1.07.24

LIX. El alma divina de Cristo

El alma de Cristo y la divinidad[1]

En el siguiente artículo, de modo parecido al anterior, en el que Santo Tomás planteaba la cuestión de si con la muerte de Cristo la divinidad se separo de su cuerpo, lo hace con respecto a su alma, el otro constitutivo de su naturaleza humana. Su respuesta es igualmente negativa, porque: «no habiéndose separado el Verbo de Dios del cuerpo en la muerte, mucho menos se separó del alma», ya que: «el alma se unió al Verbo de Dios de manera más inmediata y primero que el cuerpo, puesto que el cuerpo se unió al Verbo de Dios mediante el alma, como ya se ha dicho» en el artículo anterior.

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17.06.24

LVIII. El cuerpo muerto divino de Cristo

La unión personal[1]

En el artículo siguiente de la cuestión dedicada a la muerte de Cristo, Santo Tomás plantea la cuestión de si, al morir, la divinidad abandonó su cuerpo al igual que lo hizo el alma. Comienza presentando tres argumentos, que parecen probar que, con la muerte de Cristo, Dios se separó de su cuerpo ya cadáver.

El primero es el siguiente: «Se dice en el evangelio de San Mateo que el Señor, colgado en la cruz, exclamó: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado!»(Mt 27, 46). Exponiendo estas palabras dice San Ambrosio: «Clama por la separación de la divinidad el hombre moribundo. Porque, estando la divinidad exenta de la muerte, ésta no podía tener lugar allí la muerte si no se retiraba la vida, pues la divinidad es la vida» (Exp. Evang. S. Luc., 23-46, l. 10). De suerte que parece haberse separado del cuerpo, en la muerte de Cristo, la divinidad»[2].

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3.06.24

LVII. Conveniencia de la muerte de Cristo

La redención[1]

En el tratado de la vida de Cristo, que se encuentra en la Suma teología, Santo Tomás dedica cinco cuestiones a la pasión. En la última de ellas, se ocupa de su final, la muerte. En el primer artículo que le dedica, se plantea el problema de su conveniencia.

La tesis de Santo Tomas es que fue conveniente que Cristo muriese. Da cinco razones que lo prueban. La primera: «para satisfacer por el género humano, que había sido condenado a muerte por el pecado, según la sentencia que se lee en el Génesis: «El día que comáis de él, ciertamente moriréis»(Gn 2, 17).Y es, sin duda, buen modo de satisfacer por otro el someterse a la misma pena que ese tal merecida. Por eso Cristo quiso morir, para que muriendo, satisficiese por nosotros, según lo que dice San Pedro: «Cristo murió una vez por nuestros pecados» 1 Pe 3,18)»[2].

De modo más preciso puede afirmarse: «Cristo sufrió por nosotros lo que nosotros debíamos sufrir por el pecado de nuestro primer padre, y principalmente la muerte, a la cual están ordenadas todas las pasiones humanas como a su final. Por esto dice el Apóstol: «porque el estipendio y pago del pecado es la muerte,» (Rm 6, 23). Cristo, inocente, sufrió la pena que debíamos padecer nosotros, «porque el culpable puede librarse de la pena que debería sufrir, si otro inocente se somete por él a tal pena»[3].

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15.05.24

LVI. Exaltación de Cristo por su pasión

Merecimiento de la humanidad de Cristo[1]

El sexto y último efecto de la pasión de Cristo no fue en beneficio de los hombres, como los anteriores, sino sobre sí mismo. Lo mereció en cuanto sus sufrimientos y su muerte, porque ya en cuanto hombre, como ha dicho Santo Tomás más arriba, con su alma veía a Dios y gozaba de la más alta gloria.

Como recordaba Newman, Cristo: «Era una sola persona viva, y ese único Hijo de Dios vivo y Todopoderoso, Dios y hombre, era el resplandor de la gloria de Dios y de su Poder, y obró la voluntad de su Padre y estaba en el Padre y el Padre en Él, no solo en el cielo sino también en la tierra. En el cielo lo era y lo hacía todo como Dios; en la Tierra lo era y lo hacía en esa Humanidad que había asumido, pero tanto en el cielo como en la tierra, siempre como Hijo. Por tanto, la verdad se refería a todo Él cuando declaraba que no estaba solo; no hablaba u obraba por sí mismo, sino que donde Él estaba, estaba el Padre y quien le veía a Él veía al Padre, tanto si le miraban como Dios o como hombre»[2].

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2.05.24

LV. La reconciliación, la salvación y la vida eterna

Reconciliación con Dios[1]

Además de la liberación del pecado, del diablo y de la pena del pecado, tratadas en los tres primeros artículos de la cuestión de los efectos de la pasión de Cristo, Santo Tomás, en los siguientes, se ocupa de otros dos. El primero de ellos es el de la reconciliación con Dios. Indica quesobre ella «escribe el Apóstol a los romanos: «Hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom 5, 10)»[2].

Explica seguidamente que: «La pasión de Cristo es causa de nuestra reconciliación con Dios, de dos maneras. Primera, en cuanto que quita el pecado, por el que los hombres se constituyen en enemigos de Dios, según se dice en el libro de la Sabiduría: «Igualmente son odiosos a Dios el impío y su impiedad» (Sab 14, 9)».

La segunda manera de la reconciliación con Dios por Cristo es «en cuanto que la pasión de Cristo es un sacrificio aceptísimo a Dios». La razón es porque: «El efecto propio del sacrificio es el de aplacar a Dios, como acontece con el hombre que, en atención a un obsequio que se le hace, perdona la ofensa cometida contra él. Por esto se dice en la Escritura: «Si es el Señor quien te excita contra mí, que Él reciba el olor de una ofrenda» (1 Sam 26, 19). Pues fue tan grande el bien de padecer Cristo voluntariamente que, en atención a este bien, que Dios halló en la naturaleza humana, se aplacó de todas las ofensas del género humano en cuanto a aquellos que se unen a Cristo paciente»[3].

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