18.07.16

XLV. El misterio de las tentaciones de Cristo

El comentario de San Gregorio Magno

Una de las reflexiones sobre el misterio de la tentaciones de Cristo, que tuvo principalmente en cuenta en su explicación teológica Santo Tomás de Aquino, fue la de del papa San Gregorio Magno (c. 540-604), Sobre este Doctor de la Iglesia, uno de los cuatro primeros, junto con San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín, dijo Benedicto XVI que: «Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza»[1].

El llamado «Papa de la razón» indica también que: «En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo “siervo de los siervos". Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza»[2].

En sus Homilías sobre los Evangelios, que reúne sus predicaciones en las basílicas e iglesias de Roma al pueblo romano, dedicó una de ellas, al comentar el evangelio del primer domingo de Cuaresma (Mt 4, 1-11), en la basílica de San Juan de Letrán. Empezó con esta confesión: «La mente se resiste a creer y los oídos humanos se asombran cuando oyen decir que Dios Hombre fue transportado por el diablo, ora a un monte muy encumbrado, ora a la ciudad santa. Cosas, no obstante, que conocemos no ser increíbles si reflexionamos sobre ello y sobre otros sucesos»[3].

Uno de estos, el primero, que se destaca desde este relato, es que: «El diablo es cabeza de todos los inicuos y que todos los inicuos son miembros de tal cabeza. Pues qué, ¿no fue miembro del diablo Pilatos? ¿No fueron miembros del diablo los judíos que persiguieron a Cristo y los soldados que lo crucificaron? ¿Qué extraño es, por tanto, que permitiera ser transportado al monte por aquel a cuyos miembros permitió también que le crucificaran?».

No es extraño, por consiguiente, y tampoco: «no es, pues indigno de nuestro Redentor, que había venido a que le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones las nuestras».

Señalada la conveniencia de la tentación, advierte, no obstante, que: «La tentación se produce de tres maneras: por sugestión, por delectación y por consentimiento. Nosotros, cuando somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros el campo donde soportar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de la Virgen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del pecado ni rozo siquiera su alma; y así, toda aquella tentación diabólica, fue exterior, no de dentro»[4].

El duelo con Satanás

Comenta seguidamente, San Gregorio, que: «Mirando atentos al orden en que procede en Él la tentación, debemos ponderar lo grande que es el salir nosotros ilesos de la tentación». A nosotros nos tienta no sólo lo externo, sino también una tentación interna, que procede del pecado original y que está en nuestro interior, en donde encuentra su complicidad. En Cristo, la tentación no podía partir de su interior, ni podía darse en Él ninguna connivencia interior con la tentación.

Nota también el papa Gregorio I que el paralelismo entre las tentaciones y su orden, que sufrieron Adán y Eva, con las que sufrió Jesús, y también su correspondencia con nuestras debilidades actuales. El «altivo» y «antiguo enemigo» se dirigió a los primeros con las mismas tentaciones. «Pues le tentó con la gula, con la vanagloria y con la avaricia; y tentándole le venció, porque se sometió con el consentimiento. En efecto, le tentó con la gula, cuando le mostró el fruto del árbol prohibido y le aconsejó comerle. Le tentó con la vanagloria cuando dijo: “Seréis como dioses”. Y le tentó con la avaricia cuando dijo: “Sabedores del bien y del mal”; pues hay avaricia no sólo de dinero, sino también de grandeza; porque propiamente se llama avaricia cuando se apetece una excesiva grandeza; pues, si no perteneciere a la avaricia la usurpación del honor, no diría San Pablo refiriéndose al Hijo unigénito de Dios (Phil. 2, 6): “No tuvo por usurpación el ser igual a Dios”. Y con esto fue con lo que el diablo sedujo a nuestro padre a la soberbia, con estimularle a la avaricia de grandezas»[5].

Cristo tomó sobre sí, al igual que la muerte, el sufrir nuestras tentaciones para vencerlas y hacer posible que nosotros las venciéramos con su gracia que nos consiguió. Por ello: «Por los mismos modos por los que derrocó al primer hombre, por esos mismos modos quedó el tentador vencido por el segundo hombre. En efecto, le tienta por la gula, diciendo: “Di que esas piedras se conviertan en pan”; le tentó por la vanagloria cuando dijo: “ Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo”; y le tentó por la avaricia de la grandeza cuando, mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: “Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares”. Mas, por los mismos modos por los que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, es él vencido por el segundo hombre, para que, por la misma puerta por la que se introdujo para dominarnos, por esa misma puerta saliera de nosotros aprisionado»[6].

A Cristo, Satán se le había aparecido con forma humana. Entre ambos se había entablado un diálogo como un hombre a otro hombre, aunque la iniciativa, por marchando al desierto, la había tomado el vencedor. Le venció con la verdad y la justicia. «El Señor, tentado por el diablo, responde alegando los preceptos de la divina palabra, y Él, que con esa misma Palabra, que era El, el Verbo divino, podía sumergir al tentador en los abismos, no ostenta la fuerza de su poder, sino que sólo profirió los preceptos de la Divina Escritura para ofrecernos por delante el ejemplo de su paciencia, a fin de que, cuantas veces sufrimos algo de parte de los hombre malos, más bien que a la venganza, nos estimulemos a practicar la doctrina».

Además de la paciencia, se nos propone la humildad. «Cuán grande es la paciencia de Dios y cuán grande es nuestra impaciencia. Nosotros, cuando somos provocados con injurias o con algún daño, excitados por el furor, o nos vengamos cuanto podemos, o amenazamos lo que no podemos (…) El Señor soportó la contrariedad del diablo y nada le respondió sino palabras de mansedumbre: soporta lo que podía castigar, para que redundase en mayor alabanza suya el que vencía a su enemigo, sufriéndole por entonces y no aniquilándole»[7].

En tercer lugar, se nos invita a la adoración de Cristo, porque: «Habiéndose retirado el diablo, los ángeles le servían (a Jesús). ¿Qué otra cosa se declara aquí sino las dos naturalezas de una sola persona, puesto que simultáneamente es hombre, a quien el diablo tienta, y el mismo es Dios, a quien los ángeles sirven? Reconozcamos, pues, en Él nuestra naturaleza, puesto que, si el diablo no hubiera visto en Él al hombre no le tentara; y adoremos en El su divinidad, porque, si ante todo no fuera Dios, tampoco los ángeles en modo alguno le servirían»[8].

Por último, quedan explicados como deben vivirse los días de ayuno y penitencia de la cuaresma. «Hallamos que Moisés, para recibir la Ley la segunda vez, ayunó cuarenta días; Elías ayunó en el desierto cuarenta días; el mismo Creador de los hombres, cuando vino a los hombres, durante cuarenta días no tomó en absoluto alimento alguno. Procuremos también nosotros, en cuanto nos sea posible, mortificar nuestra carne por la abstinencia durante el tiempo cuaresma cada año»[9].

En conclusión, exhorta San Gregorio que: «Cada cual, conforme sus fuerzas lo consientan, atormente su carne y mortifique los apetitos de ella y dé muerte a las concupiscencias torpes para hacerse, como dice San Pablo, hostia viva. Porque la hostia se ofrece y esta viva cuando el hombre ha renunciado a las cosas de esta vida y, no obstante, se siente importunado por los deseos carnales. La carne nos llevó a la culpa; tornémosla, pues, afligida, al perdón. El autor de nuestra muerte, comiendo el fruto del árbol prohibido, traspasó los preceptos de la vida; por consiguiente, los que por la comida perdimos los gozos del paraíso levantémonos a ellos, en cuanto nos es posible, por la abstinencia»[10].

La visión escriturística

En nuestra época, Louis-Claude Fillión, profesor del Instituto Católico de París, desde una perspectiva científica, se ocupó de la vida de Jesús. Al tratar el episodio de las tentaciones, aportó nuevas observaciones, que están en continuidad con San Agustín, San Gregorio el Magno y Santo Tomás. Notó, en primer lugar, que es: «un misterio más profundo y más asombrosos aún que el del bautismo de Nuestro Señor; el Hijo de Dios tentado, es decir, provocado a hacer mal; el Hijo de Dios en contacto inmediato con el príncipe de los demonios»[11].

Gracias a San Pablo y a estos y a otros doctores de la Iglesia, puede advertir que: «El Verbo divino, al hacerse hombre, había aceptado todas las condiciones, todas las miserias, todas las humillaciones de nuestra naturaleza caída. Por lo cual, dice el apóstol de los gentiles (Hb 4, 15) fue “tentado como ellos”. Y aún va más lejos San Pablo cuando no vacila en decir (Hb 2, 18) que “fue necesario que Jesús fuese hecho en todo semejante a sus hermanos…, porque, por haber padecido y sido tentado, es poderoso para ayudar a los que son tentados”. Hay, pues, también aquí, de parte del Salvador, una de aquellas voluntarias humillaciones que, con lenguaje nobilísimo, describe la Epístola a los Filipenses (Fil 2, 7,8)»[12].

Para comprender de algún modo el misterio de las tentaciones, debe también tenerse en cuenta que: «Primeros en sufrir la prueba de la tentación habían sido los ángeles, muchos de los cuales sucumbieron tristemente. La sufrió también Adán y nosotros sabemos cuán funestos fueron los resultados para sí y para su posterioridad. Tampoco se libró de ella el segundo Adán; ¡pero qué magnifica va a ser su victoria! Todo bien considerado, entrar en abierta liza contra el caudillo del imperio de las tinieblas y triunfar de él»[13].

Además, que: «La dolorosa escena de Getsemaní derrama clarísima luz sobre la tentación del desierto. Aunque era impecable pudo, pues, Jesús ser realmente tentado; pero con esta otra gran diferencia: que en nosotros, por obra del pecado original, hay una levadura de concupiscencia que aumenta la potencia del mal, mientras que en Jesús, en quien todo era santo y perfecto, no podía la tentación provenir sino de fuera, de Satán o de sus agentes».

La razón por la que Jesús: «podía ser incitado al mal y tentado a faltar a su deber» era porque le era posible: «ocultarse, digámoslo así, momentáneamente su divinidad y permitir que la naturaleza humana fuera sometida a duras pruebas». Además: «La tentación, por penosa que pueda ser, no causa de suyo ningún mal al alma que sabe resistirla; antes al contrario, pone de manifiesto el temple del alma, y de este modo acrecienta sus méritos»[14].

Después de haber sido bautizado por Juan Bautista –según «una antiquísima tradición, referida ya por Peregrino de Burdeos (a. 333)» en «el punto del Jordán próximo al convento griego de San Juan Bautista (Kasr-el Yeub, castillo de los Judíos), a cinco millas romanas del mar Muerto»[15]–, «desde las orillas del Jordán, Jesús, conducido por el Espíritu Santo, atravesó el espacio de unos ocho kilómetros que media entre el río y Jericó; luego, encaminándose hacia el Oeste, se detuvo, según indica San Mateo con precisión, en la región más elevada del desierto (…) en el lugar que hoy lleva el nombre de Djebel Kurûntel o Kurûntul, “monte de la Cuaresma”, en memoria de los cuarenta días que en el pasó el Salvador»».

A diferencia de otros que sostienen que el ayuno de Jesús fue natural, porque de acuerdo con los datos de la ciencia puede el hombre vivir sin comer hasta sesenta días, Fillion cree que: «Por espacio de este largo período, vivió casi únicamente del alma, sumido por entero en Dios, rogando por los que había venido a salvar, contemplando de antemano las diferencia fases de su próximo ministerio. Vivió como en éxtasis continuado, durante el cual las necesidades del cuerpo estaban milagrosamente en suspenso. Pero de repente, al reasumir la naturaleza imperiosamente sus derechos, hízose sentir el aguijón del hambre»[16].

