En el octavo capítulo de su exhortación post-sinodal Amoris Laetitia el Papa Francisco reflexiona sobre el tema del acompañamiento, el discernimiento y la integración (AL 291-312). Se trata, sin duda, del capítulo más controvertido en el debate público.
En particular, merece una aclaración el tema del discernimiento propuesto por el documento. El Papa observa, en un pasaje ya muy citado, que los fieles encuentran numerosas dificultades y que existen factores atenuantes a causa de los cuales «ya no es posible decir que todos los que están en una situación llamada »irregular «viven en un estado de pecado mortal» (AL 301). Aquí hay que señalar que esta enseñanza no es en realidad nueva. Más bien se trata de algo adquirido en la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. En realidad, nunca se ha podido decir lo que Francisco afirma que no se puede decir más. Escribe en efecto san Juan Pablo II en Ecclesia de Eucharistia: «El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia» (n. 37).
Continuando, donde el Santo Padre señala que el «discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de crecimiento» (AL 303), el texto podría quizá haber sido más claro. De hecho, lo que hay que discernir no está del todo claro. ¿Francisco está quizás pidiendo a los pastores de almas que disciernan (y «discernir» en realidad significa «juzgar») el estado de gracia del fiel? Realmente sería una novedad, y, por otra parte, profundamente irónica: significaría que el mismo Papa que pronunció la frase memorable: «¿Quién soy yo para juzgar?» invitaría ahora a los sacerdotes de la Iglesia a emitir respecto de sus fieles penitentes aquel tipo de juicio que el Doctor Común de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, definía como «imprudente».
Para Tomás las condiciones del «juicio imprudente» son numerosas, y una de ellas es que la persona «presuma de juzgar de las cosas ocultas que sólo Dios tiene el poder de juzgar» (Comentario sobre la carta de Pablo a los Romanos, II, 1, 176). Explica el Aquinate que mientras que Dios «nos ha dado el juicio sobre las cosas externas: [...] ha reservado para sí las internas» (Comentario al Evangelio de Mateo, VII, 1). Santo Tomás habla así de la imposibilidad de juzgar del estado de gracia de otro. El Concilio de Trento habla incluso de la imposibilidad de juzgar del propio estado de gracia, cuando dice: «Nadie puede saber con certeza de fe, libre de toda posibilidad de error, que ha obtenido la gracia de Dios» (Decreto sobre la justificación, capítulo 9). Hasta el momento, en suma, la Iglesia siempre ha dejado a Dios el discernimiento del estado de gracia de la persona, que cae dentro de las «cosas internas», y en cambio se ha limitado a juzgar la conducta externa o los estados de vida objetivos.
Por lo tanto, la praxis de la Iglesia de no admitir a los divorciados «vueltos a casar» a la Eucaristía - a menos que den señales objetivas de arrepentimiento por haber contraído tal unión (la resolución de vivir en la abstinencia) - no es equivalente a la sentencia de que viven en estado de pecado mortal. Es un juicio sobre su estado de vida - que está en contradicción objetiva con el misterio de la unión fiel de Cristo con su Iglesia que se celebra en la Eucaristía - y no un juicio sobre sus almas, cuyas condiciones sólo Dios conoce.
Pero si un juicio negativo sobre el estado de gracia de un fiel es imprudente, ¿por qué no debería ser también imprudente un juicio positivo al respecto? ¿En base a qué un sacerdote debería ser capaz de discernir que personas rutinariamente y abiertamente infieles a su cónyuge legítimo viven a pesar de ello en gracia de Dios? ¿Cómo se mide el peso de las posibles circunstancias atenuantes, del condicionamiento social, de las limitaciones psicológicas? Todavía no se inventó el instrumento para medir empíricamente la presencia o ausencia de la gracia, ni es todavía posible determinar en cada caso el grado de libertad con que cada uno comete una acción gravemente errada.
