L. La unicidad de la fe en la Historia humana

La fe en Cristo

Al comenzar a comentar el capítulo quinto de la Epístola a los romanos, en su comentario a este escrito de San Pablo, Santo Tomás indica que: «Habiendo mostrado el Apóstol la necesidad de la gracia de Cristo, porque sin ella ni el conocimiento de la verdad les sirvió a los gentiles, ni la circuncisión y la ley a los judíos para la salvación, aquí empieza a encarecer la virtud de la gracia»[1].

Como en el primer versículo de este capítulo de la Epístola se lee: «Justificados, pues, por la fe, estemos en paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo»[2], el Aquinate escribe: «Así es que primero dice: tenemos dicho que se les reputa a justicia la fe a todos los que creen en la resurrección de Cristo, la cual es la causa de nuestra justificación. «Justificados, pues, por la fe», en cuanto por la fe de la resurrección participamos de su efecto», «para que estemos en paz con Dios», esto es, sujetándonosle y obedeciéndolo»[3].

En el siguiente versículo explica San Pablo que todo ello es posible por Cristo: «Por quien tenemos acceso a la virtud de la fe a esta gracia, en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios»[4]. Explica Santo Tomás, por: «Cristo «tenemos acceso», o sea, como por un mediador. «Mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2, 5). «Y así por Él unos y otros tenemos en un mismo espíritu el acceso al Padre» (Ef 2, 18). Acceso, digo «a esta gracia», esto es, al estado de gracia. «La gracia y la verdad han venido por Jesucristo» (Jn 1, 17). «En la cual» esto es, por la cual gracia no sólo resucitamos de los pecados, sino que también «estamos firmes», fijos y erectos por amor a las cosas celestiales. «Firmes estaban nuestros pies en tus atrios» (Sal 121, 2). Y todavía más: «Nosotros nos enderezamos y en pie nos mantenemos» (Sal 19, 9)».

Precisa seguidamente el Aquinate: «Y esto en virtud de la fe, por la cual obtenemos la gracia, no porque la fe preceda a la gracia, sino que más bien en virtud de la gracia viene la fe. «Gratuitamente habéis sido salvados por medio de la fe» (Ef 2, 8), esto es, porque el primer efecto de la gracia en nosotros es la fe»[5]. La gracia de Dios es la que causa la fe, que nos salva, no a la inversa, y por la fe se obtienen la gracias de la justificación y de la salvación.

La fe en Cristo es la condición necesaria y universal para la justificación. Por ello: «En El han creído no sólo los hombres que han existido después de su Encarnación sino también los que la precedieron, porque así como nosotros creemos que El nació y padeció, así también aquéllos creyeron que nacería y que padecería. Por lo tanto, una misma es nuestra fe y la de ellos. «Teniendo el mismo espíritu de fe» (2 Co 4, 13). Así es que de esta manera se prueba que la gracia de Cristo se transmite para la justificación de muchos por lo posterior, o sea, por el reino de vida»[6].

El crecimiento en la fe

Se desprende de la afirmación de la posesión del «mismo espíritu de fe»[7], en todos los hombres, que reciben la gracia de Cristo y son justificados, independientemente de que hayan vivido antes o después de su venida, que la fe es una. Santo Tomás trató directamente la cuestión de la unicidad de la fe y a la vez el problema del hecho histórico del desarrollo de la doctrina de la fe.

El crecimiento del contenido de la fe se dio primero durante el Antiguo Testamento hasta Jesucristo y los apóstoles, y seguidamente también en la Iglesia, después de Cristo y sus apóstoles. Este progreso histórico implica que los fieles anteriores de un momento determinado del desarrollo sucesivo de la fe conocían y creían una parte de ella, y los posteriores conocerán y creerán otra parte, que antes era desconocida.

En la Iglesia, hay, por tanto, definiciones dogmáticas nuevas. El problema del progreso del dogma, ya que no parece posible afirmar su unidad si se desarrolla y crece, lo presenta el Aquinate, en la Suma teológica, en la siguiente objeción: «En las ciencias elaboradas por el hombre, han sido susceptibles de aumento en el decurso de los tiempos debido al deficiente conocimiento en los que primero las inventaron. Así lo afirma Aristóteles en el libro II de la Metafísica. (c. 1, n. 1 y 3). Pero en el caso de la fe, la doctrina no ha sido invención humana, sino dada por Dios. «Es un don de Dios»(Ef 2,8), dice el Apóstol. Por lo tanto, no siendo posible en Dios defecto alguno de conocimiento, parece que el conocimiento de las verdades de fe debiera ser perfecto desde el principio, y que no haya aumentado en el transcurso del tiempo»[8].

La respuesta de Santo Tomás, después de explicar en el cuerpo del artículo en que sentido progresa la fe, es la siguiente: «El progreso en el conocimiento se produce de dos maneras. Una, por parte del que enseña, el cual, sea uno solo, sean varios, avanza en el conocimiento según la sucesión del tiempo. Tal es la razón del progreso en las ciencias inventadas por la razón humana. La segunda, es por parte del que aprende. El maestro que conoce bien su oficio no lo transmite de una vez al alumno, ya que éste no podría recibirlo; se lo transmite poco a poco, adaptándose a su capacidad. Esta es la forma como progresaron los hombres en el conocimiento de la fe en el transcurso de los tiempos. Por eso compara el Apóstol la etapa del Antiguo Testamento con la de la niñez (Ga 3, 24ss; 4)»[9].

En este lugar citado de la Epístola a los Gálatas, San Pablo escribe al principio del mismo: «La ley fue nuestro pedagogo que nos condujo a Cristo, para que por la fe seamos justificado. Mas venida la fe ya no estamos bajo el pedagogo»[10].