Respecto a la actuación de Satanás, advierte, por una parte, que: «El Evangelio nos muestra al príncipe de los demonios acercándose de manera insidiosa, muy probablemente debajo de forma humana Los distintos nombres que aquí le dan los escritores sagrados son los mismos que de ordinario recibe en las otras partes de la Biblia: “Satán”, palabra hebrea que significa “adversario”; “diablo” o calumniador y “tentador”. Cada uno de estos calificativos lo señala con merecido estigma y pone de relieve su rara maldad. Enemigo como es de Dios y de los hombres, envidioso de Dios y de los hombres, ¡qué triunfo no alcanzaría sobre Dios y sobre los hombres juntamente si lograse vencer al Salvador¡ En su triple asalto contra Cristo manifestará toda su astucia y toda su habilidad».

Por otra parte, que: «La expresión “Si eres el Hijo de Dios”, que pone por dos veces como en vanguardia de sus pérfidas sugestiones, muestra que hasta cierto punto conocía la naturaleza y misión de Jesús. Poco antes, en el bautismo de Nuestro Señor, la voz divina había hablado con suficiente claridad para instruirle, si es que él o uno de los suyos la escucharon. En todo caso, quería tener una certeza mayor. Aquellas palabras insidiosas “Si tu eres…” están escogidas se intento para excitar en lo más vivo el amor propio de Aquel a quien iba a tentar y obtener más fácilmente de Él el prodigio solicitado»[17].

La palabra de Dios

Considera Fillion que la intención del diablo, en la primera tentación, era: «apremiar a Jesús a que utilizase en interés personal, sin necesidad perentoria, el don de hacer milagros, que sin duda le habría sido concedido si verdaderamente era el Mesías. ¿Por qué el Hijo de Dios había de sufrir hambre como un simple mortal en aquel inhabitado desierto, cuando tan fácil le era procurarse, sin más que una palabra, un alimento nutritivo? Hábil era la sugestión. Si Jesús le hubiese dado oídos “habría subordinado”, por lo menos momentáneamente, su naturaleza divina a las necesidades de su humanidad, colocando lo humano por encima de lo divino, transformando lo divino en medio para lo humano; habría, por consiguiente, invertido el orden dispuesto por Dios»[18].

Sobre la respuesta de Jesús, en esta primera tentación, explica, el investigador francés, que: «Algunos exegetas han desviado la respuesta de Jesús de su verdadero sentido, explicándola cual si la locución “palabra de Dios” significase aquí no un valimiento material, sino espiritual; por ejemplo, la obediencia a la voluntad divina, la palabra inspirada de los Libros santos, etc.»[19].

No parece que sea así, porque en el versículo del Deuteronomio, con el que replicó Jesús, con la expresión «toda palabra que sale de la boca de Dios» se alude al milagro del maná con el que el Señor los alimentó durante cuarenta años en el desierto. De manera que: «Con una palabra de su boca creadora y omnipotente les dio en abundancia un alimento maravilloso, que sostuvo sus fuerzas por espacio de cuarenta años ¿Por qué, pues, Jesús, que se hallaba en circunstancias semejantes a las de los israelitas, había de obrar un milagro egoísta contrario al orden de la Providencia, dado que Dios conocía sus necesidades y no dejaría ciertamente de remediarlas en sazón oportuna?»[20].

La protección de Dios

Respecto a la segunda tentación, cree Fillion que: «el Salvador toleró a Satanás que le llevase por los aires hasta Jerusalén»[21]. Sin embargo, parece más verosímil lo que indica dominico A.M. Henry: «No se ha de entender esta tentación como si Jesús se hubiera subido sobre las espaldas del diablo o agarrado a su brazo (…) El diablo conduce a Jesús sencillamente a Jerusalén y hasta el pináculo del templo. Y le tienta utilizando de nuevo una palabra de la Escritura, sugiriéndole seducir al pueblo con espectáculos prestigiosos. Es la tentación perpetua de los que “exigen milagros” (1 Cor 1, 22)»[22].

El exegeta francés sigue a Marie-Joseph Lagrange, fundador de la Escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén, que había notado que: «Si Jesús había seguido al demonio por los aires, ¿qué podía significar la invitación de tirarse desde una altura de algunos cientos de metros? Jesús habría cedido ya al deseo de Satán»[23].

Añade el profesor Fillion que: «La táctica diabólica, con ser siempre la misma en el fondo intenta ahora perfeccionarse. El tentador que, a costa suya, acababa de comprobar la fuerza de una cita bíblica traída oportunamente, se atreve, a su vez, a alegar también una para justificar su odiosa proposición»[24]. Toma del Salterio el versículo: «mandó a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos tus caminos»[25], y, como comenta Fillion: «Cierto que ella expresa con gracia encantadora los cuidados, que bien podemos llamar maternales, de que Dios rodea a los justos, sus fieles amigos»[26].

Sobre la solicitud maternal de Dios, escribía santa Laura Montoya: «Me echaré como un niño enfermo en vuestros brazos, cual el niño en los de su madre, y me estaré quietecita hasta que mi mal halle su remedio en tu casa, oh Dios-Madre mía! No es mucho pensar en que eres Madre, pues que Jesucristo dijo: “Quise arroparte como la gallina a sus polluelos (Mt 23, 37) y también dijo: “Una madre puede olvidarse de sus hijos pero yo jamás me olvidaré de ti” (Is 49, 15). Luego si la madre puede olvidarse de sus hijos y Jesús no, se sigue que Dios es más que madre. En este pasaje me autoriza a mirarlo como más que madre! ¿Y que es más que madre? Pues un Dios-Madre»[27].

Con esta cita del Salmo, la argumentación del diablo sería que Dios: «Con mayor razón ha de proteger a su Cristo. No dude, pues, Jesús, en lanzarse al abismo. Lejos de hacerse daño alguno, con este inaudito prodigio asombrará a los judíos que a todas horas andan por los patios del templo, y al punto será aclamado como el esperado libertador, como Mesías directamente descendido del cielo»[28].

Con la respuesta de Jesús, «No tentarás al Señor tu Dios»[29], le contesta que Dios: «ha dado solemne palabra de que socorrerá a los justos cuando se hallaren en peligro, pero no ha prometido venir en su ayuda cuando sin razón suficiente se expongan ellos mismos al peligro por temeraria presunción, según que Satanás se lo proponía a Jesús. Proceder de este modo sería tentar a Dios, ponerle arrogantemente a prueba, exigir que por nuestros capricho renuncie a los sabios designios de su Providencia, que, por decirlo de una vez, obre milagros estupendos para remediar los daños de incalificables locuras»[30].

Principios del reino de Dios

En lo tocante a la tercera tentación, sostiene Fillion que: «Es probable que Satanás, por arte de magia, por una especie de fantasmagoría y de espejismo, hiciese pasar ante los ojos e imaginación de Nuestro Señor en grandioso y admirable panorama las bellezas de la naturaleza y del arte, las ciudades con sus palacios, los ejércitos y las turbas, las riquezas materiales, en una palabra, todo lo que constituye la gloria exterior de nuestra tierra»[31].

Parece ser que el monte elevado al que subió el diablo a Jesús fue la cumbre del monte de la Cuarentena. El monte o «la roca (pues tal nombre se le puede dar), se eleva 492 m. sobre el mar Muerto, 323 m. sobre Ain es-Sultan (fuente de Eliseo), 98 m sobre el Mediterráneo; yérguese escarpado y casi vertical frente a Tell es-Sultan (montículo en ruinas del Jericó de la época de Josué). La laderas del monte están perforadas de cavernas, que antiguamente estuvieron habitadas por anacoretas. Desde la cumbre se domina toda la vasta llanura de Jericó y las sinuosidades del Jordán con la verde espesura de sus márgenes. Al norte la vista se dilata por el país de Gallad y de Basán, recreándose en las cumbres nevadas del Líbano; al oriente se divisa el país de los antiguos amorreos; al sur se extiende el mar Muerto y parte del desierto de Judá hasta el país de los idumeos, grandioso panorama, muy propio para el objeto que el tentador se proponía en el tercero de sus ensayos»[32].

En este lugar: «el diablo juega el todo por el todo (…) y le ofrece en contrato todos los reinos de la tierra. Pero la misión de Jesús no es reinar en la forma y con la pompa de Satán»[33]. Su misión consiste, como afirma Lagrange: «en proceder siempre y en todo por la adoración de Dios solo»[34].

Explica Fillion que: «como ya observó San Jerónimo (In Matth., h. 1), el demonio usa aquí un lenguaje atrevido y soberbio, pero falso en gran parte, pues ni posee tal autoridad sobre todo el mundo, ni puede conferir los reinos en feudo a quien le plazca. Más tampoco es enteramente mentirosa su aseveración dado que el mismo Dios le tolera el ejercicio de cierto poder en los negocios de los hombres, y que estos se entregan con mucha frecuencia a su funesta dirección»[35].

Es patente, como comenta seguidamente el escriturista francés que: «¡Con que arte encarece el valor de los bienes cuyo pleno e inmediato goce ofrece al Salvador¡ Pero esta oferta dista mucho de ser gratuita. El tentador exige, para conseguir su favor, una condición monstruosa y verdaderamente diabólica que Jesús se postre a sus pies y manifiesta así, a la usanza oriental, su absoluta sumisión al soberano de cuyas manos recibirá entonces sus poderes»[36].

A la orden de expulsión de Satanás, siguió Jesús con la cita de la Escritura «adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás»[37], con la que completaba las otras anteriores respuestas. «Este texto, tomado igualmente del Deuteronomio, expresa la ley fundamental de la verdadera religión. Adorar a Dios y servirlo, he aquí el primero y más grande de todos los mandamientos, y el que resume todos los demás (…) Ningún argumento mejor para imponer silencio a su adversario. Y así, el demonio, vencido en todos sus intentos, víose constreñido a huir vergonzosamente»[38].

Concluye Fillion que: «La victoria del que justamente ha sido llamado el segundo Adán, cabeza de la humanidad rescatada, compensa del vergonzoso y fácil vencimiento del primero». Sin embargo, hace notar que el auténtico sentido de este suceso: «no consistió solamente en una triple tentación de gula, de vanagloria y de ambición. Fue mucho más grave y decisiva (…) Jesús fue tentado, no a título de hombre ordinario, sino de Mesías, a la hora misma en que como tal iba a presentarse ante sus compatriotas»[39].

Se comprende está interpretación, si se tiene en cuenta que: «La mayoría de los judíos de entonces habían desfigurado torpemente el santo y celestial retrato que los profetas habían trazado del Mesías, hasta hacerlo completamente terreno y desconocido. El libertador que ellos esperaban había de aparecer de un modo teatral multiplicar los milagros sin más fin que halagar su vanidad personal o la de su pueblo y manifestarse como rey poderoso, cuyo imperio universal apenas bastaría para satisfacer su ambición. Este programa de falso mesianismo judío es el que el demonio, en sus tres consecutivos asaltos, proponía a Jesús que realizase».

En sus respuestas a las tres tentaciones, Jesucristo estableció tres grandes principios sobre su reino y su misión: «1º. Aun como Mesías no se creía a cubierto de las necesidades y pruebas a que están sometidos los demás hombres, ni hará milagro alguno para eximirse de ellas. 2º Para convencer a los judíos de sus derechos mesiánicos no echará mano tampoco de prodigios inútiles, ni hará “señales” deslumbradoras que no tengan un fin moral. 3º El reino que va a fundar nada tendrá de político ni terreno, sino que será espiritual y religioso. En una palabra, Jesús no se aviene a ejercer el oficio de Mesías sino en consonancia con la voluntad de Dios»[40].

