaron y no pudieron volver a crear, el concilio de Trento tuvo éxito; pero ya no podemos decir, incluso en la Iglesia Católica, que “la oración de la iglesia es consistente en todas partes, y continua en un curso estable” (Haer 3.24). Por el contrario, obispo rivaliza con obispo, y debe decirse con toda honestidad de la Amoris que parece que “piensa diferente respecto a las mismas cosas en diferentes momentos” (ibid.). Como el mismo cardenal Sarah observa, nuestra presente crisis se ha agudizado por el hecho de que prelados de alto rango “rehúsan hacer frente al trabajo de auto-destrucción de la Iglesia a través de la demolición deliberada de sus fundamentos doctrinales, litúrgicos y pastorales.”
No puedo reclamar aquí que las demandas de Ireneo en la conclusión de su tercer libro, porque es imposible en tan corto espacio siquiera listarlas, mucho menos “exponer y derrocar”, todas esas “doctrinas impías” y falsedades con las que de nuevo nos enfrentamos. Pero puedo y mantendré esto: si el problema de Marcion era fundamentalmente un problema moral, también lo es el nuestro. Iré más allá, y digo que su carácter es espiritual. No es, en un último análisis, una cuestión sobre pastorear gente que ha caído en pecados sexuales y otras dificultades de relación, por muy importante que sea. No es una cuestión de ser paciente o caritativo, tampoco para aquellos que apelan a nuestra ayuda o aquellos que ruegan discrepar de nosotros, “porque nuestro amor, ya que es verdadero, es beneficioso para ellos, solo si quieren recibirlo” (Haer 3.25). Y no es una cuestión, me apresuro a añadir, de encontrar esto o esta prueba de ortodoxia prescrita por el orgullo, o la inseguridad, de super-tradicionalistas, quienes en su propia manera solo perpetúan los errores marcionitas. Es finalmente una cuestión de lealtad a nuestro Señor, una cuestión del temor de Dios. Sin una renovación del temor de Dios, no se resolverá.
Douglas Farrow
Traducido para InfoCatólica por José María Fontdecaba Climent