Recemos por el descanso del alma del Papa Francisco. Debemos rezar con no menos fervor para que Dios, en Su misericordia, bendiga a Su Iglesia con un nuevo Papa del tipo que más necesita en este momento de su historia. Mientras los cardenales comienzan a pensar en un sucesor, es apropiado para ellos, y para nosotros, recordar que el primer deber de cualquier Papa es preservar sin diluir el depósito de la fe. Esto concierne a la sana doctrina incluso más que a la sana práctica, porque la práctica sólo puede ser sana cuando la doctrina es sana. Esto es algo que los que eligen a un nuevo Papa deberían tener siempre presente en primer lugar. Pero los recordatorios son especialmente importantes hoy, cuando la Iglesia se enfrenta a una mayor confusión doctrinal que quizás en cualquier otro momento anterior.
Al mundo moderno, liberal y secular no le gusta oír tales recordatorios. Cuando muere un Papa, la prensa, como era de esperar, elogia su bondad personal y su preocupación por los pobres y marginados. En parte, esto no es más que la cortesía apropiada cuando muere cualquier persona. Pero también parece ser lo que se enfatiza en los comentarios sobre quién debería ser el sucesor del Papa. La idea que tiene el mundo liberal y secular de un buen Papa es esencialmente la de un trabajador social con la personalidad del Sr. Rogers. Se impacienta con la idea de que la razón principal de la existencia del papado es preservar la doctrina que nos transmitieron los Apóstoles y unir a los fieles en torno a esa doctrina.
Esto es, por supuesto, en parte porque el mundo moderno es hostil a muchos de los aspectos específicos de esa doctrina. Pero en parte se debe a que la modernidad liberal y secular se basa en la idea de que la doctrina religiosa de cualquier tipo es una cuestión de opinión subjetiva e idiosincrásica que sólo tiene un significado privado. El mundo moderno no puede entender cómo esa mera opinión (tal y como ella la ve) puede ser considerada seriamente como la preocupación central de un cargo con la visibilidad pública y la influencia del papado. De ahí que centre su atención en las actividades filantrópicas de los papas, que le resultan más comprensibles y útiles.
Pero las prioridades del mundo no son, ni deben ser nunca, las de la Iglesia. Ella debe tener siempre presente el Mandato de Cristo:
Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.(Mateo 28, 19-20)
Y los papas deben tener siempre presentes las palabras de Cristo a San Pedro:
'Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos. (Lucas 22, 31-32)
El mandato de Cristo es convertir al mundo a su enseñanza, el depósito de la fe. El encargo de Pedro es preservar esa fe y confirmar en ella a sus hermanos. Naturalmente, esto no se debe a que la doctrina sea un fin en sí misma. Como subraya el Código de Derecho Canónico de la Iglesia, la salvación de las almas es su ley suprema. Pero la cuestión es precisamente que la sana doctrina es el requisito previo necesario para la salvación de las almas. El encargo de Cristo no fue «Id, pues, y haced progresar la justicia social en todas las naciones». No le dijo a Pedro «He rezado por ti, para que llegues a los marginados». Esto no se debe a que la justicia social y la ayuda a los marginados no sean importantes. Es porque, a menos que entiendas bien la doctrina, no vas a entender a qué equivale la verdadera justicia social, y no vas a saber qué deberías hacer por los marginados una vez que les hayas tendido la mano.
La prioridad de la doctrina tiene todo su sentido cuando se comprende bien la naturaleza de la voluntad y de las acciones que de ella se derivan. Como enseñaba el Papa León XIII, siguiendo a Santo Tomás de Aquino:
Pero el movimiento de la voluntad es imposible si el conocimiento intelectual no la precede iluminándola como una antorcha, o sea, que el bien deseado por la voluntad es necesariamente bien en cuanto conocido previamente por la razón. Tanto más cuanto que en todas las voliciones humanas la elección es posterior al juicio sobre la verdad de los bienes propuestos y sobre el orden de preferencia que debe observarse en éstos. Pero el juicio es, sin duda alguna, acto de la razón, no de la voluntad. Si la libertad, por tanto, reside en la voluntad, que es por su misma naturaleza un apetito obediente a la razón, síguese que la libertad, lo mismo que la voluntad, tiene por objeto un bien conforme a la razón. (Libertas 5)
La acción es consecuencia de la voluntad, y la voluntad persigue lo que el intelecto juzga bueno. Por lo tanto, no podemos querer correctamente, y nuestras acciones no serán buenas en sus efectos, a menos que los juicios del intelecto sean correctos. La gente moderna está acostumbrada a pensar que lo importante no es lo que uno cree, sino hacer lo correcto y tener buena voluntad. Pero la realidad es que si lo que crees es falso, tu voluntad no puede dirigirse a lo que es realmente bueno (aunque no seas culpable del hecho), y lo que hagas no será lo correcto salvo por accidente. De ahí que la sana doctrina sea crucial para querer y actuar correctamente.