En cualquier caso, como se dice en el Catecismo del Concilio de Trento, es innegable: «Cuán grande es la audacia y perversidad del diablo para tentarnos. Y cuán atrevidos sean, demuéstralo la voz de Satanás, según el Profeta: “Escalaré el Cielo” (Is 14, 13). Acometió a los primeros padres en el Paraíso, persiguió a los Profetas, deseó apoderarse de los Apóstoles, a fin de cómo dice el Señor por el Evangelista “zarandearlos como el trigo” (Lc 22, 31), y ni aún se avergonzó ante la presencia misma de Cristo, nuestro Señor (Mt 4, 3); por lo cual expresó San Pedro la insaciable ambición de ellos y su inmensa actividad diciendo: “Vuestro enemigo el diablo anda girando, como león rugiente, alrededor de vosotros, en busca de presa que devorar” (Pdr 5, 8). Pero no es sólo Satanás el que tienta a los hombres, sino que, a veces, bandas de demonios acometen a cada uno, como lo declaró aquel diablo que, preguntado por Cristo, Señor nuestro, qué nombre tenía, contestó: “Tengo por nombre Legión (Mrc 5, 9); esto es, una multitud de demonios, que habían atormentado a aquel desgraciado; y de otro demonio se lee: “Toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando habían allí, y el último estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero” (Mt 12, 45)[41].

La tentación del rechazo de Dios

Otro aspecto de las tentaciones de Jesús es su especial actualidad, como ha puesto de relieve otro Papa, Benedicto XVI. En su obra Jesús de Nazaret, confiesa en el prólogo del primer volumen: «Yo sólo he intentado, más allá de la interpretación meramente histórico-crítica, aplicar los nuevos criterios metodológicos, que nos permiten hacer una interpretación propiamente teológica de la Biblia, que exigen la fe, sin por ello querer ni poder en modo alguno renunciar a la seriedad histórica»[42].

En la primera parte de la obra, después de ocuparse del bautismo de Jesús, lo hace con las tentaciones. En primer lugar, se ocupa de analizar la naturaleza de la tentación diabólica. En los relatos evangélicos de las tres tentaciones de Cristo: «Aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto». Es el centro, que se puede descubrir en muchas de las corrientes de pensamiento y de acción social y política del mundo actual.

Retirado Dios de la vida en todas sus dimensiones: «poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras»[43]. La tentación de rechazo de Dios y no sólo su gracia, que es imprescindible, sino de su misma realidad.

Si en su profundidad se encuentra lo negativo, el quitar a Dios de la vida del mundo, en su superficie la tentación se presenta como algo positivo o conveniente, porque: «Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral; no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor, abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo».

La mentira está en la tentación, tanto en su interior como en su exterior. Miente en el aspecto externo, porque: «se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita».

También miente al mostrar el verdadero problema profundo que esconde, porque, por una parte: «La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que Él es el real, la realidad misma? ¿Es Él mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana». Por otra la cuestión moral conexionada: «¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús»[44].

La prueba de la existencia de Dios

Seguidamente escribe Benedicto XVI sobre la primera tentación: «”Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4, 3). Así dice la primera tentación: “Si eres Hijo de Dios…”; volveremos a escuchar estas palabras a los que se burlaban de Jesús al pie de la cruz: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27, 40). El Libro de la Sabiduría había previsto ya esta situación: “Si es justo, Hijo de Dios, lo auxiliará…” (2, 18). Aquí se superponen la burla y la tentación: para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esta petición de pruebas acompaña a Jesús durante toda su vida, a lo largo de la cual se le echa en cara repetidas veces que no dé pruebas suficientes de sí; que no haga el gran milagro que, acabando con toda ambigüedad u oposición, deje indiscutiblemente claro para cualquiera qué es o no es»[45].

Es innegable, que, como comenta seguidamente: «Esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee»[46].

Reconoce el Papa que: «se puede preguntar por qué Dios no ha creado un mundo en el que su presencia fuera más evidente; por qué Cristo no ha dejado un rastro más brillante de su presencia, que impresionara a cualquiera de manera irresistible»[47].

Su respuesta es que: «Este es el misterio de Dios y del hombre que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable, y sólo se le puede buscar y encontrar con el impulso del corazón, a través del “éxodo” de “Egipto”»[48].

El diablo, en la primera tentación, concreta un argumento sobre la realidad de Dios.«La prueba de la existencia de Dios que el tentador propone en la primera tentación consiste en convertir las piedras del desierto en pan»[49].

Lo que implica esta propuesta es el siguiente dilema: «¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná. Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención?»[50].

Esta tentación puede plantearse en la Iglesia en nuestros días de este modo: «Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después». La solución se puede encontrar en un hecho equivalente en la vida de Jesús: el milagro de la multiplicación de los panes[51].

Se pregunta el Papa: «¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios»[52].

Un primer elemento del milagro es buscar a Dios; el segundo, orar o pedirle. «Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida»[53].

De las palabras de Jesús en esta tentación –«No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»[54]– se desprende para todos los ámbitos de la cultura actual: «Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes»[55].

Con la inversión de esta jerarquía, que se impone en nuestro mundo: «Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios».

Afirma Benedicto XVI, como conclusión definitiva, que: «Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien»[56].

El dogma moderno

En la segunda tentación, la cita del Salmo 90 –«mandó a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos tus caminos»– revela, por una parte, que: «El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud; todo el diálogo de la segunda tentación aparece formalmente como un debate entre dos expertos de las Escrituras: el diablo se presenta como teólogo»[57].

Por otra parte, que: «El debate teológico entre Jesús y el diablo es una disputa válida en todos los tiempos y versa sobre la correcta interpretación bíblica, cuya cuestión hermenéutica fundamental es la pregunta por la imagen de Dios. El debate acerca de la interpretación es, al fin y al cabo, un debate sobre quién es Dios»[58].

A partir de este comentario, nota Benedicto XVI, sobre la actual interpretación de la Escritura, que: «A partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús, que desmantelan la fe. Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos sólo nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer»[59].

Desde este moderno «dogma» se dice además: «con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo, sólo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos»[60].

La respuesta del Señor en esta tentación es un pasaje del Deuteronomio –«No tentaréis al Señor, vuestro Dios»[61]– en el que se: «alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios».

Explica Benedicto XVI que: «Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: “Tentaron al Señor diciendo: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?” (Ex 17, 7) (…) Dios debe someterse a una prueba. Es “probado” del mismo modo que se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Salmo 90, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo»[62].

Para el Papa, la segunda tentación, por consiguiente, lleva al: «gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo».

Además, es una advertencia a: «La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto a Dios, pues nos ponemos por encima de Él. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo»[63].

El reino de Cristo

Al igual que otros comentaristas, el Papa considera que la tercera tentación de Jesús es el «punto culminante de todo el relato»[64] y que, por ello, es la «tentación fundamental»[65]. El dominio del mundo, que le ofrece el demonio en ella: «¿No es justamente ésta la misión del Mesías? ¿No debe ser Él precisamente el rey del mundo que reúne toda la tierra en un gran reino de paz y bienestar?»[66].

De igual manera, se sigue en la actualidad esta tentación al: «interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Ésta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica?»[67].

Jesús tiene poder sobre el mundo. «El Señor resucitado reúne a los suyos “en el monte” (Cf. Mt 28, 16) y dice: “Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra” (28, 18)». Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «Jesús tiene este poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, de Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos»[68].

Podíamos preguntar entonces: «¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?. La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios»[69].

Jesucristo «ha traído a Dios», y, por ello: «ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco»[70].

No debe olvidarse que: «El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19s)»[71].

Además: «el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han derrumbado todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá»[72].

Eudaldo Forment



[1] BENEDICTO XVI, San Gregorio Magno, Audiencia General, 28 de mayo de 2008.

[2] IDEM, La doctrina de San Gregorio Magno, Audiencia General, 4 de junio de 2008.

[3]SAN GREGORIO MAGNO, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en IDEM, Obras, Madrid, BAC, 2009, 2ª reimpr., pp. 533-780, Homilía XV, 1, p. 596-597.

[4] Ibíd., Hom. XVI, 1, p. 597.

[5] Ibíd., Hom. XVI, 2, p. 597.

[6] Ibíd., Hom. XVI, 3, pp. 597-598.

[7] Ibíd., Hom. XVI, 3, p. 598.

[8] Ibíd., Hom. XVI, 4, p. 598.

[9]Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 598.

[10] Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 599.

[11] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo (Trad. V. M. Larraizar), Madrid, Rialp, 2000, 3 vs. I. Infancia y bautismo, p. 311.

[13] Ibíd., pp. 311-312.

[14] Ibíd., p. 311.

[15] Ibíd., p. 307.

[16] Ibíd., p. 312.

[17] Ibíd., p. 313.

[18] Ibíd., pp. 313-314.

[19] Ibíd., p. 314, n. 46.

[20] Ibíd., p. 314.

[21] Ibíd., p. 314. Advierte que: «San Mateo, que escribía principalmente para los judíos, da a la capital teocrática su nombre glorioso de “ciudad santa”, frecuentemente empleada en los libros del A.T y N.T» (Ibid., nota 47).

[22]A.-M. HENRY, La vida de Jesús, en IDEM y otros, Iniciación teológica, Barcelona, Herder, 1961, 3 vols., v.III, La economía de la redención, pp. 103-126, p.110.

[23] M.J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu,París, Libraire Lecoffre, 1948, 7ºed. P. 64. Véase IDEM, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1933, pp. 62-66.

[24]L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, p. 315.

[25] Sal 90, 11.

[26] L. C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 315.

[27] Laura Montoya Upegui, Autobiografía, Medellín, Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, 1991, 2ª ed., p. 324.

[28] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 315.

[29] Dt 6, 16

[30] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 314-315.

[31] Ibíd., p. 316.

[32] I. SCHUSTER – J.B. HOLZAMMER (Trad. J. de Riezu), Histórica Bíblica, Barcelona. Editorial Litúrgica Española, 1947, 2ª ed., 2 vv., v. 2, pp. 123-124.

[33] A.-M. HENRY, La vida de Jesús, op. cit., p. 111.

[34] M.J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu,, op. cit., p. 64.

[35] L.C.. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 316-317.

[36] Ibíd., p. 317.

[37] Dt 6, 13.

[38] L.C.. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 317.

[39] Ibíd., pp. 318-319.

[40] Ibíd.., p. 319.

[41]Catecismo del Concilio de Trento; IV, c. 15, n. 6.

[42] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, Madrid, La esfera de los libros, 2007, I, Desde el Bautismo a la Transfiguración, Prol., 20.

[43]Ibíd.., 2, p. 52.

[44]Ibíd., p. 53.

[45] Ibíd., pp. 54-55.

[46] Ibíd., p. 55.

[47] Ibíd., pp. 58-59.

[48] Ibíd., p. 59.

[49] Ibíd., p. 55.

[50] Ibíd., pp. 55-56.

[51] Ibíd., p. 57. Otro gran relato relacionado con el pan es la Eucaristía: « y el milagro permanente de Jesús sobre el pan (…) El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos» (Ibíd., p. 57)

[52] Ibid., pp. 56-57.

[53] Ibíd., p. 57.

[54] Mt 4, 4.

[55] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, op. cit., pp. 57-58.

[56] Ibíd., p. 58.

[57] Ibíd.., p. 60

[58] Ibíd., p. 61

[59] Ibíd., p. 60.

[60] Ibíd.., pp. 60-61.

[61] Dt 6, 16.

[62] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, op. cit., p. 62.

[63] Ibíd., p. 62.

[64] Ibíd., p. 63.

[65] Ibíd., p. 67.

[66] Ibíd.., p. 63.

[67] Ibíd., p. 68.

[68] Ibíd., p. 64

[69] Ibíd., p. 69.

[70] Ibíd., p. 70.

[71] Ibíd., p. 64.

[72] Ibíd., p. 70.

5.07.16

XLIV. Las tres tentaciones diabólicas

Los tres amores y las tres tentaciones

Como causa de los pecados, además de la «concupiscencia de la carne», sufre el hombre la «concupiscencia de los ojos» y la «soberbia de la vida»[1]. Según Santo Tomás, la primera concupiscencia da lugar a los desordenes o pecados de gula y lujuria. La concupiscencia de los ojos, que no se deriva directamente en la anterior, sino en las facultades racionales, es el origen de la avaricia y de la vanagloria, y la soberbia de la vida, al deseo desordenado de la propia excelencia o soberbia[2].

