XLII. Naturaleza del pecado original

Un hábito singular

El pecado original, transmitido a todos los hijos de Adán a lo largo del tiempo, se encuentra en nosotros como un hábito malo. Es, por tanto, como todo hábito, una inclinación firme y constante a proceder de un determinado modo. Los hábitos están en el hombre: «de un modo intermedio entre la potencia y el acto» y, a diferencia de la potencia, puede actualizarlos únicamente con su voluntad y «cuando quiera»[1].

Argumenta Santo Tomás, para probar que el pecado original es un hábito malo o disposición desordenada, en primer lugar, que: «San Agustín dijo, en el libro El bautismo de los niños (I, c. 39), que por razón del pecado original los niños tienen ya aptitudpara la concupiscencia, aunque todavía no la actualicen. Pero toda aptitud denuncia la existencia de un hábito. Luego el pecado original es hábito»[2].

En este lugar, citado por el Aquinate, escribe San Agustín contra algunos pelagianos, sin citar sus nombres: «Mas como nuestros adversarios nos conceden que los niños deben ser bautizados, pues no pueden oponerse a la autoridad de la Iglesia católica, fundada, sin duda, en la tradición del Señor y de los apóstoles, han de concedernos que también a ellos son necesarios los mencionados beneficios del Mediador, para que, limpios por el sacramento y la caridad de los fieles y unidos de este modo al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, se reconcilien con Dios y en Él sean vivificados y salvos, libertados, rescatados e iluminados. ¿De qué han de serlo sino de la muerte, de los vicios, del reato, de la esclavitud y de las tinieblas de los pecados? Mas como los niños por su edad no han podido cometer ninguna falta personal, luego sólo les queda el pecado original»[3].

El hábito del pecado original, que está en la naturaleza humana, no es infuso ni adquirido. Es un hábito singular. Explica Santo Tomás que: «Hay dos clases de hábitos. Uno por el que la facultad posee capacidad de obrar, al modo como la ciencia y la virtud son hábitos. En este sentido el pecado original no es hábito». No lo es como lo son las virtudes sobrenaturales y las virtudes naturales, ni tampoco como lo son, pero malos, los vicios y pecados.

El otro tipo de hábito es al que nombra: «la disposición por el que una naturaleza compuesta de muchos elementos, está bien o mal ordenada para algo y principalmente si tal disposición se ha convertido como en una naturaleza, como es claro en la salud y la enfermedad».

Esta clase de hábito es una disposición, ordenada o desordenada, que está arraigada en la naturaleza del sujeto como si fuese una segunda naturaleza. «En este sentido decimos que el pecado original es un hábito: disposición desordenada que proviene de la ruptura de la armonía constitutiva de la justicia original».

La falta de toda armonía, causada por el pecado, en las facultades del hombre y en la del alma con el cuerpo, en el estado de la naturaleza humana caída, es parecida a la del cuerpo enfermo. «Lo mismo que la enfermedad corporal es una disposición desordenada del cuerpo por la que se rompe la proporción en que consiste la salud. Por eso se llama al pecado original “enfermedad de la naturaleza” (Pedro Lombardo, Sent., 2 d.30 q.8)»[4].

Disposición habitual heredada

Aunque el pecado original es la «privación» de la «justicia original»[5] no impide que sea un hábito en el sentido indicado. «Así como la enfermedad corporal tiene algo de privación, en cuanto que se rompe el equilibrio de la salud, y tiene algo de positivo, a saber, los humores mismos dispuestos desordenadamente, así también el pecado original tiene la privación de la justicia original, y junto con ella la desordenada disposición de las partes del alma. Luego, no es pura privación, sino un hábito corrompido»[6].

En tal caso aparece una nueva dificultad. Debe sostenerse que el pecado personal, que ya no es un hábito en el sentido de una disposición arraigada en la naturaleza, sino un acto propio, pero desordenado por ser pecado, implica culpabilidad En cambio, el pecado original, por ser un hábito de una naturaleza desordenada, no parece que tenga «razón de culpa»[7].

Al responder a esta objeción, explica Santo Tomás que el pecado personal o «pecado actual es cierto desorden del acto; en cambio, el original, como desorden de la naturaleza, es cierta disposición desordenada de la misma naturaleza, que tiene razón de culpa en cuanto que se deriva del primer padre».