Al comentar el capítulo de estos versículos de la Epístola escribe Santo Tomás: «La ley sirve a las promesas de Dios en general en cuanto a dos cosas. Primero, porque manifiesta los pecados. «Por la ley se nos ha dado el conocimiento del pecado» (Rm 3, 20). En seguida, porque manifiesta la humana flaqueza en cuanto no puede el hombre evitar el pecado si no es por la gracia, la cual no se daba mediante la ley. Y así como estas dos cosas, el conocimiento de la enfermedad y la impotencia del enfermo, seriamente inducen a acudir al médico, así también el conocimiento del pecado y de la propia impotencia inducen a buscar a Cristo. Por lo tanto de esta manera la ley sirvió a la gracia, en cuanto proporcionó el conocimiento del pecado y la experiencia de la propia impotencia».

Podría decirse que la ley tenía una primera función negativa, porque hacia que los hombres tuvieran conciencia de que eran pecadores, aunque, también era positiva, porque, al reconocer que eran pecadores, sabían que necesitaban la misericordia de Dios. Tenía también una segunda función totalmente positiva, porque encaminaba hacia Cristo. Sobre ella, escribe más adelante el Aquinate: «el oficio de la ley fue oficio de pedagogo. Y por eso se dice el texto de San Pablo:»la ley fue nuestro pedagogo», porque mientras el heredero no puede obtener el beneficio de la herencia, o bien por falta de edad o de alguna otra perfección necesaria, es protegido y cuidado por algún instructor, que recibe el nombre de pedagogo, de país, paidós, niño, y ago, conducir».

Antes de la venida de Cristo, la ley conducía hacia la gracia, «porque aquella gracia podría librar de los pecados, y tal gracia es por la fe en Jesucristo». Era necesaria esta función de tutela: «porque los judíos, como niños sin razón, gracias a la Ley se apartaban del mal, por temor a la pena, y se movían al bien por el deseo y la promesa de los bienes temporales. Pues a los judíos les estaba prometida la bendición del futuro descendiente que obtendría la herencia, pero aún no llegaba el tiempo de la consecución de esa herencia. Por lo cual era necesario que se conservaran hasta el tiempo del futuro descendiente y se apartaran de las cosas ilícitas, cosa que se lograba por la ley».

Con la metáfora del pedagogo, San Pablo quiere mostrar que: «por el hecho de que bajo la ley estábamos guardados, la ley fue nuestro pedagogo, o sea, que nos dirigió y guardó para Cristo, en el camino hacia Cristo. Y esto para que fuéramos justificados por la fe de Cristo. «Era Israel un niño, yo le amé» (Os, 11, 1). «Me castigaste, Señor, y yo he aprendido (Jr 31, 18). «Concluimos que es justificado el hombre por la fe, sin las obras de la ley» (Rm 3, 28)».

La ley no realizaba la tarea pedagógica de manera perfecta, porque, en primer lugar: «aunque la ley fuera nuestro pedagogo, sin embargo, no conducía a la perfecta herencia, porque, como se dice en Hb 7, 19: «La ley no condujo ninguna cosa a perfección».

En segundo lugar, por ello: «Su oficio cesó al venir «la fe». Y esto lo dice así: «más venida la fe», la de Cristo, «ya no estamos bajo el pedagogo», o sea, bajo coacción, la cual no es necesaria para el libre. «Cuando yo era niño, hablaba como niño; sentía como niño, pensaba como niño; al hacerme hombre, dejé de lado las cosas de niño» (1 Co 13, 11) «Si alguno vive en Cristo. Es una criatura nueva; lo viejo pasó. Y he aquí que todo es nuevo» (2 Co 5, 17)»[11].

La fe en Dios providente

En las ciencias humanas se progresa, porque se va de menor a mayor conocimiento. El discente de estas ciencias, va progresado también de menos a más conocimiento, pero se trata de un conocimiento que ya es completo en el docente, en el que le enseña, que se lo tiene que proporcionar en un orden creciente. En esta situación del discente se encuentra el hombre con respecto a la revelación de Dios y en su docencia progresiva.

Para explicar el modo en que se produce este progreso indica Santo Tomás que: «Los artículos de la fe desempeñan una función similar a la de los principios en sí evidentes respecto a la doctrina elaborada por la razón natural. En estos principios hay un orden, de tal modo que unos están implícitamente contenidos en otros, y todos ellos se reducen a éste como principio soberano: «Es imposible afirmar y negar almismo tiempo», como enseña el Filósofo en IV Metaphys.(III, c. 6, n. 9). De manera similar, todos los artículos se hallan implícitamente contenidos en algunas realidades primeras que se han de creer; es decir, todo se reduce a creer que existe Dios y que tiene providencia de la salvación de los hombres. Así lo expresan las palabras del Apóstol: «El que se acerca a Dios ha decreer que existe y que es remunerador de los que lebuscan»(Hb 11,6)»[12].

En su Comentario a la Epístola a los Hebreos, Santo Tomás se ocupa detenidamente de este último versículo citado: «Sin fe es imposible agradar a Dios. Por cuanto el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que es remunerador de los que le buscan»[13].

Explica que lo afirmado aquí por San Pablo, que la fe agrada a Dios: «lo demuestra la Escritura, porque se dice en ella: «en paz y justicia anduvo conmigo» (Ml 2, 6); y «el que andaba en caminos de inocencia ese me servía» (Sal 100, 6)», y, por tanto, era agradable a Dios. Se dice además : «lo que a él le es agradable: la fe« (Eclo 1, 34); y «concluimos que el hombre es justificado por la fe» (Rm 3, 28)».

Se prueba esto último, por lo que se dice en este versículo de San Pablo: «»por cuanto el que se acerca a Dios debe creer que Dios existe» (Hb 11, 6); pues nadie puede agradar a Dios si no se le acerca. «Acercaos a Dios y El se acercará a vosotros» (St 4, 8); «Acercaos a Él y seréis iluminados» (Sal 33, 6); y este acercamiento no es posible sino por la fe, porque la fe es la que alumbra al entendimiento. Luego nadie puede agradar a Dios sino por la fe; mas al que por la fe se acerca le es necesario creer al Señor».