San Agustín, que tomaba la concupiscencia de los ojos como la curiosidad[3], había observado que estos tres amores, raíces de todos los pecados, se correspondían con las tres tentaciones que empleó el diablo contra Cristo. Escribe: «Con estas tres cosas tentó el demonio al Señor. Le tentó con la codicia de la carnecuando, al sentir hambre después del ayuno, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en panes” (Mt 4, 3). Pero ¿cómo rechazó al tentador y enseñó a luchar al soldado? Escucha lo que le dice: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios” (Mt 4, 4)».

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18.06.16

XLIII. Las cuatro leyes

Negatividad del pecado

Para que cada hombre tenga vida es preciso que «reciba la vida por generación o nacimiento»[1]. También ocurre algo parecido, explica Santo Tomás, en el bautismo, porque es un sacramento de generación espiritual. En el nuevo nacimiento del bautismo, se dan efectos semejantes a la generación natural.

Aunque tenga vida humana, el hombre al nacer carece de vida sobrenatural o auténticamente espiritual. El motivo es porque: «el hombre fue privado en un principio de la vida espiritual por el pecado original, e incluso cualesquiera pecados que le sobrevengan le apartan de la vida». El bautismo tiene la virtud de «quitar el pecado original y todos los pecados actuales cometidos». Por ello, así como: «la generación de una cosa viviente es un cierto cambio de lo no viviente a la vida», el bautismo es una «generación espiritual»[2].

Santa Laura Montoya (1874-1949) expresó esta concepción del pecado, como total oposición privativa de la vida sobrenatural, con estas profundas palabras filosóficas y teológicas: «El pecado es la ausencia de toda vida (…) Tal negación de vida tiene el pecado, que ni siquiera fue creado por Dios. Por eso es peor que las llamas del infierno porque ellas al menos son creadas por Dios y son la expresión de uno de sus atributos. Hasta en el infierno, Dios mío, hay huellas de tu Ser. En el pecado no las hay. Es la suprema negación. Es una síntesis de negaciones»[3].

Puede decirse que el pecado es la nada en el sentido que: «El pecado en sí no es otra cosa que la espantosa y atrevida rebelión de la nada contra el Ser, ¡de la nada contra el Todo!»[4].

El pecado afecta a todos los hombres en su vida eterna, porque: «El gran dolor de la tierra consiste en vivir en contacto con el pecado y la dicha del cielo es no poder encontrarlo en sus esplendores. ¡Oh pecado! ¡La palabra que espanta al cielo! ¡Y tener seguridad y la mayor de las seguridades de que lo he cometido, y de que soy capaz de cometer cuantos la malicia humana ha inventado! ¡Ay esto sí que es lo duro! y lo que pudiera tenernos con la frente en el polvo constantemente. ¡Ay Padre mío, al pie de la cruz debiéramos citarnos los pecadores para ver allí lo que es el pecado y lo que tiene de antagonismo con la santidad de Dios! ¡Abismo de negaciones, destruye la vida en su raíz, y apagó con infinitos dolores la de Cristo en la cruz!»[5].

El pecado es nada, en cuanto privación de un bien que debería encontrarse en una substancia, que como tal es buena[6]. Explicaba San Agustín que: «Dios es el artífice de todas las criaturas. Ahora bien, toda criatura de Dios es buena, y todo hombre, en cuanto hombre, es criatura, no en cuanto es pecador. Es, pues, Dios el creador del cuerpo y alma del hombre. Ninguna de estas dos cosas es mala ni la aborrece Dios, porque no aborrece ninguna cosa que hizo. (…) Y el pecado es un desorden y perversidad, es decir, un apartamiento de Dios, que es el Creador supremo, y un abrazo de las criaturas inferiores»[7].

El pecado es un acto libre de la voluntad por el que: «el hombre se aparta de las cosas divinas y verdaderamente permanentes, para entregarse a las mudables e inciertas»[8]. La mala acción, en la que consiste el pecado, es una aversión o alejamiento de Dios y una conversión a las criaturas, a un bien propio o a un bien exterior inferior. Por el pecado: «el hombre se aparta de las cosas divinas y verdaderamente permanentes, para entregarse a las mudables e inciertas»[9].

El pecado, la ley eterna y la ley natural

La voluntad humana, con el pecado, se opone a la voluntad divina. «Pecado es un hecho, dicho o deseo contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe alterarlo»[10]. Es una ofensa a Dios, por no cumplir su voluntad, que se manifiesta en la ley natural, que a su vez se expresó en el Decálogo.

La desobediencia a la voluntad divina –a la que el hombre puede identificar su voluntad propia y así estar unido a Dios plenamente–, es una rebelión contra Dios. Se advierte ya en el primer pecado. La serpiente al tentar a nuestros primeros padres logró: «persuadirles que no quisieran estar bajo el dominio de Dios y permanecer más bien en su propia potestad, sin señor, para no verse precisados a obedecer su ley; y que como envidiosos de ellos mismos porque no se gobernaban por sí mismos, insinuarles que no necesitaban de aquella luz interna, sino que usasen de su propia prudencia y libertad, lo que Dios les había prohibido, como de ojos propios a fin de distinguir el bien y el mal».

Les hizo caer en la soberbia de afirmar su independencia frente a Dios. «Les persuadió que amasen con exceso su propia libertad, y que quisieran ser iguales al Señor, y que, obrando en contra de la ley de Dios, abusasen, como del árbol plantado en centro del paraíso, de aquel estado medio en el que por una parte estaban sometidos al Señor, y por otra ellos dominaban a sus cuerpos, y así perdieron lo que habían recibido al querer usurpar lo que no se les había dado; no recibió el hombre la naturaleza para que por su propia potestad fuese feliz sin regirle Dios, porque sólo Dios puede ser feliz por su propio poder, no estando sometido a nadie»[11].

Sólo Dios puede dar la felicidad que tiene. En cambio, como confiesa Santa Laura Montoya: «el pecado es la fuerza destructora de toda la felicidad, la rueda del carro que conduce a toda desgracia»[12].

Concluye, por todo ello, la santa colombiana, sobre el pecado, que: « ¡No hay palabras en lengua humana que digan lo que de negaciones encierra, lo que en el alma hace y lo que destruye a Dios dentro del alma humana! ¡Dios mío! ¡Quién pudiera morir de dolor por la existencia de desorden tan cruel, en vuestra misma creación!»[13].

El pecado y la ley del amor

El pecado no es solamente un mal moral, sino también, por no cumplir la ley moral, es una ofensa a Dios. Esta dimensión de oposición a Dios, al orden que ha establecido para el bien del hombre, es un pecado contra Dios. En la Escritura, claramente se destaca este desprecio a la ley natural y a su mismo autor, Dios. Se lee en Jeremías: «Hemos pecado contra nuestro Dios nosotros y nuestros padres, desde nuestra juventud»[14]; y en un Salmo: «Contra ti solo, contra ti he pecado, y he hecho el mal delante de tus ojos»[15].

Con el pecado, no solamente se infringe la justicia divina y se desprecian así los derechos de Dios, sino también su amor. En el libro de Isaías se comienza con estas palabras: «Oigan, cielos, y tú, oh tierra, escucha, porque el Señor ha hablado: «Hijos crié y engrandecí; pero ellos me despreciaron»[16].

La ley de Dios, afirma Santo Tomás, es la ley natural, que «no es otra cosa que la luz del entendimiento infundida por Dios en nosotros, con la cual conocemos lo que tenemos que hacer y lo que hemos de evitar. Esta luz y esta ley fueron dadas al hombre por Dios al crearlo». Es también la ley de la Escritura, la de los diez mandamientos, porque por el pecado «la ley natural había quedado malparada» y «se hacia necesario encaminar al hombre de nuevo a la práctica de la virtud y apartarlo del vicio».

El hombre quedaba estimulado a hacer el bien y evitar el mal. «Pero tal procedimiento, el del temor, resulta insuficiente; e insuficiente fue la ley promulgada por Moisés, que se apoyaba en él para atajar el mal; aunque impidiera la ejecución, no lograba contener las intenciones».

Añade el Aquinate que: «Hay, sin embargo, otra manera de apartar del mal e inducir al bien: el camino del amor. Es el que sigue la ley de Cristo, esto es la ley del Evangelio, que es ley de amor»[17].

Por el pecado, nos substraemos de la ley del amor. No se desprecia ningún derecho de Dios, sino que se rechaza su amor, su ofrecimiento de amistad y se es ingrato con lo que ha supuesto la redención. El hombre al pecar ofendió a Dios y se hizo además esclavo del pecado y del demonio, que le había tentado. Por ello: «De dos maneras estaba el hombre obligado por el pecado: primero, por la servidumbre del pecado; pues, según se lee en San Juan «quien comete el pecado es siervo del pecado» (Jn 8, 34). Y en San Pedro: «Cada uno es siervo de aquel que le venció» (Pd 2, 19). Pues, como el diablo venció al hombre induciéndole a pecar, quedó el hombre sometido a la servidumbre del diablo».

La segunda obligación es para Dios, «por el reato de la pena con que el hombre queda obligado según la divina justicia, y esto es cierta servidumbre, a la cual pertenece que uno sufra lo que no quiere, siendo propio del hombre libre el disponer de sí mismo».

Cristo expió y reparó en lugar del hombre pecador ante Dios ofendido, mereció la liberación de la esclavitud del pecado y del demonio y mereció para todos los hombres la reconciliación con Dios «Como la pasión de Cristo fue satisfacción suficiente y sobreabundante por el pecado y por el reato de la pena del pecado del género humano, fue su pasión algo a modo de precio, por el cual quedamos libres de una y otra obligación. Pues la misma satisfacción que uno ofrece por sí o por otro, se dice precio con que a sí o a otro rescata del pecado y de la pena, según aquello de Daniel: «Redime tus pecados con limosnas» (Dan 4, 24). Pues Cristo satisfizo, no entregando dinero o cosa semejante, sino dando lo que es más, entregándose a sí mismo por nosotros. De este modo se dice que la pasión de Cristo es nuestra redención»[18].

Liberación y reconciliación

La redención que obró Cristo fue como causa eficiente de la del hombre. Explica Santo Tomás que: «La causa eficiente es de dos maneras: principal e instrumental. La causa principal de nuestra salud es Dios. Pero como la humanidad de Cristo es instrumento de la divinidad (…) todas las acciones y padecimientos de Cristo obran instrumentalmente, en virtud de la divinidad, la salud humana. Y, según esto, la pasión de Cristo causa eficientemente nuestra salud»[19]. Fue causa eficiente de la redención por todos los hombres, porque: «aunque corporal posee una virtud espiritual por su unión con la divinidad, y por este contacto espiritual recibe eficacia»[20].

Como en Cristo hay dos naturaleza, la divina y la humana, y su naturaleza humana es instrumento de la divina, son varios los frutos de su vida carnal y su pasión: «La pasión de Cristo, por la relación con su divinidad, obra por vía de eficiencia; por la relación con la voluntad del alma de Cristo, por vía de merecimiento; por la relación con la carne de Cristo, por vía de satisfacción, que nos libra del reato de la pena; por vía de la redención, en cuanto que nos libra de la servidumbre de la culpa; y por vía de sacrificio, en cuanto que somos reconciliados con Dios»[21].

Estas causalidades se explican por la redención de Jesucristo. Declara San Pablo: «Justificados gratuitamente por la gracia de Dios, por la redención realizada por Cristo Jesús»[22]. Comenta Santo Tomás que lo primero que se enseña en este versículo es que los hombres: «como todos pecaron y por sí mismos no se pueden justificar, se sigue que por otra causa son justificados, la cual consiguientemente se muestra diciendo «justificados gratuitamente». No es por las obras humanas, incluso si hubieran sido hechas según la ley, sino que se debe a la gracia de Dios.