El pecado original no es un pecado actual ni tampoco un pecado habitual adquirido por la repetición de un pecado actual, es sólo una disposición desordenada heredada en de la naturaleza humana. «Pero, además esa disposición desordenada tiene razón de hábito, cosa que no tiene la disposición desordenada del acto. Por este motivo, el pecado original, puede ser hábito, mientras que no puede serlo el pecado actual»[8].

Aunque el pecado original no es «el hábito que dispone la potencia en orden a la operación», como lo son los hábitos que llevan al pecado actual, sin embargo: «del pecado original deriva cierta inclinación al pecado, no directa, sino indirectamente, por la remoción de los impedimentos, es decir, de la justicia original, que veda los movimientos desordenados, como también de la enfermedad corporal nacen indirectamente movimientos corporales desordenados»[9].

La inclinación o propensión del heredado pecado original a actos desordenados, a pecados actuales, tampoco es directa como la otra especie de hábitos de las facultades, sino en cuanto que ha removido o apartado de la justicia original, que imposibilitaba los actos desordenados. El pecado o concupiscencia desordenada original puede entenderse como: «la misma inclinación o disposición hacia el deseo, procedente del hecho de que el apetito concupiscible no está perfectamente sometido a la razón, al ser suprimido el freno de la justicia original; y de este modo, hablando materialmente, el pecado original es concupiscencia habitual».

El pecado actual de Adán, que supuso la grave carencia de la justicia original en la naturaleza humana, que hace posible y facilita todo tipo de pecado, y transmitida con ella por generación a todos los demás hombres, hace que: «el pecado original no se dice pecado por la misma razón con que se dice pecado al pecado actual: pues el pecado actual consiste en el acto voluntario de alguna persona; y por lo mismo que no pertenece a tal acto, no tiene razón de pecado actual; pero el pecado original es de la persona según su naturaleza que heredó de otro originalmente; y por esto, todo defecto encontrado en la naturaleza de la prole, derivado del pecado del primer padre, tiene razón de pecado original, con tal que exista en el sujeto que es receptivo de la culpa»[10].

El Aquinate cita la afirmación de San Agustín sobre esta concupiscencia: «se llama pecado porque ha sido cometido a causa de un pecado y es castigo de un pecado»[11], el actual de Adán.

En definitiva, advierte que: «No debemos pensar que el pecado original sea un hábito infuso, ni tampoco adquirido por actos, a no ser que hablemos del acto del primer padre, no de otra persona. Es un hábito innato por defecto de origen»[12].

La esencia del pecado original

De esta caracterización del primer pecado se sigue que: «el pecado original en este hombre o en aquel, no es otra cosa que la concupiscencia con carencia de justicia original, pero de tal modo que la carencia de justicia original es como lo formal del pecado original, y la concupiscencia es como lo material»[13]. De manera que, en la privación de la justicia original, que confería la gracia santificante, y con ella la triple sujeción de su mente, sus potencias inferiores y de su cuerpo, junto con la pérdida de la santificación, consiste formal y, por tanto, esencialmente el pecado original.

El concilio de Trento definió que la perdida de la «santidad que recibió de Dios, y la justicia que perdió» el hombre con su primer pecado fue «la muerte del alma»[14]. Ya lo había hecho el Concilio II de Orange, al afirmar que: «el pecado es la muerte del alma»[15] y citar el texto de San Pablo: «Así como por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte, así también pasó la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron»[16].

Con la rebelión contra Dios por el pecado, el hombre poseyó su naturaleza en otro estado, diferente del estado de inocencia o de justicia original en el que fue creado, Se encontró en el llamado estado denaturaleza caída. Su naturaleza, por una parte, ya no tenía los dones sobrenaturales y los dones preternaturales, que se perdieron con el pecado. Despareció así en el hombre toda tipo de armonía, la perfecta, que tenía en el anterior estado, y la imperfecta, que hubiera tenido su naturaleza sin los dones naturales y preternaturales.