El que quiere acercarse a Dios debe creer que existe, porque si no creyera en su existencia no tendría sentido el intento de aproximación. También: «En segundo lugar, debe saber que Dios tiene providencia de las cosas; de otra suerte nadie iría a Él, si no esperase alguna recompensa del mismo; por lo cual dice aquí: «y que es remunerador de los que le buscan» (Hb 11, 6). «El Señor Dios vendrá (…) su recompensa viene con Él» (Is 40, 10). La recompensa es lo que busca el hombre cuando trabaja. «llama a los obreros y págales su jornal», que no es otro sino Dios, pues fuera de Él no debe el hombre buscar otra cosa. «Yo soy tu protector y tu recompensa será muy grande» (Gn 15,1), ya que no da otra cosa sino a Sí mismo. «El Señor es la porción de mi heredad y mi cáliz» Sl 15, 5); «Me dije: «Mi porción es el Señor, por eso yo esperaré en él» (Lm 3, 24). Por eso dice que es «remunerador» de los que le buscan, no otra cosa»[14].

Para la salvación, es necesaria la fe en Dios providente, o creer que Dios existe y es un bien en sí mismo y es un bien para cada hombre, que le hará feliz. Por concebirle como providente, se entiende a Dios no sólo como bien infinito, sino que también, por serlo, hará feliz al hombre, al conferirle que comparta su propio Bien. De una manera que puede parecer audaz, declara Santo Tomás: «Y dado el imposiblede que Diosno fuese el bien del hombre, no habría razón de amar a Dios»[15]. La fe en Dios providente implica la caridad o amor a Dios y la esperanza.

No obstante, se pregunta Santo Tomás seguidamente: «Más ¿por ventura con estas dos cosas hay suficiente para salvarse?».

La respuesta es afirmativa, pero con la precisión que la fe en estas dos verdades implique la fe en Cristo, al decir: «Respondo que, después del pecado de nuestro primer padre, nadie pudo salvarse del reato de la culpa original sino en virtud de la fe en el Mediador». Sólo la fe en Cristo puede liberar al hombre de la culpa, de la pena y, por tanto, del reato u obligación de expiar esta pena.

Nota además que: «Esta fe tomó diferentes formas, cuanto al modo de creer, según la diversidad de los tiempos y de los estados; y así nosotros, que de tanto beneficio somos deudores, estamos más obligados a creer que los que vivieron antes de la llegada de Cristo; algunos aun de manera más franca, como los mayores y aquellos que alguna vez tuvieron una revelación especial».

Cometido el pecado original, el único medio de salvación fue la fe en Cristo. Por ello, antes de la ley mosaica como después de la ley de Moisés, hubo sacramentos, aunque de distinta categoría, pero todos ellos menos eficaces que los instituidos por Cristo. «Lo mismo quienes después de la ley, más claramente que antes de la ley, pues dados les fueron algunos sacramentos, que representaban como en figura a Cristo».

Igualmente se podían salvar los gentiles, aunque sólo tenían la ley natural y carecieran de sacramentos, si lo hacían también por la fe en Cristo. Como indica finalmente el Aquinate: «A los gentiles que se salvaron bastábales creer que Dios era remunerador, la cual remuneración no es posible sino por Cristo; de donde implícitamente creían en un mediador»[16].

Necesidad de los sacramentos

En la Suma Teológica, Santo Tomás explica que: «Los sacramentos son necesarios para la salvación del hombre por ser signos sensibles de realidades invisibles, mediante las cuales el hombre se santifica»[17].

Antes de cometer el pecado, el hombre, en su estado de inocencia o de justicia original, no necesitaba ningún sacramento. La razón es, indica el Aquinate: «por la rectitud de aquel estado en que lo superior tenía dominio sobre lo inferior, sin depender de ello en manera alguna. Así como la inteligencia estaba sometida a Dios, igualmente las potencias inferiores del alma estaban sometidas a la inteligencia, y el cuerpo lo estaba al alma».

Se desprende de este estado, en el que se daban estas tres sujeciones, que: «Sería contrario a este orden que el alma se perfeccionase en la ciencia o en la gracia mediante algo corporal, conforme se verifica en los sacramento. Por tanto, en el estado de inocencia, el hombre no necesitaba de los sacramentos, no sólo en cuanto éstos se ordenan a remediar el pecado, sino también en cuanto se ordenan a perfeccionar el alma»[18].

Aunque no tuviera sacramentos, tenía la gracia, porque: «El hombre, en el estado de inocencia, necesitaba la gracia. Pero no la conseguía mediante signos sensibles, sino espiritual e invisiblemente»[19].

Se comprende que los sacramentos fueran necesarios para la salvación, por: «el estado del hombre, que al pecar se sometió por el afecto a las cosas corporales. Y como la medicina se ha de aplicar allí donde se encuentra la enfermedad, fue conveniente que Dios, mediante signos corporales, diera al hombre la medicina espiritual, pues, si se le presentasen cosas espirituales en su esencia, serían inaccesibles a su espíritu, entregado a las cosas corporales».

Además, la conveniencia de los sacramentos se infiere de la misma: «condición de la naturaleza humana, que tiene como propiedad dirigirse a las cosas espirituales e inteligibles mediante las corporales y sensibles. Y como la divina Providencia atiende a cada cosa según su condición, de ahí que la sabiduría divina dé al hombre los auxilios divinos para la salvación de una manera apropiada, bajo signos corporales y sensibles, que se llaman sacramentos»[20].

No obstante, por esta segunda razón, podría objetarse que si: «Los sacramentos son necesarios al hombre por la condición de la naturaleza humana, la misma antes y después del pecado. Luego, también antes del pecado necesitaba el hombre sacramentos»[21].

Sin embargo, como advierte Santo Tomás: «Si bien la naturaleza humana es la misma antes y después del pecado, no es el mismo su estado. En efecto, después del pecado, el alma, incluso en cuanto a su parte superior, necesita tomar algo de las cosas corporales para perfeccionarse, lo cual no era necesario al hombre en el estado de inocencia»[22].

Todavía podría decirse contra la afirmación que Adán y Eva no necesitaban los sacramentos, que habían recibido el matrimonio, que estaba ya instituido (Cf. Gn 1, 28, y 2, 22-24). Nota Santo Tomás que, no obstante: «El matrimonio fue instituido en el estado de inocencia no en cuanto sacramento, sino en cuanto función de la naturaleza».