Precisa seguidamente el Aquinate cómo se consiguió la gracia divina, también indicada en estas palabras de San Pablo, porque: «Lo segundo que enseña es cual sea la causa de la justificación. Y primero indica esa causa diciendo: «por la redención». Pues como se dice en la Escritura: «Todo el que comete pecado es esclavo del pecado» (Jn 8, 34). De la cual servidumbre es redimido el hombre si satisface por el pecado. Como si alguien por un delito cometido fuese obligado por el rey a pagar una multa, se diría que lo redime de la pena quien por él pagaré la multa».

Además, añade Santo Tomás: «Este castigo a todo el género humano le correspondía, por estar infectado por el pecado del primer padre. De aquí que ningún otro pudiera satisfacer por el pecado de todo el género humano sino sólo Cristo, que de todo pecado estaba inmune. Por lo cual agrega: «realizada por Cristo de Jesús». Como si dijera: de ningún otro podía depender nuestra redención. «Fuisteis redimidos, no con cosas corruptibles, plata u oro, sino con la preciosa sangre de Cristo» (I Pd 1, 18)»[23].

El hombre, que conserva siempre su libre albedrío, debe adherirse libremente, movida su libertad por Dios, a la pasión de Cristo con la fe y con los sacramentos. Se comienza con el bautismo, que borra completamente el pecado original, y todos los pecados, mortales y veniales, que hubiera cometido el bautizado antes de recibirlo.

El fomes del pecado

El bautismo borra no solamente la culpa, sino toda pena eterna y temporal, sin embargo, queda la concupiscencia o el deseo desordenado de las facultades humanas inferiores, que es el constitutivo secundario o consecuente del pecado original.

En el Concilio de Trento se decretó, por una parte: «Si alguno niega que por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el Bautismo, se perdona el reato del pecado original; o afirma que no se quita todo lo que es propia y verdaderamente tiene razón de pecado, diciendo únicamente que se rae, o no se imputa; sea excomulgado. Pues nada aborrece Dios en los que han sido regenerados».

La razón se aporta seguidamente al argumentar: «puesto que «nada hay digno de condenación en aquellos» (Rm 8, 1), que verdaderamente «en el Bautismo han quedado sepultado con Cristo para morir» (Rm 6, 4) al pecado; «que no viven según la carne» (Rm 8, 1), sino que «desnudados del hombre viejo» (Col 3, 9); y «revestidos del hombre nuevo, que ha sido creado conforme» (Ef 4, 24) a la imagen de Dios, se hicieron inocentes, inmaculados, puros, sin culpa y amados por Dios, «herederos ciertamente de Dios y coherederos con Cristo» ((Rm 8, 17), de tal modo, que no tienen absolutamente ningún obstáculo para entrar en el Cielo».

Se añade que, por otra parte: «Esto no obstante, confiesa y cree este Santo Concilio que en los bautizados queda la concupiscencia o el fomes del pecado, la cual, habiendo sido dejada para luchar por el premio eterno, no puede perjudicar a los que no consienten y la resisten varonilmente con la gracia de Jesucristo; antes, por el contrario, «será coronado el que hubiere luchado legítamente» (Tim, 2, 5).

El «fomes», que significa literalmente la yesca que da pábulo para las llamas, es la concupiscencia o inclinación desordenada habitual de los apetitos sensibles, que al actualizarse se convierte en pecado. Se añade en el decreto de Trento que: «Declara el Santo Concilio que la Iglesia Católica nunca ha entendido que esta concupiscencia, llamado pecado alguna vez por el Apóstol, sea de este modo llamada porque haya en los bautizados verdadero y propiamente pecado, sino porque del pecado procede y al pecado inclina»[24].

Había enseñado Santo Tomás que: «Por el bautismo se limpia uno del pecado original en cuanto a la culpa, y el alma en su parte espiritual recupera la gracia. Pero continúa el pecado original en cuanto al fomes, que es un desorden de las partes inferiores del alma y del cuerpo».

La gracia de Jesucristo que se recibe en el bautismo borra todo lo que es pecado y que merecía la condenación, pero queda una inclinación o propensión al pecado, que proviene del anterior pecado lavado, pero que en sí mismo no es pecado hasta que no se actualiza, porque no supone algo personal, condición que forma parte de todo pecado propiamente dicho. La existencia de esta inclinación desordenada o concupiscencia, denominada «fomes», porque es como el material combustible que fomenta el pecado, queda corroborada por el hecho que: «los bautizados transmiten el pecado original, porque no engendran en cuanto que están renovados por el bautismo, sino en cuanto que les queda algo de la vejez del primer pecado»[25].

Sobre la naturaleza de esta inclinación del fomes, que afecta a las facultades inferiores del alma y del cuerpo, explica también Santo Tomás que: «El fomes no es otra cosa que la concupiscencia desordenada del apetito sensitivo; pero es la concupiscencia habitual, porque la actual es un movimiento pecaminoso. Se dice que esta concupiscencia de la sensualidad es desordenada, por cuanto se opone a la razón, es decir, en cuanto inclina al mal y dificulta el bien. Por esto, al mismo concepto del fomes pertenece el inclinar al mal y dificultar al bien»[26].

El fomes es, por tanto, una inclinación desordenada habitual, pero que no es un hábito infuso por Dios o adquirido por el hombre con la repetición de actos, sino que la mala disposición se encuentra arraigada en la naturaleza de cada hombre, desde el pecado de nuestros primeros padres. Tal inclinación actúa «anticipándose al acto de la razón»[27], y, por tanto, también antes del acto de la voluntad. Sin embargo, cuando el deseo se convierte en voluntario, y en este sentido se convierte en actual, ya es pecado, incluso antes de la obra pecaminosa.

La regeneración del bautismo

El «fomes» no es pecado, y no merece el castigo de la muerte eterna, ni aparta de Dios, ni impide, por ello, la entrada en el cielo. Solamente es una propensión que no es pecado, pero «procede», porque tiene su origen en el pecado original» e «inclina» o puede llevar al pecado actual. Es necesario, por ello, luchar contra tal propensión con la gracia de Dios.

El Catecismo Romano se refiere a este decreto de Trento, al presentar la pregunta: «si es pecado la concupiscencia en los bautizados», y responder: «es preciso confesar, según decretó la autoridad de dicho Concilio en el mismo lugar, que en los bautizados queda la concupiscencia o el fomes, pero ésta no tiene verdaderamente razón de pecado»[28].

Se pregunta, más adelante, por qué después del Bautismo no se recupera la armonía primitiva, que tenía el hombre primitivo, antes de pecar, y quedar así libres de las penalidades de la vida. Se responde porque hay dos razones principales. La primera se basa en el hecho que nosotros: «por el bautismo nos unimos al cuerpo de Cristo y somos hechos miembros suyos (Cf. Rm 6, 3-4), no se nos había de dar ninguna dignidad mayor que la que se dio a nuestra misma Cabeza (…) Cristo nuestro Señor, aunque desde el principio de su concepción tuvo la plenitud de gracia y de verdad (Jn 1, 14), no se despojó, sin embargo, de la fragilidad de la humana naturaleza que había tomado, hasta que padeció los tormentos de la pasión y la muerte, y después de haber resucitado a la gloria de la vida inmortal».

Por consiguiente, podemos preguntarnos: «¿quién se admirará de ver a los fieles, que ya han conseguido por el Bautismo la gracia de la justificación divina, estar todavía vestidos de este cuerpo débil y mortal, para que, después de haber sufrido por Cristo muchos trabajos y después de la muerte, hubieren de nuevo vuelto a la vida, sean al fin dignos de gozar con Cristo de la vida eterna?».

La segunda razón: «de que permanezcan en nosotros después del Bautismo la debilidad del cuerpo, las enfermedades, el sentido de los dolores y los movimientos de la concupiscencia, es ciertamente para que tengamos como campo abundante y materia para la virtud, de donde saquemos después frutos más ricos de gloria y premios más excelentes».

Se explica seguidamente: «llevando con resignación todas las molestias de esta vida, y sujetando con el auxilio divino las desordenadas pasiones de nuestro espíritu al imperio de la razón, debemos abrigar segura esperanza de que habiendo, justamente con el Apóstol, combatido con valor, concluida nuestra carrera y guardado la fe, el Señor, justo Juez, nos dará en aquel día la corona de justicia, también para nosotros reservada (Cf. 2 Tm 4, 7-8). Pues de este modo parece que se condujo el Señor también con los hijos de Israel, a los cuales, a pesar de haberlos librado de la servidumbre de los egipcios, sepultando en el mar a Faraón con su ejercito (Cf. 14, 24), no los introdujo en seguida a la dichosa Tierra de promisión, sino que antes los ejercitó en muchos y variados acontecimientos (Cf. Jdt 3, 2-3); además, después que los puso en posesión de la Tierra prometida, echó ciertamente de sus propios lugares a los demás habitantes, pero respetó a otras naciones que no pudieron destruir, para que nunca faltase al pueblo de Dios ocasión de ejercer su valor y fuerza guerrera».

Todavía se aporta la siguiente tercera razón: «Si por el Bautismo, además de los celestiales dones con que se enriquece el alma, se nos dieran también bienes materiales, podría con razón dudarse si muchos recibirían el Bautismo buscando las comodidades de la vida presente más que la gloria que se espera en la vida futura: siendo así que el hombre cristiano debe tener siempre presente, no estos bienes vanos y transitorios «que son visibles», sino los verdaderos y eternos, «que» ahora «son invisibles» ( 2 Cor, 4, 18)»[29].

Se nota seguidamente que: «Los regenerados en el Bautismo entre las miserias de esta vida no carecen del verdadero gozo del alma», porque: «la condición de la vida presente, aunque está llena de miserias, no carece de placeres y goces propios. Porque ¿qué cosa puede haber más agradable o apetecible para nosotros, que estamos ya unidos por el Bautismo como sarmientos con Cristo, que, cargando la cruz sobre nuestros hombros, seguir a este nuestro jefe, y que ningún trabajo nos desanime ni peligro alguno nos estorbe caminar con el menos empeño en busca del premio del supremo llamamiento divino?»[30].

También en el nuevo Catecismo, se expone esta doctrina sobre los efectos del bautismo por derecho divino. En uno de los párrafos del apartado dedicado a este sacramento se dice: «Por el Bautismo, todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales así como todas las penas del pecado (Cf. DS 1316). En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios»[31].

Se precisa en el siguiente párrafo: «No obstante, en el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o metafóricamente fomes peccati: «La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de Jesucristo. Antes bien «el que legítimamente luchare, será coronado» (2 Tm 2,5)» (Concilio de Trento: DS 1515)»[32].

Más adelante sintetiza todos los efectos, en el siguiente párrafo:«El fruto del Bautismo, o gracia bautismal, es una realidad rica que comprende: el perdón del pecado original y de todos los pecados personales; el nacimiento a la vida nueva, por la cual el hombre es hecho hijo adoptivo del Padre, miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo. Por la acción misma del bautismo, el bautizado es incorporado a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y hecho partícipe del sacerdocio de Cristo»[33].

La ley de la concupiscencia

Al ocuparse del fomes, Santo Tomás lo relaciona con las palabras de San Pablo: «Siento otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi razón y me lleva esclavo a la ley del pecado, que está en mis miembros»[34].

Explica que «la ley en mis miembros», a la que se refiere en el versículo, «es el fomes del pecado, fomes que por doble razón se puede decir que es ley. De un modo por los efectos semejantes, porque así como la ley induce a hacer el bien, así también el fomes induce a pecar».