Para la determinación precisa de la naturaleza o esencia del pecado original transmitido tal como se encuentra en los descendientes de Adán, Santo Tomás ha utilizado la siguiente tesis filosófica: «la forma es quien determina la especie de cada ser»[17]. La forma en el sentido de lo formal o abstracto, que expresa sólo los principios esenciales y no lo que los sustenta[18], es el constitutivo de toda especie o la naturaleza.

Nota también que la especie del pecado original lo determina su causa. Había ya explicado que, por una parte: «en toda disposición desordenada, la unidad de la especie proviene de la causa». Por otra, que: «la unidad numérica proviene del sujeto en que radica».

Se comprende la aplicación de estas tesis al pecado original, si se tiene en cuenta su comparación con la enfermedad. «Son enfermedades específicamente diversas las que proceden de causas distintas, por ejemplo, del exceso de calor o frío, de la lesión del pulmón o del hígado; pero en cada individuo una enfermedad específicamente una se hace también una numéricamente».

De manera parecida debe decirse que: «la causa de la corrompida disposición que llamamos pecado original es solamente una, a saber, la privación de la justicia original, por la que se ha roto también la sujeción de la mente humana a Dios. Y, por ello, el pecado original es específicamente uno, y en cada hombre no puede ser sino numéricamente uno. En los diversos hombres es uno en especie y proporción, pero distinto numéricamente»[19].

Igualdad y distinción en el pecado original

Para comprender la igualdad del pecado original por ser un pecado de la naturaleza humana, y, por ello, igual en todos los hombres, y su distinción en cuanto esta naturaleza queda individualizada en los diferentes hombres, numéricamente distintos en su singularidad o individuación, advierte el Aquinate que: «Dos cosas debemos distinguir en el pecado original: una es la privación de la justicia original, y otra la relación de este defecto al pecado del primer padre, del que procede por un origen viciado».

Respecto a lo primero, la remoción de la justicia original: «en este pecado no cabe más y menos: el don de la justicia original ha desaparecido totalmente. Las privaciones que quitan alguna perfección totalmente no admiten más y menos, como la muerte y las tinieblas no admiten grados»[20].

Si se considera el pecado en cuanto su aspecto de privación cabe distinguir entre dos clases de privaciones: absoluta o total y otra parcial. Sobre la primera, «la privación simple y pura, la corrupción total del ser» indica que: «en ese sentido, la muerte es privación de la vida, y las tinieblas, privación de la luz. Tales privaciones no son susceptibles de más y menos, porque no queda nada del hábito opuesto. No está uno menos muerto el primer día de la muerte, el tercero o el cuarto, que después de un año, cuando el cadáver ya está disuelto, Y de la manera similar no es más oscura la casa porque la luz esté cubierta con varios velos que si está cubierta con uno solo que absorbe toda su claridad»[21].

El pecado original, en este primer sentido, es idéntico, por tanto, en todos los hombres. Respecto a lo segundo, a su relación con el pecado personal de Adán se da la misma unidad. De manera que: «Lo mismo hay que decir en cuanto a la segunda consideración. Todos decimos la misma relación al primer principio de nuestro origen viciado, de donde el pecado original recibe su razón de culpa; y la relación no admite grados de más y menos. Luego es claro que el pecado original no puede estar más en uno que en otro»[22].

A pesar de esta estricta igualdad del pecado original en todos los hombres en estos dos aspectos, sin embargo, se da cierta desigualdad en cada uno de los hombres con respecto al mismo, ya que: «no todos son igualmente inclinados a la concupiscencia»[23], al deseo desordenado.

La razón es porque: «Una vez roto el vínculo de la justicia original que mantenía todas las partes del alma en un cierto orden, cada una busca su propio movimiento, y tanto más intensamente cuando es más fuerte. Y sucede a veces que las mismas fuerzas del alma tienen más vigor en unos que en otros, debido a las distintas complexiones del cuerpo. Por tanto, eso de que un hombre sea más propenso a la concupiscencia que otro, no es por razón del pecado original –ya que en todos se rompe igualmente el vínculo de la justicia y todas las partes inferiores del alma quedan libres–, sino que procede de la diversa disposición de las facultades»[24].