El matrimonio fue instituido por Dios como contrato natural, pero: «Indirectamente, sin embargo, significaba algo futuro, en relación a Cristo y a la Iglesia, del mismo modo que simbolizaron a Cristo todas las figuras que le precedieron»[23]. Fue Cristo que instituyó el matrimonio como sacramento. Elevó la alianza matrimonial, fundada por Dios, a sacramento entre los bautizados.

En el estado de la naturaleza caída, «antes de la venida de Cristo fue necesario instituir algunos sacramentos», porque: «después del pecado nadie puede santificarse a no ser por Cristo. «a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiación, mediante la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, pues El es justo y justifica a todo el que cree en Jesucristo» (Rm 3, 25). Por eso era necesario que antes de la venida de Cristo hubiera algunos signos sensibles, mediante los cuales el hombre atestiguase su fe en la venida futura del Salvador. Y tales signos se llaman sacramentos»[24].

Aunque, después del pecado original, puede parecer que: «los sacramentos no fueron necesarios en el estado que siguió al pecado y precedió a Cristo (…) porque los sacramentos aplican a los hombres la pasión de Cristo, por eso la pasión de Cristo, y por eso la pasión dice a los sacramentos relación de causa a efecto. Pero el efecto no precede a la causa. Luego antes de la pasión de Cristo no debió haber sacramentos»[25].

La conclusión no puede admitirse, precisa Santo Tomás, porque, para su salvación, los hombres necesitaban los sacramentos, porque: «La pasión de Cristo es causa final de los sacramentos antiguos, pues fueron instituidos para significarla. Ahora bien, la causa final no precedeen el tiempo, sino sólo en la intención del que obra. Por tanto, no hay inconveniente en que antes de la pasión de Cristo hubiera algunos sacramentos»[26].

En este período, se pueden distinguir dos etapas, porque en el mismo: «se puede atender a la intensidad o atenuación del pecado y del conocimiento explícito de Cristo, pues a medida que pasó el tiempo, el pecado comenzó a dominar más en el hombre, en tal grado que, obscurecida la razón para vivir rectamente, no bastaban al hombre los preceptos de la ley natural, sino que fue necesario determinarlos en una ley escrita y proponer con ellos algunos sacramentos de la fe».

En la primera etapa, que fue la de la ley natural, hubo ciertos sacramentos -que no se sabe con certeza cuales fueron-, y ya en la segunda, el de la ley mosaica, hubo auténticos sacramentos, como la circuncisión, los sacrificios y el cordero pascual entre otros. Se explica, porque: «También era necesario que, con el correr del tiempo, se explicitase más el conocimiento de la fe, como dice San Gregorio: «Con el correr de los tiempos se acrecentó el conocimiento divino» (Hom. Prof. Ezequiel, 4) Y ésta es la razón de que en la ley antigua se estableciesen ciertos sacramentos de la fe que se tenía en el Cristo futuro. Estos, respecto de los sacramentos anteriores a la Ley, son como lo determinado respecto de lo indeterminado, ya que antes de la Ley no se señalaron como en la Ley los sacramentos que el hombre había de practicar. Y este progreso era necesario no sólo por el obscurecimiento de la ley natural, sino también para que hubiera una significación más precisa de la fe»[27].

En período de la ley de Cristo son necesarios los siete sacramentos, instituidos por Él, porque: «Del mismo modo que los antiguos patriarcas se salvaron por la fe en el Cristo futuro, así nosotros nos salvamos por la fe en Cristo, que nació y padeció. Pues bien, los sacramentos son signos determinados que atestiguan la fe, por la que se justifica el hombre. Pero es necesario significar con signos distintos las realidades futuras, pasadas y presentes; pues dice San Agustín que «la misma cosa se anuncia de distinta manera según que esté por hacer o esté ya hecha, como consta por las frases ‘que padecerá’ y ‘que ha padecido’ (Contra Faust, c. 16). Luego se necesitan en la ley nueva sacramentos que signifiquen aquellas cosas realizadas en Cristo, además de los sacramentos de la ley antigua, que anunciaban realidades futuras»[28].

Los dos signos eran distintos, porque unos anunciaban una realidad futura y los nuevos una realidad ya realizada. Por ello: «El Apóstol llama a los sacramentos de la ley antigua «elementos flacos y pobres» (Ga 4, 9), ya que ni contenían ni causaban la gracia. Por eso quienes las practicaban –dice el Apóstol –servían a Dios «bajo los elementos de este mundo». Nuestros sacramentos, en cambio, contienen y causan la gracia; y por eso no se puede decir lo mismo de ellos»[29].

Loa antiguos sacramentos no conferían la gracia por sí mismos, por el poder activo que les hubiere conferido Cristo, como los que instituyó y confió a la Iglesia, sino que dependían de la fe del sujeto al recibirlos. «Por la fe en la pasión de Cristo los patriarcas se justificaban como nosotros, ya que los sacramentos de la ley antigua eran profesiones de fe, en cuanto esos sacramentos significaban la pasión de Cristo y sus efectos. Así, pues, los sacramentos de la ley antigua no tenían en sí alguna virtud capaz de conferir la gracia justificante, sino que sólo significaban la fe por la que se justificaban»[30].

La fe en los tres períodos de la ley

Según el pasaje citado de la Suma teológica (II-II, q. 1, a. 7, in c) la verdad de la existencia de Dios providente o salvador sería como el primer principio de las otras verdades de la fe, de manera parecida a como el principio de no contradicción lo es de todos los demás a los que contiene de manera implícita, y estos a su vez contienen todas las verdades alcanzables por la mente humana. Añade seguidamente Santo Tomás: «Efectivamente, en el Ser divino están incluidas todas las realidades que creemos que existen eternamente en Dios y en las que consiste nuestra bienaventuranza. Por otra parte, en la fe en la Providencia están contenidas todas las cosas dispensadas por Dios a los hombres en el transcurso del tiempo para la salvación del hombre y que constituyen el camino hacia la bienaventuranza».