Hay otro modo de considerar el fomes como ley, que es «por confrontación de la causa». Sin embargo, como es «el fomes cierta pena del pecado, tiene una doble causa». Una de las causas es «el mismo pecado, que toma dominio en el que peca y le impone su ley, la cual es el fomes, así como el señor le impone su ley al vencido esclavo». El fomes sería la ley del pecado, que esclaviza para pecar más.

En la pena del pecado, se puede decir que es efecto de una ley, porque: «la otra causa del fomes es Dios, que esta pena le impuso al hombre pecador, para que sus facultades inferiores no obedecieran a su razón. Y conforme a esto la propia desobediencia de las facultades inferiores, la cual tiene el nombre de fomes, se llama ley, por la divina justicia, como sentencia de justo juez que tiene fuerza de ley»

Advierte seguidamente que, por una parte: «Esta ley originalmente se apoya en el apetito sensitivo, pero la encontramos difundida en todos los miembros, que están al servicio de la concupiscencia para pecar (…) Y por eso dice «en mis miembros».

Por otra, que: «Esta ley produce en el hombre dos efectos. El primero es que resiste a la razón, y en cuanto a esto dice: «que repugna a la ley de mi razón», o sea, contra la Ley de Moisés, que se dice ley de la mente por cuanto concuerda con la mente, o bien con la ley natural, que se llama ley de la mente, porque está naturalmente injertada en la mente».[35]

Si el primer efecto es esta lucha, «porque la carne tiene tendencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne»[36], añade Santo Tomás que: «El segundo efecto es que esclaviza de nuevo al hombre, y en cuanto a esto agrega: «y que me esclaviza», o bien llevándome cautivo (…) Ahora bien, la ley del pecado cautiva al hombre doblemente. De un modo al hombre pecador por el consentimiento y la obra, y de otro modo al hombre en estado de gracia en cuanto al movimiento de la concupiscencia»[37], o del fomes.

La ley del pecado

Sobre que se den dos leyes opuestas, la ley de la razón y la ley del pecado o del mal lo explica Santo Tomás del siguiente modo: «Las distintas criaturas, bajo el divino legislador, tienen distintas inclinaciones naturales, de tal modo que lo que para una es, en cierto modo, ley, para otra es contrario a la ley; y así sucede, por ejemplo, que mientras la fiereza es, en cierto sentido, la ley del perro, es, en cambio, contraria a la ley de la oveja o de cualquier otro animal manso».

Algo parecido se encuentra en los hombres, porque «Hay para el hombre una ley impuesta por Dios y conforme con la naturaleza humana: la de obrar de acuerdo con su razón. Esta ley fue tan efectiva en el primer estado del hombre, que éste no podía sentir ningún movimiento incontrolado por la razón o contrario a ella»

La situación cambio, al apartarse de Dios: «cuando el hombre se apartó de Dios, cayó bajo la influencia de sus impulsos sensuales. Y esto alcanza a cada uno en particular, tanto más cuando más se aparta del camino de la razón, haciéndose así semejante a las bestias, que son dominadas por el ímpetu de la sensualidad. De acuerdo con lo que dice el: «El hombre, puesto en suma dignidad, no comprendió: se puso al nivel de las bestias irracionales y se hizo semejante a ellos»(Sal 48,21)».

El seguir «la inclinación de la sensualidad, a la que llamamos fomes, en los demás animales tiene, sin más, la condición de ley, en el sentido que puede llamarse ley a la inclinación que sienten los animales». Sostiene Santo Tomás en este lugar que, en sentido estricto, no es una ley. «Esta inclinación no tiene carácter de ley; al contrario, es una desviación de la ley de la razón».

Sin embargo, precisa: «en cuanto la justicia de Dios despojó al hombre de la gracia original y de la fuerza de la razón, el mismo ímpetu de la sensualidad que le arrastra tienen carácter de ley, pero de ley penal y como fruto de una ley de Dios que privó al hombre de su antigua dignidad»[38].

Advierte, más adelante, que solo es ley en cuanto lo es de una pena. «El «fomes» tiene razón de ley en el hombre en cuanto es una pena procedente de la divina justicia; y bajo este aspecto es indudable que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto inclina al pecado, va contra la ley de Dios y no tiene razón de ley»[39], tal como se indica en su comentario a la carta de San Pablo.

El hombre por experiencia interna percibe la ley del pecado, la inclinación al mal de la concupiscencia o del fomes, que reside en el cuerpo, y que deriva del pecado original. Conoce al mismo tiempo su distinción y oposición a la ley de la razón, a la ley natural o ley divina, porque como indica el Aquinate «La esencia del fomes consiste en una tendencia del apetito sensible hacia aquello que es contrario a la razón»[40].

El «fomes» legado por el pecado original, sólo desaparecerá cuando, después de la resurrección final, el espíritu someta completamente al cuerpo y a sus apetitos. En este último estado, el hombre recuperará la primitiva armonía completa y perfecta, que será entonces absoluta, porque habrá desaparecido la posibilidad de pecar. Será, por tanto, superior a la primera.

El combate espiritual

En el estado actual de la naturaleza humana, además de la ley natural, la ley de la Escritura y la ley del amor, se encuentra la dirección de otra ley, que a diferencia de las anteriores, no ha sido promulgada por Dios: la ley del fomes o de la concupiscencia, que puede denominarse ley del pecado. Entre las cuatro ocuparía el segundo lugar en cuanto al orden de su aparición.

Es la segunda ley, porque: «Después de haber sembrado en el hombre al crearlo esta ley, la ley natural, sobresembró el diablo otra, la ley de la concupiscencia. Del modo que sigue. Mientras en el primer hombre su alma se mantuvo sujeta a Dios por la observancia de los preceptos divinos, la carne permaneció sumisa por completo al alma, a la razón. Pero en cuanto el demonio con su tentación apartó al hombre del cumplimiento de los mandatos de Dios, la carne se rebeló contra la razón».

Apareció entonces la concupiscencia, el deseo vehemente de la carne, que busca su propia satisfacción, independientemente de la razón, y con ello sin tener en cuenta el bien y el mal que acarree. «A consecuencia de esto, aunque uno por parte de su razón quiera el bien, la concupiscencia lo empuja a todo lo contrario. Es lo que dice el Apóstol: «Siento otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi razón» (Rm 7, 23). Esta ley de la concupiscencia desbarata a menudo la ley natural y el orden de la razón. Por eso agrega el Apóstol inmediatamente: «y me lleva esclavo a la ley del pecado, que está en mis miembros»[41].

La ley de la concupiscencia está siempre en la vida del hombre. Empieza a regir con el uso de su razón en la infancia y no desaparece hasta la muerte. Tal como se describe detenidamente esta situación, en el Catecismo romano: «No está en manos del hombre, ni aun en la del que por la gracia de Dios se halla justificado, tener tan reprimidos los apetitos de la carne, que nunca le acometan después; como que, al sanar la gracia divina al alma de los que se han justificado, no sana también la carne, de la cual escribió así el Apóstol: «Perfectamente conozco que el bien no habita en mí, esto es, en mi carne» (Rm 7, 18). Porque así que perdió el primer hombre la justicia original, que como un freno moderaba las pasiones, después, de ningún modo ha podido la razón mantenerlas dentro de su órbita, de modo que aquellas no apeteciesen las cosas que repugnan también a la razón».

En todos los hombres existe la concupiscencia, incluso en los justificados y que están en gracia de Dios. «Y por esta causa escribe el Apóstol que en aquella parte del hombre habita el pecado, quiere decir, el fomes del pecado, para que comprendamos que éste no reside en nosotros por temporadas, como un huésped, sino que, mientras vivimos, está siempre fijo en el interior de nuestros miembros, como ciudadano de nuestro cuerpo. Por consiguiente, aun después de haber combatido con constancia a los enemigos domésticos e interiores, sin dificultad entendemos que hay obligación de recurrir al auxilio de Dios y de pedir que se haga en nosotros su voluntad»[42].

También en el Nuevo Catecismo se expone la misma doctrina, que se sintetiza del siguiente modo: «En sentido etimológico, la «concupiscencia» puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la «carne» sostiene contra el «espíritu» (Cf. Ga 5, 16.17.24; Ef 2, 3). Procede de la desobediencia del primer pecado (Gn 3, 11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados (Cf. Concilio de Trento)»[43].

La división interior del hombre explica su lucha permanente entre lo espiritual y lo carnal. «En el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el «espíritu» y la «carne». Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, al mismo tiempo, confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual»[44]. Sólo con la gracia de Dios se consigue vencer a la concupiscencia, aunque nunca aniquilarla completamente, mientras se viva en carne mortal.

No obstante, ello no implica que el deseo al que inclina la concupiscencia y el placer que el acompaña sean malos, por el contrario son un bien cuando está ordenado a su fin. «Para el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras –mejor dicho, de las disposiciones estables–, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo»[45].

San Pablo expresa este combate espiritual constante entre la carne y el espíritu, –pero con el que se cuenta con la gracia de Dios, si no se le pone obstáculos–, sin condenar ni el cuerpo ni sus tendencias, que son necesarias y buenas, si son ordenadas y no rompen el orden justo. El mismo cuerpo e inclinaciones tenía el hombre en el estado de inocencia, aunque no estaban desordenadas y, por ello, no se vivía esta lucha

Por esta coexistencia de bondad y maldad, en el estado actual del hombre, como indica Royo Marín: «La dificultad está en señalar el límite que separa el placer honesto del desordenado y prohibido y mantenerse siempre dentro de los ámbitos de aquél. Esta dificultad sube de punto si se tiene en cuenta que el uso de los placeres lícitos sirve con frecuencia de aliciente e incentivo a los desordenados e ilícitos. Por eso, la mortificación cristiana aconsejó siempre privarse de muchas cosa lícitas y de muchos placeres honestos; no por empeñarse en ver pecado donde no lo hay, sino como defensa y garantía del bien, que peligra si se acerca imprudentemente a los linderos del mal»[46].

Una detallada descripción de esta situación, que provoca el fomes por el placer al que inclina, se encuentra en el Tratado de la concupiscencia, que escribió Bossuet.Observa el intelectual francés del siglo XVII, que: «Los hombres ingratos y carnales toman ocasión del placer, para atarse a su cuerpo más que a Dios, que lo ha hecho, y no deja de mantenerle por medios tan agradables. El placer del alimento los cautiva y en lugar de comer para vivir, parecen –como decía un antiguo escritor y después de él san Agustín– «vivir sólo para comer. Los mismos que saben sujetar sus deseos y son atraídos por la comida por necesidad de la naturaleza, engañados por el placer, y obligados más que por él que por su apetito, son llevados más allá de más de los justos límites, y se dejan insensiblemente vencer por su apetito, y nunca creen que hayan satisfecho totalmente su necesidad, mientras la bebida y la comida halaguen su gusto. Así, dice san Agustín: «la concupiscencia jamás sabe donde acaba la necesidad» (Confess., lib. X, cap. XXXI)»[47].

Por el pecado heredado, en cada hombre: «Hay una enfermedad que el contagio de la carne produce en el espíritu: una enfermedad contra la cual no se debe nunca dejar de combatir, ni de buscar remedios por la sobriedad y la templanza, por la abstinencia y por el ayuno. ¿Pero quién se atrevería a pensar en otros excesos que se declaran de manera mucho más peligrosa que en el placer de los sentidos? ¿Quién, digo, se atrevería hablar de eso, o se atrevería pensar en eso, ya que no se habla de ello nunca sin vergüenza, y no se piensa jamás en ello sin peligro, hasta para censurarlos?»[48].

En otro lugar, Bossuet se refiere al siguiente pasaje de la Carta de Santiago sobre la concupiscencia: «Cada uno es tentado por su concupiscencia que le arrastra y halaga. La concupiscencia, después que ha concebido, pare pecado, y el pecado, cuando es consumado, engendra la muerte»[49].