Lo que la Iglesia puede juzgar es la acción en sí misma. Puede decir que si la gente comete ciertos tipos de acciones - adulterio, asesinato, robo armado, tortura, pedofilia – con suficiente advertencia y con un grado razonable de libertad, entonces tal acción les hará perder la amistad de Dios, porque las acciones de esa clase contradicen radicalmente el ser mismo de Dios en cuanto Esposo fiel de la Iglesia, Amante de la vida y Protector de los pequeños. En otras palabras, esas personas cometen un pecado mortal. Eso es todo lo que los pastores de almas deben y pueden saber. Luego, que el adúltero, el asesino o torturador estuviese en sus cabales cuando cometió el acto, que estuviese verdaderamente separado de Dios en la medida en que era plenamente presente a sí mismo en el momento de cometer una acción desagradable a Dios, eso lo sabe sólo Dios. El sacerdote en el confesionario discierne la acción, Dios discierne el corazón.
Algo parecido hay que decir sobre el discernimiento de las situaciones de vida. Sólo Dios conoce hasta qué punto la persona es responsable de encontrarse en una situación dada. El sacerdote en el confesionario puede saber solamente que una situación dada de vida - por ejemplo, la pertenencia a una organización terrorista - es objetivamente contraria al plan de Dios para esa persona, a su ser llamado a convertirse en amiga de Dios. Si soy capaz de tomar decisiones, si tengo dominio sobre mis acciones y si soy capaz de asumir la responsabilidad de mi vida, entonces voy a tener que elegir entre ser amigo de los asesinos o amigo de Dios: ¿cómo se puede ser amigo de un padre y al mismo tiempo amigo de los que matan a sus hijos? La tensión es objetiva.
Pues bien, también hay una tensión objetiva entre el deseo de objetivo celebrar el misterio de la fidelidad del Señor a su Esposa y estar en una situación en la que se es habitual y públicamente infiel al propio cónyuge. ¿Es concebible que, en ambos casos, y de hecho en cualquier «situación objetiva de pecado», una persona pueda vivir «en la gracia de Dios,» amar y «crecer también en la vida de la gracia y la caridad» (AL 305)? El Papa es bastante radical cuando responde afirmativamente: puede haber «limitaciones y factores atenuantes« (AL 305), debido a los cuales las personas no son libres y por lo tanto no son responsables. Pero será imposible que otra persona humana mida, discierna o juzgue el grado de libertad con que alguien está involucrado en una tal situación objetiva de pecado.
En consecuencia, las palabras del Santo Padre sobre el discernimiento no pueden interpretarse como una invitación a discernir el estado de gracia de los de los fieles individuales, para a continuación, en caso de un juicio positivo, poder admitir a la comunión a las personas en situación objetiva de pecado. El Papa pediría algo imposible (cfr. el Concilio de Trento) y se contradeciría a sí mismo ( «¿Quién soy yo para juzgar?»). Por tanto, el discernimiento debe ser entendido no como un juicio sobre el estado de gracia, sino como ayuda «para encontrar posibles vías de respuesta a Dios y el crecimiento a través de los límites» (AL 305), comenzando sin más con el discernimiento de la verdad de la situación propia delante de Dios.
En el caso de los divorciados «vueltos a casar» eso implicaría concretamente la verificación de la existencia o no de un vínculo matrimonial (es decir, ¿el matrimonio era válido?) y la investigación de eventuales razones que eximirían de la «obligación de la separación »(cfr. Familiaris consortio 84, AL 298). Luego comportaría la búsqueda de caminos para ayudar a los interesados a vivir de acuerdo con la verdad de su relación. El discernimiento es necesario también para encontrar modos de integración que no se contenten con el estado de pecado, sino que expresen una confianza en la poderosa gracia de Dios y la capacidad del hombre para responder a ella, dirigiendo a la persona a un auténtico proceso de crecimiento que tenga como objetivo su reconstitución a la plenitud de la vida que el Señor nos ofrece.
Stephan Kampowski
Publicado originalmente en La Nuova Bussola Quotidiana
Traducido por Néstor Martínez para InfoCatólica