Si entre los primeros principios, evidentes por sí mismos y que proporcionan la mayor certeza, hay un orden escalonado de inclusión de unos en otros, igualmente: «de este modo, entre los artículos subsiguientes, unos están contenidos en otros, como, por ejemplo, en la fe de la redención del hombre está implícitamente contenida la encarnación de Cristo, lo mismo que su pasión y los demás semejantes».

Teniendo en cuenta esta característica de los contenidos de la fe, debe decirse que no ha habido evolución o progreso en ellos, porque la Verdad de Dios es una e indivisible en sí misma. «En consecuencia, en cuanto a la substancia de los artículos de la fe, en el transcurso de los tiempos no se ha dado aumento de los mismos, pues todo cuanto creyeron los Padres posteriores estaba incluido en la fe de los primeros, aunque de manera implícita. Mas en cuanto a la explicación de los mismos, ha crecido el número de los artículos, ya que los últimos han conocido realidades, que no conocían los primeros de manera explícita. Por eso dice el Señor a Moisés: «Yo soy Yahveh. Meaparecí a Abrahán, a Isaac y a Jacob comoEl-Sadday (Omnipotente); pero no me di a conocer a elloscon mi nombre Adonai» (Señor) (Ex 6,2-3; cf. 3,6; 4,5). David, por su parte, afirma: «Poseomás cordura que los viejos» (Sal 118,100). Y el Apóstol escribe: «en generaciones pasadasno fue dado a conocer a los hombres, como hasido revelado a sus santos apóstoles y profetas(el misterio de Cristo)» (Ef 3,5)»[31].

En cuanto al contenido en sí mismo de la revelación, o en cuanto a la substancia, no habido nunca verdades nuevas, ni por tanto, evolución o progreso en lo revelado. En cambio, si lo hay en cuanto al conocimiento del hombre de estas verdades, y, por tanto, respecto a ellas en cuanto a lo accidental, porque se han ido explicitando o explicando, y, por tanto, expresando con verdades parciales en cuanto divisiones de la verdad divina. La división en verdades parciales, que ya estaban implícitas en la Verdad primera revelada, ha sido necesaria para que pudiera conocerla el hombre[32].

Al tratar la gracia gratis dada de la profecía -o revelación de Dios de verdades ocultas al hombre, porque sólo pueden ser conocidas por el mismo Dios-, afirma Santo Tomás que: «los grados de profecía varían según el correr de los tiempos», porque: «la profecía se ordena al conocimiento de la verdad divina, por cuya contemplación no sólo somos instruidos en la fe, sino también gobernados en nuestras obras, según se dice en el salmo: «Envía tu luz y tu verdad; ellas me guiarán» (Sal 42, 3). Ahora bien: nuestra fe consiste principalmente en dos cosas. En primer lugar, en el verdadero conocimiento de Dios, según las palabras del Apóstol: «Al que se acerca a Dios lees necesario creer que El existe» (Hb 11,6). En segundo lugar, en el misterio de la Encarnación de Cristo, según se dice San Juan: «Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1)».

Desde esta tesis, concluye, el Aquinate, en primer lugar: «Por tanto, si hablamosde la profecía en cuanto que se ordenaa la fe en la divinidad, creció según tresdistintas etapas temporales: antes de la ley,bajo la ley y bajo la gracia».

La revelación comenzó con el conocimiento verdadero de Dios. «En efecto, antesde la ley, Abrahán y los otros padres fueroninstruidos, mediante la profecía, en lo tocante a la fe en la divinidad.De ahí que sean llamados profetas,según lo que se dice en el salmo: «No hagáis mal a mis profetas» (Sal 104,15), lo cual se diceespecialmente por Abrahán e Isaac».

Después se creció en este conocimiento de Dios, porque: «Bajo la ley se hizo la revelación profética de lo referente a la fe en la divinidad de un modo más excelente que en el tiempo anterior, puesto que era necesario instruir ya no sólo a personas y familias en especial, sino a todo un pueblo. Por eso dice el Señor a Moisés: «Yo, el Señor, que me mostréa Abrahán, Isaac y Jacob como Dios omnipotente,pero no di a conocer mi nombre de Adonai» (Ex 6, 2-3). Es decir, los antiguos padres fueron instruidos, en general, sobre la omnipotencia del Dios único, pero Moisés fue instruido sobre la simplicidad de la esencia divina cuando se le dijo: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), que es lo que expresan los judíos con el nombre de Adonai, a causa de la veneración en que tenían aquel nombre inefable».

El crecimiento fue mayor y definitivo en la época de Cristo. «Posteriormente, en el tiempo de la gracia, el Hijo de Dios en persona reveló el misterio de la Trinidad según el texto: «Id, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en elnombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19)».

Sin embargo, advierte Santo Tomás que este incremento en el conocimiento de Dios no fue lineal o continuo en todo su desarrollo, porque, por una parte: «En cada una de estas etapas fue la primera revelación la más excelente».

Se confirma, porque: «La primera revelación, anterior a la ley, se hizo a Abrahán, en tiempo del cual empezaron los hombres a desviarse de la fe en un Dios único, dándose a la idolatría. Antes no era necesaria tal revelación, porque todos se mantenían fieles en el culto a un solo Dios. A Isaac se le hizo una revelación inferior, como fundada en la de Abrahán; por eso se le dijo: «Yo soy el Dios de tu padre Abrahán» (Gn 26, 24). Asimismo, a Jacob se le dijo: «Yo soy el Dios de tu padre Abrahán y el Dios deIsaac» (Gn 28,13)».

En la siguiente época ocurrió lo mismo, porque: «En la etapa de la ley, también la primera revelación hecha a Moisés fue más excelente, y sobre ella se funda todo el resto de revelación a los profetas».