Esto hace inteligible por qué, aunque el cisma es un pecado muy grave, Aquino enseña que la herejía es aún peor (Summa Theologiae II-II.39.2). Los católicos deben permanecer en comunión con el Papa, pero precisamente porque el trabajo del Papa es preservar la sana doctrina. No es que debamos evitar la herejía para evitar el cisma, sino que el sentido de evitar el cisma es evitar la herejía.
También hace inteligible por qué la infalibilidad papal concierne sólo a la doctrina, y no al carácter moral personal de un papa. La Iglesia no dice que un Papa no pueda hacer cosas malas, o que no pueda tener una mala voluntad. Sólo afirma que, cuando define formalmente una cuestión de doctrina ex cathedra, de una manera que pretende ser absolutamente final y definitiva, no se equivocará.
No es de extrañar, por tanto, que el deber de los papas de preservar el depósito de la fe haya sido repetidamente subrayado en la tradición católica. He aquí algunos ejemplos:
- La primera condición de la salvación es guardar la norma de la verdadera fe y no desviarse en modo alguno de la doctrina establecida por los Padres. Porque es imposible que no se verifiquen las palabras de Nuestro Señor Jesucristo que dijo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». (Fórmula del Papa San Hormisdas)
- Porque el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro no para que, por su revelación, dieran a conocer alguna doctrina nueva, sino para que, con su asistencia, custodiaran religiosamente y expusieran fielmente la revelación o depósito de la fe transmitida por los apóstoles. (Concilio Vaticano I, Sesión 4, Capítulo 4)
- El magisterio vivo de la Iglesia... no está por encima de la Palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando sólo lo que ha sido transmitido, escuchándola devotamente, custodiándola escrupulosamente y explicándola fielmente según un encargo divino y con la ayuda del Espíritu Santo. (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, Capítulo II)
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La misión de Pedro y sus sucesores consiste en establecer y reafirmar autorizadamente lo que la Iglesia ha recibido y creído desde el principio, lo que los Apóstoles enseñaron, lo que la Sagrada Escritura y la tradición cristiana han fijado como objeto de la fe y norma cristiana de vida. (Papa San Juan Pablo II, Catequesis del 10 de marzo de 1993)
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El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo. […]El Papa es consciente de que, en sus grandes decisiones, está unido a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos, a las interpretaciones vinculantes surgidas a lo largo del camino de peregrinación de la Iglesia. Así, su poder no está por encima, sino al servicio de la palabra de Dios, y tiene la responsabilidad de hacer que esta Palabra siga estando presente en su grandeza y resonando en su pureza, de modo que no la alteren los continuos cambios de las modas. (Papa Benedicto XVI, Homilía para la Misa de posesión de la Cátedra del Obispo de Roma, 7 de mayo de 2005)
Esta última afirmación, de Benedicto XVI, es especialmente elocuente. Y nos recuerda que la verdadera humildad en un Papa implica un firme rechazo a ignorar, diluir u ofuscar de cualquier modo la enseñanza tradicional de la Iglesia, ni siquiera cuando otros puedan engañarse a sí mismos pensando que hacerlo sería misericordioso o pastoral o más acorde con los signos de los tiempos.
Que los cardenales tengan en cuenta estos recordatorios en sus deliberaciones. Que elijan a un hombre dispuesto a vivir y, si es necesario, a morir por estas nobles palabras de la tradición. San Pedro, ruega por nosotros.
Publicado originalmente en Edward Feser