Al comentarlo precisa que: «El apóstol distingue aquí entre la concepción y el parto del pecado; distingue entre la disposición al pecado con el pecado totalmente formado por el consentimiento pleno de la voluntad: es en este último estado en el que «engendra la muerte», es según Santiago, que vuelve completamente mortal. Pero de ahí no resulta que los comienzos sean inocentes: por poco que se adhiera a estas primeras complacencias de los sentidos conmovidos, comenzamos a abrir el corazón a la criatura: por poco que se los halague con representaciones agradables, ayudamos al dolor de nacer; y un confesor sabio sabrá entonces hacer sentir al cristiano la primera herida de su corazón y los séquitos de un peligro que le gusta, y prevenir las grandes desgracias»[50].

Las dos concupiscencias

La causa intrínseca del pecado, como indica Bossuet, es la voluntad de pecar y puede afirmarse que cuanto mayor sea la voluntad respecto al pecado mayor es la gravedad de éste, porque la magnitud del efecto depende de la mayor o menos eficacia de la causa. Argumenta Santo Tomás que: «En el pecado, como en cualquier otro género de cosas, puede señalarse una doble causa: ante todo, la causa propia y esencial del pecado, que no es otra sino la misma voluntad de obrar mal, pues esta voluntad se compara al acto de pecar como el árbol a sus frutos, en la forma que explica la Glosa sobre el texto de San Mateo: «No puede el árbol bueno dar malos frutos» (Mt 7, 18). Y cuanto mayor sea esta causa, tanto más grave será el pecado; cuanto mayor sea la voluntad de pecar, tanto más gravemente peca el hombre».

Junto con la voluntad concurren otras causas en el efecto del pecado. Sin embargo, tales «causas del pecado se toman como extrínsecas y remotas». Precisa seguidamente que: «son todas aquellas que inclinan la voluntad a pecar. Entre ellas conviene distinguir: unas presionan la voluntad en la línea de su misma naturaleza: por ejemplo, el fin, que es objeto propio de la voluntad. Esta causa aumenta el pecado; peca más gravemente aquel cuya voluntad se mueve al pecado con intención de alcanzar peor fin»[51]. Un fin que no es verdaderamente un bien, al que tiende siempre por naturaleza la voluntad.

Necesariamente la voluntad siempre busca el bien, pero en general, y, por ello, debe elegirlo en concreto, pero puede ser entonces un bien aparente, y de este modo tenderá a un fin indebido. De manera que, como afirma Santo Tomás: «Es propio de la voluntad poder ser movida no sólo por el bien universal que la razón le presenta, sino también por el bien concreto que el sentido aprehende»[52].

Las otras causas extrínsecas son independientes de la razón. No le afectan como las anteriores, en la ordenación de la voluntad al propio fin, el bien, aunque ésta por su libertad puede ser defectuosa. Este nuevo tipo de causas: «en cambio, presionan sobre la voluntad como saliendo del margen de su naturaleza y orden, que consiste en moverse libremente por sí misma conforme al juicio de la razón. Por lo cual, las causas que disminuyen el juicio de la razón, como la ignorancia, o las que disminuyen el libre movimiento de la voluntad, como la enfermedad, la violencia, el miedo u otras semejantes, disminuyen el pecado, como también disminuyen el voluntario: tanto que, si el acto es completamente involuntario no tiene razón de pecado»[53].

La ignorancia afecta a la razón. En cambio, el miedo, como las otras pasiones, y algunas enfermedades, influyen en el mismo acto voluntario. Por último, la violencia obstaculiza la ejecución del acto humano. Todas estas causas, al disminuir la voluntad libre aminoran la gravedad del pecado.

En estas causas que modifican al acto humano, –el acto realizado con las facultades racionales, el entendimiento y la voluntad libre– en cuanto a su elemento volitivo, se puede incluir la concupiscencia. Sin embargo, debe distinguirse entre el fomes, que sería una concupiscencia antecedente, por ser anterior al acto voluntario y la concupiscencia consiguiente, que es la concupiscencia permitida por la voluntad. En esta última, la concupiscencia consentida, que, por la voluntad propia, ha pasado de antecedente a consiguiente, no hay disminución del acto voluntario sino que, por el contrario lo aumenta. Por tanto: «Si en la concupiscencia se incluye también el mismo movimiento de la voluntad, en ese caso donde se da mayor concupiscencia se da mayor pecado».

Además, puede ocurrir que la voluntad, después de consentir al fomes o concupiscencia antecedente y pasar a la consiguiente o presente en el acto voluntario, todavía voluntariamente pueda excitar de modo directa a la concupiscencia y hacer que se incremente. En este tipo de concupiscencia directamente procurada, que es también consiguiente, porque: «sigue al juicio de la razón y al movimiento de la voluntad», igualmente «donde hay mayor concupiscencia hay mayor pecado, ya que ese mayor movimiento de concupiscencia procede de que la voluntad tiende a su objeto desenfrenadamente».

No ocurre así con el fomes, porque: «si la concupiscencia se toma como una pasión especial, que es el movimiento de la potencia concupiscible, en este caso, una mayor concupiscencia, que preceda al juicio de la razón y al movimiento de la voluntad, disminuye el pecado; porque quien peca estimulado por mayor concupiscencia, cae vencido por mayor tentación, imputándosele a menor pecado»[54].

El ímpetu del fomes hacia el placer, por ofuscar el juicio de la razón y, con ello, la raíz de la libertad de la voluntad, aumenta la voluntariedad hacia lo que le atrae, pero disminuye la responsabilidad en el pecado. No obstante, no queda nunca eliminada la libertad y no queda excusada por completo la responsabilidad en el pecado, porque: «Si bien la voluntad no puede impedir que surja el movimiento de concupiscencia, del cual dice el Apóstol: «El mal que aborrezco» (Rom 7, 15), es decir, «lo deseo con pasión», sin embargo, la voluntad puede no desear la concupiscencia, o no consentir a ella, y asi no sigue necesariamente su impulso»[55]. Aún con la razón obscurecida por el fomes, la voluntad siempre «conserva cierta libertad»[56] para contener y no dejarse arrastrar por la inclinación de la concupiscencia

Santo Tomás indica, al comentar la sexta petición del Padrenuestro, que, «para salir bien librado» de la tentación, debe tenerse en cuenta lo que pedimos en ella: «Y no nos dejes caer en la tentación». Explica el Aquinate que: «Cristo nos enseñó a pedir no que no seamos tentados, sino que no caigamos en la tentación (…) nos enseña a pedir que no caigamos en la tentación por el consentimiento. «Que no os alcance la tentación más en lo que tiene de humano» (1 Cor 10, 13). Efectivamente, humano es ser tentado, mientras que consentir es diabólico»[57].

Eudaldo Forment



[1] SANTO TOMAS DE AQUINO, Suma contra gentiles, IV, c. 58.

[2] Ibíd., IV, c. 59.

[3]Laura Montoya Upegui, Autobiografía, Medellín, Impr., Carvajal, 1991, 2ª ed., c. XXII, p. 269.

[4] IDEM, Huellas de Luz, Barcelona, Testimonio, 2014, n. 444, p. 75.

[5] IDEM, Autobiografía, op. cit., pp. 269-270.

[6] Cf. SANTO TOMÄS, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, In II Sent., d. 34, q. un, a. 4, in c.

[7] SAN AGUSTÍN, Cuestiones diversas a Simpliciano, I, c. 2, 18.

[8] IDEM, El libre arbitrio, I, c. 16, 35.

[9] Ibíd., I, c. 16, 35.

[10] IDEM, Réplica a Fausto, el maniqueo, 22, n. 27

[11] ÍDEM, Del génesis contra los maniqueos, II, c. 15, n. 22.

[12]Laura Montoya Upegui, Huellas de luz, op. cit., p. 75.

[13] IDEM, Autobiografía, op. cit., p. 269-

[14] Jer 3, 25

[15] Sal 51, 6

[16] Isa 1, 2.

[17] SANTO TOMÁS, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, Prol. I

[18] IDEM, Suma teológica, III, q. 48, a. 4, in c.

[19] Ibíd., III, q. 48, a. 6, in c.

[20] Ibíd., III, q. 48, a. 6, ad 2.

[21] Ibíd., III, q. 48, a. 6, ad 3.

[22] Rm 3, 24

[23] SANTO TOMÁS, Comentario a la epístola a los romanos, c. 3, lecc. 3.

[24] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre el pecado original, V.

[25] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 81, a. 3, ad 2.

[26] Ibíd, III, q. 27, a. 3, in c.

[27] Ibíd., III, q. 27, a. 4, ad 1.

[28]Catecismo Romano, II, c. 2, 43.

[29] Ibíd., II, c. 2, n. 48.

[30] Ibíd., II, c.2, n. 49.

[31]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1263.

[32] Ibíd., n. 1264.

[33] Ibíd., n. 1279.

[34] Rm 7, 23.

[35] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 7, lecc. 4.

[36] Gal 5, 17.

[37] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 7, lecc. 4.

[38] IDEM, Suma teológica, I-II, q. 91, a. 6, in c.

[39] Ibíd., I-II, q. 93, a. 3, ad 1.

[40]IDEM. Suma Teológica, III, q. 15, a. 2, in c.

[41] IDEM, Exposición de los dos mandamientos del amor, Prol. I

[42]Catecismo del Concilio de Trento, IV, c. 12, n.10

[43]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2515.

[44] Ibíd., n. 2516.

[45] Ibíd. «Por ello el apóstol escribe: “si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25) (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 55)».

[46] ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 1968, p. 325.

[47]Jacques-Bénigne Bossuet, Traité de la Oeuvres complètes de Bossuet (F. Lachat), Paris, Librairie de Louis Vivès Éditeur, 1862, C. IV, p. 418.

[48] Ibíd., pp. 418-419.

[49] St 1, 15.

[50]IDEM, Maximes et réflexions maximes et réflexiones sur la comédie, en Traité de la Oeuvres complètes de Bossuet, op. cit., vol XXVII, p. 33

[51] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 73, a. 6, in c-

[52] Ibid., I-II, q. 10, a. 3, ad 3.

[53] Ibíd., I-II, q. 73, a. 6, in c.

[54] Ibíd., I-II, q. 73, a. 6, ad 2.

[55] Ibíd., I-II, q. 10, a. 3, ad 1.

[56] Ibíd., I-II, q. 10, a. 3, in c.

[57] IDEM, Exposición de la oración dominical o padrenuestro, 6ª pet.

2.06.16

XLII. Naturaleza del pecado original

Un hábito singular

El pecado original, transmitido a todos los hijos de Adán a lo largo del tiempo, se encuentra en nosotros como un hábito malo. Es, por tanto, como todo hábito, una inclinación firme y constante a proceder de un determinado modo. Los hábitos están en el hombre: «de un modo intermedio entre la potencia y el acto» y, a diferencia de la potencia, puede actualizarlos únicamente con su voluntad y «cuando quiera»[1].

Argumenta Santo Tomás, para probar que el pecado original es un hábito malo o disposición desordenada, en primer lugar, que: «San Agustín dijo, en el libro El bautismo de los niños (I, c. 39), que por razón del pecado original los niños tienen ya aptitudpara la concupiscencia, aunque todavía no la actualicen. Pero toda aptitud denuncia la existencia de un hábito. Luego el pecado original es hábito»[2].

En este lugar, citado por el Aquinate, escribe San Agustín contra algunos pelagianos, sin citar sus nombres: «Mas como nuestros adversarios nos conceden que los niños deben ser bautizados, pues no pueden oponerse a la autoridad de la Iglesia católica, fundada, sin duda, en la tradición del Señor y de los apóstoles, han de concedernos que también a ellos son necesarios los mencionados beneficios del Mediador, para que, limpios por el sacramento y la caridad de los fieles y unidos de este modo al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, se reconcilien con Dios y en Él sean vivificados y salvos, libertados, rescatados e iluminados. ¿De qué han de serlo sino de la muerte, de los vicios, del reato, de la esclavitud y de las tinieblas de los pecados? Mas como los niños por su edad no han podido cometer ninguna falta personal, luego sólo les queda el pecado original»[3].