Por último, se encuentra esta misma regla en la época de Cristo. «De igual modo, en la etapa de la gracia toda la fe de la Iglesia se funda sobre la revelación hecha a los Apóstoles sobre la fe en la unidad y en la trinidad, según lo que leemos en San Mateo: «Sobre esta piedra», es decir, la de tu confesión, «edificaré mi Iglesia.» (Mt 16,18)».

También, concluye Santo Tomás, en segundo lugar, que, respecto al conocimiento del misterio de la Encarnación, el progreso no siguió exactamente esta regla. «En lo que toca a la fe en la encarnación de Cristo es manifiesto que cuanto fueron más cercanos a Cristo, sea antes, sea después de El, fueron, en general, instruidos más plenamente sobre ella. Sin embargo, los que vinieron después aventajaron a los más que fueron antes, como dice el Apóstol a los Efesios (Ef 3,5)».

No obstante, si en el conocimiento de la fe se dieron estas reglas, no, en cambio, en la orientación por la fe de la vida moral, porque: «En lo referente a la dirección de los actos humanos, la revelación profética se diferenció no según el curso del tiempo, sino según la clase de materias, ya que, como se dice en Proverbios: «cuando le faltela profecía, el pueblo se desenfrenará» (Pr 29, 18). Por tanto, en todos los tiempos fueron los hombres instruidos por Dios, sobre las cosas que debían practicar, según era conveniente a la salvación de los elegidos»[33].

Desarrollo de los contenidos de la fe

Según Santo Tomás, por consiguiente, en el Antiguo Testamento fue el mismo Dios que fue revelando la explicitación de las primeras verdades de la fe, hasta que lo hizo definitivamente por su Hijo, Jesucristo, y después de todas ellas lo va haciendo por medio de la Iglesia. Además, los desarrollos, que se dieron antes de los apóstoles, y los que hubo después de ellos, se diferencian accidentalmente, pero no en cuanto a la substancia.

En la primer desarrollo hubo implicitud «en sí misma» («quoad se»), que es objetiva y verdadera, pero no «con respecto a nosotros» («quoad no»). Sin embargo, era tan profunda, que la inteligencia humana no podía llegar a la verdad implícita. Este tipo de implicitud, para el conocimiento humano, por tanto, es como si no existiera. No la conoce, porque no puede desarrollarla ni explicarla, ya que para ello necesitaría una nueva revelación[34].

En está implicitud en sí misma, los artículos están contenidos unos en otros y todos ellos en los dos artículos generales de la fe. No es, sin embargo, explícita para el hombre. Conociendo algunas verdades podría conocer las demás, que estaban contenidas implícitamente, pero, para este conocimiento, son necesarias nuevas revelaciones, y, con ellas, ya el conocimiento humano podría explicitarlas.

Esta implicitud en sí misma se dio en un primer tiempo, que duró hasta Jesucristo y los Apóstoles -en el de la etapa de la ley natural y la de la ley escrita-, en el que, por tanto, cabían nuevas revelaciones, nuevos desarrollos y explicaciones de nuevos artículos para el hombre. Tiempo, que terminó con los apóstoles, porque con ellos quedó ya cerrado el depósito de la revelación.

A partir de entonces, en el período de la ley evangélica comenzó un segundo desarrollo, en el que se da otra clase de implicitud, también objetiva y verdadera, implicitud «en sí misma» (quoad se) e igualmente «con respecto a nosotros» (quoad nos). Para su desarrollo, en este segundo tiempo, como esta segunda implícitud no sólo lo es en sí misma, sino también con respecto al conocimiento humano, ya no son necesarias nuevas revelaciones, para explícitar los contenidos implícitos, porque basta el raciocinio de la razón humana.

En el crecimiento de la fe por la explicitación de lo que siempre ha estado implícito, se dan dos diferencias esenciales de lo creído al principio de este segundo período y lo que se cree después hasta llegar a nuestros días. La primera es que las verdades explicitadas, una vez desaparecidos los apóstoles, no son «dogmas-artículos», como los conocidos en el tiempo apostólico, y que son los que se contienen en el credo, sino que las verdades que se explícitan por la Iglesia son «dogmas-derivados»,odogmas consecuencias de estos artículos.

La segunda es que en el desarrollo dogmático después de los apóstoles, la fe, sin embargo, es la misma que la de la Iglesia apostólica primitiva, porque lo que se cree en un determinado momento histórico posterior era ya creído implícitamente por ella. De manera que, como concluye Marín-Sola: «Nuestra fe, pues, es la misma que la de la Iglesia primitiva, porque todo lo que nosotros creemos, o era ya creído explícitamente por ella, o es consecuencia implícita de lo que ella explícitamente creía»[35].

Necesidad de la gracia

Como, antes de la revelación y también después de finalizada, siempre quedan contenidos, que no se conocen explícitamente, podría parecer que no sea necesario creer algo explícitamente para salvarse. Bastaría, por tanto, creer con una fe puramente implícita en lo revelado, pero sin necesidad de conocer contenido alguno. Santo Tomás presenta esta dificultad en la siguiente objeción: «Nadie está obligado a aquello que no está bajo su poder. Ahora bien, la fe explícita no está en poder del hombre (…) Luego el hombre no está obligado a creer explícitamente»[36].

Santo Tomás recuerda la necesidad de gracia para la regeneración de la voluntad libre para hacer el bien a que está llamada, al responder: «Si se habla de lo que puede el hombre sin el auxilio de la gracia, así está obligado a muchas cosas que no puede realizar sin la gracia que repara. Así, a amar a Dios y al prójimo e igualmente a creer los artículos de la fe. Pero todo ello puede hacerlo con el auxilio de la gracia. Este auxilio a quienes se da divinamente, se les da por misericordia; a quienes se les niega por justicia, se les niega en pena de un pecado anterior, aunque sea sólo el original, como enseña San Agustín (Epist. 190, c. 3)»[37].

Si el hombre recibe la gracia de Dios, dado que es pecador, la recibe por misericordia de Dios. Si no la recibe es por justicia divina, porque como pecador, por el pecado original y además por otros personales, que puede haber añadido a su condición pecadora, no merece la gracia, sino sólo el castigo. Según la doctrina de la predestinación, el Aquinate recuerda aquí que todos por justicia merecen la pena, y los que son librados de ella lo son por misericordia.