Forma y materia del pecado original

Puede inferirse, en definitiva, que si: «la especificación del pecado original proviene de su causa, es preciso que lo formal en el pecado original se tome también por parte de su causa». Si la especie, que expresa la esencia del pecado, depende de su causa, su constitutivo formal dependerá de la misma causa.

Si se tiene en cuenta además que: «las causas de las cosas opuestas son opuestas», se sigue que: «la causa del pecado original hay que entenderla por respecto a la causa de la justicia original, que es opuesta a él».

Esta causa del estado de inocencia o de justicia original, desde el hombre, su sujeto, era que: «Todo el orden de la justicia original provenía de que la voluntad del hombre estaba sometida a Dios, sujeción que principalmente se realizaba por la voluntad, a la cual pertenece mover todas las otras partes hacia su fin».

Según lo dicho, la causa del pecado original tuvo que ser lo contrario, la no sujeción de la voluntad a Dios. «Luego de la aversión de la voluntad respecto de Dios, se siguió el desorden en todas las restantes fuerzas del alma».

Lo formal o esencial del pecado es, por consiguiente, la privación de la justicia original. De ello, se puede deducir la parte material del pecado original, porque: «si la privación de la justicia original, por la cual la voluntad estaba sometida a Dios, es lo formal en el pecado original, todo otro desorden de las energías del alma es como algo material».

Las concupiscencias, los deseos desordenados o deseos al mal, no son parte del pecado original formalmente. La esencia o forma abstracta del pecado original no incluye intrínsecamente la privación de la justicia original como parte formal y la concupiscencia como material. No son sus partes esenciales, que se componen a modo de materia y forma. La esencia, en este sentido, es una formalidad que ya es un todo y que incluye sólo lo formal, que, en este caso, es la privación de la justicia original.

Al desorden fundamental de la privación de la justicia original, único constitutivo esencial o fundamental del pecado original, sigue otro, pero es ya material o secundario. «Y este desorden se manifiesta precisamente en que todas las partes se han convertido hacia el bien mudable, cosa que con un nombre común puede llamarse concupiscencia». El deseo desordenado o concupiscencia está en que las potencias o facultades inferiores buscan su fin particular, bienes mudables, y se rebelan contra el bien general o último al que están ordenadas las superiores. «Luego el pecado original materialmente consiste en la concupiscencia y formalmente en la privación de la justicia original»[25].

La concupiscencia

La concupiscencia no entra como elemento formal del pecado original. Advierte Santo Tomás que, aunque «a la concupiscencia llamamos pecado original»[26], no es algo substancial al mismo, sino algo que le sigue como sobrevenido. Por ello: «la concupiscencia en el pecado original no tiene un papel más que material y consecuente»[27].

Había escrito San Agustín que: «todos los pecados se reducen a apartarse el hombre de las cosas divinas y de verdad permanentes y entregarse a las mudables e inciertas»[28]. Precisa Santo Tomás que, por tanto: «En el pecado del primer padre hubo algo formal, a saber la aversión respecto del bien inmutable, y algo material, a saber, la conversión al bien mudable».

Por ello, en primer lugar, el primer padre: «En cuanto abandonó el bien inmutable, perdió el bien de la justicia original, y en cuanto se volvió desordenadamente al bien mudable, las facultades inferiores, que debían elevarse a la razón, derivaron hacia las cosas inferiores».

En segundo lugar, los hombres que: «proceden de la estirpe de Adán, la parte superior del alma carece del debido orden a Dios, que existía por la justicia original, y las facultades inferiores no se someten a la razón, sino que se vuelven a las cosas inferiores según su propio impulso, y el mismo cuerpo tiende a la corrupción según la inclinación de los contrarios de los cuales está compuesto».

La pérdida de la justicia original, que constituye la esencia o formalidad del primer pecado, que se ha transmitido a todos los hombres es un mal de culpa, porque ha supuesto la privación de un bien. De manera que: «la parte superior del alma y también algunas de las facultades inferiores que están bajo la voluntad y pueden obedecerla reciben esta secuela del primer pecado según la razón de culpa, ya que estas partes son susceptibles de culpa».