El hábito del pecado original, que está en la naturaleza humana, no es infuso ni adquirido. Es un hábito singular. Explica Santo Tomás que: «Hay dos clases de hábitos. Uno por el que la facultad posee capacidad de obrar, al modo como la ciencia y la virtud son hábitos. En este sentido el pecado original no es hábito». No lo es como lo son las virtudes sobrenaturales y las virtudes naturales, ni tampoco como lo son, pero malos, los vicios y pecados.

El otro tipo de hábito es al que nombra: «la disposición por el que una naturaleza compuesta de muchos elementos, está bien o mal ordenada para algo y principalmente si tal disposición se ha convertido como en una naturaleza, como es claro en la salud y la enfermedad».

Esta clase de hábito es una disposición, ordenada o desordenada, que está arraigada en la naturaleza del sujeto como si fuese una segunda naturaleza. «En este sentido decimos que el pecado original es un hábito: disposición desordenada que proviene de la ruptura de la armonía constitutiva de la justicia original».

La falta de toda armonía, causada por el pecado, en las facultades del hombre y en la del alma con el cuerpo, en el estado de la naturaleza humana caída, es parecida a la del cuerpo enfermo. «Lo mismo que la enfermedad corporal es una disposición desordenada del cuerpo por la que se rompe la proporción en que consiste la salud. Por eso se llama al pecado original “enfermedad de la naturaleza” (Pedro Lombardo, Sent., 2 d.30 q.8)»[4].

Disposición habitual heredada

Aunque el pecado original es la «privación» de la «justicia original»[5] no impide que sea un hábito en el sentido indicado. «Así como la enfermedad corporal tiene algo de privación, en cuanto que se rompe el equilibrio de la salud, y tiene algo de positivo, a saber, los humores mismos dispuestos desordenadamente, así también el pecado original tiene la privación de la justicia original, y junto con ella la desordenada disposición de las partes del alma. Luego, no es pura privación, sino un hábito corrompido»[6].

En tal caso aparece una nueva dificultad. Debe sostenerse que el pecado personal, que ya no es un hábito en el sentido de una disposición arraigada en la naturaleza, sino un acto propio, pero desordenado por ser pecado, implica culpabilidad En cambio, el pecado original, por ser un hábito de una naturaleza desordenada, no parece que tenga «razón de culpa»[7].

Al responder a esta objeción, explica Santo Tomás que el pecado personal o «pecado actual es cierto desorden del acto; en cambio, el original, como desorden de la naturaleza, es cierta disposición desordenada de la misma naturaleza, que tiene razón de culpa en cuanto que se deriva del primer padre».

El pecado original no es un pecado actual ni tampoco un pecado habitual adquirido por la repetición de un pecado actual, es sólo una disposición desordenada heredada en de la naturaleza humana. «Pero, además esa disposición desordenada tiene razón de hábito, cosa que no tiene la disposición desordenada del acto. Por este motivo, el pecado original, puede ser hábito, mientras que no puede serlo el pecado actual»[8].

Aunque el pecado original no es «el hábito que dispone la potencia en orden a la operación», como lo son los hábitos que llevan al pecado actual, sin embargo: «del pecado original deriva cierta inclinación al pecado, no directa, sino indirectamente, por la remoción de los impedimentos, es decir, de la justicia original, que veda los movimientos desordenados, como también de la enfermedad corporal nacen indirectamente movimientos corporales desordenados»[9].

La inclinación o propensión del heredado pecado original a actos desordenados, a pecados actuales, tampoco es directa como la otra especie de hábitos de las facultades, sino en cuanto que ha removido o apartado de la justicia original, que imposibilitaba los actos desordenados. El pecado o concupiscencia desordenada original puede entenderse como: «la misma inclinación o disposición hacia el deseo, procedente del hecho de que el apetito concupiscible no está perfectamente sometido a la razón, al ser suprimido el freno de la justicia original; y de este modo, hablando materialmente, el pecado original es concupiscencia habitual».

El pecado actual de Adán, que supuso la grave carencia de la justicia original en la naturaleza humana, que hace posible y facilita todo tipo de pecado, y transmitida con ella por generación a todos los demás hombres, hace que: «el pecado original no se dice pecado por la misma razón con que se dice pecado al pecado actual: pues el pecado actual consiste en el acto voluntario de alguna persona; y por lo mismo que no pertenece a tal acto, no tiene razón de pecado actual; pero el pecado original es de la persona según su naturaleza que heredó de otro originalmente; y por esto, todo defecto encontrado en la naturaleza de la prole, derivado del pecado del primer padre, tiene razón de pecado original, con tal que exista en el sujeto que es receptivo de la culpa»[10].

El Aquinate cita la afirmación de San Agustín sobre esta concupiscencia: «se llama pecado porque ha sido cometido a causa de un pecado y es castigo de un pecado»[11], el actual de Adán.

En definitiva, advierte que: «No debemos pensar que el pecado original sea un hábito infuso, ni tampoco adquirido por actos, a no ser que hablemos del acto del primer padre, no de otra persona. Es un hábito innato por defecto de origen»[12].

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20.05.16

XLI. Pandemia universal del pecado

El pecado habitual

El verdadero enemigo del hombre es el pecado actual propio. El pecado original heredado también lo es, porque viene del pecado actual de nuestros primeros padres y porque nos conduce a pecar. Como enseñaba Torras y Bages: «Pecar es romper la ley de Dios. Dios ha puesto la ley a todo: a los ángeles, a las bestias, a los hombres, a las cosas materiales. Todos obedecen la ley, menos el hombre. Es la insubordinación, pues, del hombre contra Dios. Cada pecado ataca un atributo de Dios; la ira, su dulzura; la envidia, su caridad; la lujuria, su pureza, etc.»[1].

La maldad o malicia del desorden del pecado, que implica el rechazar a Dios, –con perfecta advertencia del entendimiento y con el consentimiento perfecto de la voluntad–, y en sustituirle para alcanzar la felicidad por algo creado, se conoce: «a) Por la grandeza de Dios, a quien se ofende. Tontería del pecador, que no piensa que un día ha de caer en manos de Dios. b) Por la pequeñez del hombre: “Conózcame a mí, conózcate a ti” (San Agustín, Soliloquios, II, 1, 1; Noverim te, noverim me). c) Porque es contra la naturaleza del hombre, la destruye. Horror y asco que los santos tienen al pecado. Una santa, al verse a sí misma tan deforme, pidió a Dios que le quitara aquella visión. d) Por la deshonra que se hace a Dios, por preferir a El una tontería. e) Por la amargura que causa a Dios».

Confirman la malicia del pecado sus efectos, como la condenación por toda la eternidad de los ángeles rebeldes y la expulsión de Adán y Eva del paraíso y con la posibilidad de la condenación eterna para ellos y sus descendientes si no aceptaban la redención de Cristo. Otros efectos importantes, señalados por Torras y Bages son «a) el diluvio: b) Sodoma y Gomorra; c) el hecho general de que cuando una sociedad se entrega al pecado cae. Todos los pueblos han temido “la ira de Dios” (Rm 1. 18). Sacrificios para aplacar la divinidad irritada ¿Todo jefe de una sociedad castiga la transgresión de la ley, y Dios, no?».

Además, el pecado requirió la pasión de Cristo para la redención del pecador. Por ello: «Nadie puede conocer tanto la malicia del pecado como el cristiano. Las pasiones y el demonio hacen que consideremos el pecado como una flaqueza disimulable; pero. cuando el entendimiento se ha serenado ya, surge el remordimiento. El pecado atontece al hombre, pero la fe cristiana ilumina este punto. ¿De qué medio se valió Dios para destronar el pecado del mundo? De la redención del Hombre-Dios».

Sin embargo: «La redención es una circunstancia agravante del pecado. El pecado del cristiano es más grave porque pisa la sangre de Cristo.”No abandona, sino es abandonado” (“No abandonará su obra si su obra no le abandona”, San Agustín, Enarraciones sobre losSalmos, 145, 8). Temor del pecado por no poder salir de él. El hombre con sus fuerzas se puede perder, pero no salvar. Todavía hoy Cristo es el único remedio contra el pecado, o se puede salvar del pecado que no se apoya en Él»[2].

La miserable situación del pecador

El verdadero problema del hombre es que vuelva otra vez a pecar. «El pecado una vez perdonado deja limpia al alma, pero “el abismo llama al abismo” (Sal 42, 8); pero si el hombre no está resuelto a pelear, huir de ocasiones, etc. volverá como el perro a comer lo que ha vomitado. Nada más se atreve a pecar «”la cerda lavada se revuelca en el cieno” (2 Pe 2, 22). Sólo se atreve a pecar. Vivirá sentado en el pecado; no echará de menos la gracia divina, y será como una viña de la que el amo saca la cerca porque la abandona: todo tipo de bestias pueden pastorear en él»[3].

Se dice en el Antiguo Testamento que: «El impío, después de haber llegado al fondo de los pecados, de nada hace caso»[4]. Nota además Torras y Bages que: «En muchos lugares del Evangelio nos presenta diferentes figuras para hacernos comprender el estado de un alma abandonada al pecado: a) el paralítico que está treinta y ocho años en un lugar sin moverse, signo de la insensibilidad; b) el pródigo, obligado a vivir entre animales, que son las pasiones desenfrenadas que hacen del hombre bestia; c) el ciego de nacimiento y el sordomudo, símbolos del pecador, a quien quedan ofuscadas sus potencias para las cosas divinas».

Con el pecado: «pasa en el alma lo que en el cuerpo. Al principio, después de la muerte, nada tiene de particular; después viene la corrupción. Más la verdadera figura del pecador habitual se encuentra en: “Lázaro (…) huele mal, porque está muerto desde hace cuatro días” (Jn 11, 39), en el muerto que ya apesta». Se pueden considerar: «dos circunstancias del hombre en este estado, o sea, de su corrupción: respecto a sí mismo; y respecto a los otros».

El pecado afecta a su autor, porque: «es una verdadera descomposición o transformación del hombre: Primero, en lo sobrenatural; pierde la amistad de Dios, el derecho a la herencia eterna y el mérito sobrenatural de sus obras. Segundo, en lo natural: todo ello se pervierte: si es de alta posición, se vuelve insolente; si pobre, envidioso; si de talento, orgulloso; si era un carácter noble y decidido, se vuelve temerario; si era afectuoso e inclinado al amor, se entrega a las bajezas de la sensualidad. Hasta su cuerpo se transforma, y lleva marcadas en su cara las viles pasiones que le dominan».

También afecta a los demás, porque el pecado: «es causa de un verdadero apestamiento; la corrupción despide miasmas pestilentes; es ley de la corrupción, tanto en el orden físico como moral, el contagio. El vicioso tiene ya de sí el maldito placer de contaminar los otros; más aún, sin querer, su influencia es terrible: un hombre apesta un pueblo y hasta una nación»[5].

Se puede preguntar, en consecuencia: «¿El infeliz pecador habitual quedará perpetuamente en este estado?». Responde a ella Torras y Bages: «No, puede salir. Se necesitan dos circunstancias: La primera siempre se verifica, y son la intercesión y oraciones de los fieles, pues toda conversión es efecto de esto; la oración de Jesucristo convierte al Centurión y a Longinos; San Esteban, a San Pablo; y Santa Mónica, a San Agustín».

No siempre se da la otra, porque: «La segunda debe ponerla el mismo pecador, quitando los impedimentos a la gracia: dejar las ocasiones, alejarse de los objetos que inflamen sus pasiones. Encomendándose a las oraciones de Jesucristo, que es “la resurrección y la vida” (Jn 11, 25)»[6].

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