Es una gran tragedia perder la vista, pero más trágico aún podría ser perderla cuando uno tiene la capacidad de usarla para expresar sobre ásperos lienzos una luminosidad que transforma lo visto en visión. Por eso algunos grandes maestros del impresionismo sufrieron con mayor intensidad sus problemas ópticos.
Edgar Degas se lamenta en una carta a su amigo James Tissot: “Qué cosas más hermosas podría haber hecho, y rápidamente, si la luz brillante del día fuera menos intolerable para mí. Ir a Louisiana para abrir los ojos de uno, no puedo hacerlo. Pero todavía los mantenía lo suficientemente medio abiertos para ver hasta saciarme.” (18.II.1873)
Lo mismo se podría decir de las almas en pecado mortal, sobre todo las almas de los que han sido hechos hijos de Dios por medio del Bautismo. Estas almas están llamadas a la santidad, y es una lástima cuando el pecado mortal les separa de la amistad con Dios, de tal forma que les moleste Su Luz, aunque sienten en el fondo ansias de esa Luz.
Degas declaraba a James Tisson que después de dolerle en los ojos el reflejo de la luz brillante del sol, se pasaba las semanas de recuperación: “temblando todo el tiempo por si permaeciera así” (30.IX.1871, París). Él sufría de retinopatía desde los 36 años, pero ¿cuántos de los que padecen de la oscuridad del pecado se dan cuenta de su problema?
Se preocupaba mucho Degas de quedar ciego y escribía: “A veces siento un estremecimiento de horror” (1873), “Mis ojos están muy mal. El oculista… me ha dejado trabajar sólo un poco hasta que envíe mis cuadros. Lo hago con mucha dificultad y la mayor tristeza” (1874). ¿Nos preocupa de la misma forma el no poder gozar de la Visión de Dios por toda la eternidad? ¿Nos damos cuenta de que el pecado entorpece nuestras mejores obras?
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