En el texto citado de San Agustín, queda refrendado, porque se lee: «El apoyo principal de la fe cristiana es éste: «Por un hombre llegó la muerte y por un hombre la resurrección de los muertos; pues como en Adán todos mueren, así también todos serán vivificados en Cristo» (1 Co 15, 21-22). Y también: «Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte. Así pasó a todos los hombres la muerte, en quien todos pecaron» (Rm 5, 12). Y también: «El juicio de uno llevó a la condenación; el perdón de muchos delitos llevó a la justificación de la vida» (Rm 5.18). Y también: «Por el delito de uno pasó a todos los hombres la condenación, y por la justificación de uno pasó a todos los hombres la justificación de la vida»(Rm 5, 21). Hay otros testimonios semejantes que declaran que nadie nace de Adán sino ligado con el vínculo de la condenación y del delito, y que nadie es liberado sino renaciendo por Cristo (Cf. Jn 3, 3)».

Declara claramente San Agustín, con el fundamento de los pasajes que cita, que todos los hombres, por ser hijos de Adán nacen pecadores y, por eso, pesa sobre ellos la «condenación», y que para liberarse de este peso deben «renacer» por Cristo. Afirma seguidamente que: «Tan terminantemente debemos mantenerlo, que hemos de saber que quien lo negare, de ningún modo pertenece a la fe de Cristo y a la gracia de Dios, que, a través de Cristo, se da a los pequeños y a los grandes»[38].

La liberación es gratuita, y, como explica en un pasaje paralelo: «Por consiguiente, tanto la fe inicial como la consumada o perfecta son un don de Dios. Y así, quien no quiera contradecir a los evidentísimos testimonios de las divinas letras, de ninguna manera puede dudar que este don es concedido a unos y negado a otros».

Inmediatamente se plantea el espantoso problema de la predestinación y la reprobación, el por qué Dios permite que unos se obstinen en el mal y no se beneficien de la salvación. Declara San Agustín que: «Mas por qué no se concede a todos, es cuestión que no debe inquietar a quien cree que por un solo hombre incurrieron todos en una condenación indiscutiblemente justísima; de suerte quo ninguna acusación contra Dios sería justa aun cuando ninguno fuera libertado».

Además, añade: «Así consta cuan inmensa es la gracia de que sean libertados muchísimos; y qué es lo que a éstos se les debería, ellos mismos lo pueden reconocer en los que no son libertados; a fin de que quien se gloría, no se gloríe en sus propios méritos, viendo que éstos de por sí son iguales a los de los mismos condenados, sino que se gloríe en el Señor».

Queda, no obstante, el problema tremendo mas concreto: «¿Por qué salva a uno con preferencia a otro? ¡Inescrutables son los juicios de Dios e ininvestigables sus caminos! (Cf. Rm 11, 33) Mejor nos será escuchar y decir aquí la palabra del Apóstol:«¡Oh hombre!, ¿quién eres tú para reconvenir a Dios? (Rm 9, 20)», que no lo que nosotros solemos asegurar como si supiéramos lo que quiso que permaneciese oculto el que no pudo querer ninguna cosa injusta»[39].

Necesidad de la fe explícita

Con la gracia, el hombre puede creer lo que está fuera del poder del entendimiento humano. Este conocimiento de la fe es necesario para salvarse. Conclusión a la que se llega si se tiene en cuenta, en primer lugar, que: «La bienaventuranza última del hombre consiste en la visión sobrenatural de Dios».

La razón es la siguiente: «Solamente la naturaleza racional creada dice un orden inmediato a Dios. Las demás criaturas, en efecto, no alcanzan lo universal, sino sólo lo particular, participando la bondad divina bien solamente en el ser, como los entes inanimados, o también la vida y el conocimiento de los singulares, como las plantas y animales. Más la naturaleza racional, que conoce la razón universal del bien y del ente, dice un orden inmediato al principio universal del ser. Por lo tanto, la perfección de la criatura racional no consiste únicamente en lo que le compete según su naturaleza, sino, además, en la que le es comunicado por participación sobrenatural de la bondad divina».

Hay que considerar además que: «para que el hombre llegue a la perfecta visión de la bienaventuranza, se preexige que crea en Dios como un discípulo en su maestro», porque: «Esta visión no puede el hombre conseguirla si no es volviéndose como discípulo a Dios, su doctor, según las palabras del Señor: «Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a mí» (Jn 6, 45). Sin embargo, el hombre no se hace participe de esa disciplina al instante, sino sucesivamente, según el módulo de su naturaleza. Ahora bien, la fe es necesaria en todo el que aprende para llegar a la perfección de la ciencia, como también afirma Aristóteles: «Es preciso que el discípulo crea « (De sophistis Elenchis, , c. 2, n. 2)»[40].

La fe, por consiguiente, es necesaria para la salvación, porque: «La naturaleza del hombre depende de la naturaleza superior. Por ello, no basta para su perfección el conocimiento natural, sino que es necesario un conocimiento sobrenatural»[41]. El orden inmediato de la criatura racional a Dios, requiere su visión directa, que sólo se consigue sobrenaturalmente por la fe.

Esta fe debe tener un contenido explícito. Para determinar este contenido debe advertirse que: «El objeto propio de la fe es aquello que hace al hombre bienaventurado. En cambio, pertenece accidental y secundariamente al objeto de la fe todo cuanto en la Escritura se contiene, como que Abrahán tuvo dos hijos, que David fue hijo de Isaí, y cosas semejantes. Por lo tanto, en cuanto a las verdades primeras de la fe, que son los artículos, debe el hombre creerlos explícitamente, con la misma necesidad como está obligado a tener fe. Más, respecto de los otros creíbles, no está obligado a creerlos explícitamente, sino sólo implícitamente, o en la disposición de ánimo, en cuanto está preparado a creer todo lo que en la divina Escritura se contiene. En todo caso, sólo está obligado a creer explícitamente cuando le conste que se halla contenido en la doctrina de fe»[42].

Sin embargo, la obligación de esta fe explícita no es general, porque: «La explicación de las verdades de la fe se hace por revelación divina, pues los misterios de la fe exceden la razón natural. Y la revelación divina llega, siguiendo un cierto orden, a los inferiores mediante los superiores; así, por los ángeles llega a los hombres, y por los ángeles superiores a los inferiores, como enseña Dionisio, en Las jerarquías celestes (c. 4, part. 3). De modo equivalente la explicación de la fe debe descender a los inferiores por medio de los mayores. Al igual que los ángeles superiores que iluminan a los inferiores, tienen mayor conocimiento de las cosas divinas que los inferiores, según dice Dionisio, en Las jerarquías celestes, (c. 12, part. 2), así también los hombres superiores, a quienes atañe instruir a los demás, deben poseer más plena noticia de las verdades de la fe y creerlas más explícitamente»[43].

Los «menores» -o los que no pueden cumplir el precepto, que se dirige a seres libres- por falta de conocimientos y que deben confiar en los que los tienen, están obligados sólo a una fe implícita. Precisión a la que se puede poner la siguiente objeción: «Si los menores no están obligados a tener fe explícita, sino sólo implícita, deberán tener fe implícita en la fe de los mayores. Mas esto parece expuesto, pues podría suceder que los mayores errasen. Luego también los menores deben tener fe explícita, y, por consiguiente, todos vienen igualmente obligados a creer explícitamente»[44].

Santo Tomás responde con una regla práctica para saber a que atenerse con los «mayores», que hacen llegar a los demás sus conocimientos.«Los menores sólo tienen fe implícita en la fe de los mayores en cuanto éstos se adhieren a la doctrina divina. De ahí que diga el Apóstol: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo». Luego el conocimiento humano no es regla de fe, sino la verdad divina. Si alguno de los mayores se aparta de esta verdad, esto no prejuzga la fe de los menores, que creen en la buena fe de los primeros, a no ser que presten pertinaz adhesión a errores particulares de aquellos contra la fe de la Iglesia universal, que no puede fallar, según afirma el Señor: «Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe» (Lc 22,32)»[45]. La «regla de fe» siempre es la verdad divina, custodiada y enseñada, por voluntad divina, por la Iglesia.

Eudaldo Forment



[1]SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 5, lec. 1.

[2]Rm 5, 1.

[3]SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 5, lec. 1.

[4]Rm 5, 2.

[5]SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 5, lec. 1.

[6]Ibíd., c. 5, lec. 5.

[7]2 Co 4, 13.

[8]SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 1, a. 7, ob. 2.

[9]Ibíd., II-II, q. 1, a. 7, ad. 2.

[10]Ga 3, 24-25.

[11]SANTO TOMAS, Comentario a la Epístola a los gálatas, c. 3, lec. 8.

[12]IDEM, Suma teológica, II-II, q. 1, a. 7, in c.

[13]Hb 11, 6.

[14]SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los hebreos, c. XI, lec. 2

[15]IDEM, Suma teológica, II-II, q. 26, a. 13, ad 3.

[16]IDEM, Comentario a la Epístola a los hebreos, c. XI, lec. 2.

[17]IDEM, Suma Teológica, III, q. 61, a. 3, in c.

[18]Ibíd., III, q. 61, a. 2, in c.

[19]Ibíd., III, q. 61, a. 2, ad 1.

[20]Ibíd., III, q. 61, a.1, in c.

[21]Ibíd., III, q. 61, a. 2, ob. 2.

[22]Ibíd., III, q. 61, a. 2, ad 2.

[23]Ibíd., III, q. 61, a. 2, ad 3.

[24]Ibíd., III, q. 61, a. 3, in c.

[25]Ibíd., III, q. 61, a. 3, ob. 1.

[26]Ibíd., III, q. 61, a. 3, ad 1

[27]Ibíd., III, q. 61, a. 3, ad 2.

[28]Ibíd., III, q. 61, a. 4, in c.

[29] Ibíd., III, q. 61, a. 4, ad 2.

[30]Ibíd., III, q. 62, a. 6, in c.0

[31]Ibíd., II-II, q. 1, a. 7, inc.

[32]Véase: Francisco Marín-Sola, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid, BAC, 1952.

[33]SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 174, a. 6, inc.

[34]Cf. Francisco Marín-Sola, La evolución homogénea del dogma católico, op. cit., p. 635.

[35]Ibíd., p. 637.

[36]SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 5, ob. 1.

[37]Ibíd., II-II, q. 2, a. 5, ad. 1.

[38]SAN AGUSTÍN, Epístola 190, A Optato, 2, 3.

[39]IDEM, La predestinación de los santos, 8, 16.

[40]SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 3, inc.

[41]Ibíd., II-II, q. 2, a. 3, ad 1.

[42]Ibíd., II-II, q. 2, a. 5, inc.

[43]Ibíd., II-II, q. 2, a. 6, inc.

[44]Ibíd., II-II. q. 2. a. 6, ob. 3.

[45]Ibíd., II-II, q. 2, a. 6, ad 3.

2 comentarios

  
Esron ben Fares
El padre Enrique Pardo Fuster, en su libro "Fundamentos biblícos de la teología católica" publicado en GratisDate.org (del P. José María Iraburu) nos enseña que:

Los sacramentos de la ley Antigua son cuatro:
"la circuncisión, el Cordero pascual, las purificaciones y la consagración del pontífice" (cap. XIX)
04/10/16 7:24 AM
  
Esron ben Fares
Así explica:

"-Durante la Ley mosaica, existían sacramentos que eran una prefiguración del Bautismo, de la Penitencia, de la Eucaristía y del orden sagrado." (Cap. XIX, Ibíd)

Entiendo que la Circuncisión es prefigura del bautismo, las purificaciones de la penitencia, el Cordero Pascual de la Eucaristía y la Consagración del Sumo Sacerdote lo es del Orden Sacerdotal. Y reitera que eran "Insuficientes para la renovación interior"
04/10/16 7:29 AM

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