Sufren el mal de culpa las facultades sensibles conscientes –todos los sentidos externos e internos, todos los apetitos sensibles y las pasiones–. En cambio: «las facultades inferiores que no están sometidas a la voluntad, a saber, las potencias del alma vegetativa, y el mismo cuerpo, reciben esa secuela según la razón de pena, no según la razón de culpa». Sufren el mal de pena, la privación de unos bienes, como son la inmunidad al sufrimiento, a la vejez y a la muerte, impuestos como todos los males de pena como castigo pena de la culpa.

Añade Santo Tomás respecto a voluntad y a las otras facultades en la que ésta actúa: «Entre las facultades superiores que reciben el defecto transmitido por origen según razón de culpa, hay una que mueve a todas las demás, a saber, la voluntad, mientras todas las otras son movidas a sus propios actos por ella. Y siempre lo que pertenece al agente y al que mueve es como lo formal, mientras lo que pertenece al móvil y al paciente es como lo material».

Si se tiene en cuenta esta distinción entre lo formal, que pertenece al que mueve, y lo material, que es movido por él; y además que: «la carencia de la justicia original se refiere a la voluntad, mientras que a las facultades inferiores movidas por la voluntad se da una proclividad a apetecer desordenadamente, la cual puede llamarse concupiscencia», queda confirmado que: «el pecado original en este hombre o en aquél no es otra cosa que la concupiscencia con la carencia de la justicia original, de tal manera que la carencia de la justicia original es como lo formal en el pecado original, mientras la concupiscencia es como lo material».

Santo Tomás llama, por tanto, «concupiscencia» a las inclinaciones o proclividades desordenadas que se siguen del pecado original, que consiste formalmente en la privación de la justicia original, y, que, por tanto son como lo material del pecado. Es una distinción que también se da en los pecados realizados o actuales, porque: «tratándose del pecado actual, el rechazo de un bien inmutable es como lo formal, mas el dirigirse a un bien mudable es como lo material: de modo que así se entienda que tratándose del pecado original, el alma se aparta y se dirige, así como tratándose del pecado actual, se diga que el acto se aparta y se dirige»[29]. Tanto en el pecado original como en el actual hay una aversión a Dios y una conversión a la criatura.

Efectos del bautismo en el pecado

La distinción entre lo formal del pecado original, la privación de la justicia original, y lo material, la concupiscencia o inclinaciones desordenadas de las facultades, se comprueba en el hecho de que está ultima permanece en los bautizados, que, en cambio, por el sacramento del bautismo, les queda perdonado el pecado original. Por el sacramento del bautismo quedan borrados todos los pecados, el pecado original y los pecados actuales o personales, que haya cometido el bautizado.

La razón que da Santo Tomás es la siguiente: «Todos son incorporados a la pasión y muerte de Cristo por el bautismo, según la expresión del Apóstol: “Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él” (Rom 6, 8). Es, por tanto, manifiesto que a todo bautizado se le aplican los méritos redentores de la pasión de Cristo, como si él mismo hubiese padecido y muerto»[30].

El Concilio de Trento lo definió como verdad de fe. Se dice en el Decreto sobre el pecado original: «Si alguno niega que por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que se confiesa en el Bautismo, se perdona el reato del pecado original; o afirma que no se quita todo lo que verdadera y propiamente tiene razón de pecado, diciendo únicamente que se rae o no se imputa, sea excomulgado. Pues nada aborrece Dios en los que han sido regenerados»[31].

Los bautizados se han hecho: «inocentes, inmaculados, puros, sin culpa y amados por Dios»[32]. El bautismo les ha borrado la culpa y todas las penas. Con el bautismo, por consiguiente, el hombre «recupera el primitivo estado gracia perdido por el pecado, porque se hace participe de los sufrimientos de la pasión de Cristo, como si él mismo los hubiese soportado al hacerse, por el sacramento, miembro suyo»[33].

Santo Tomás presenta la siguiente objeción a que el bautismo libre de todas las penas: «El efecto del sacramento guarda cierta semejanza con el mismo sacramento, pues los sacramentos de la nueva ley “realizan lo que significan”. Sin embargo, la ablución o el lavado bautismal tiene cierta semejanza con el lavado de la mancha producida por la culpa, pero no la posee con respecto a la sustracción del reato de pena. No se perdona, consiguientemente, el reato de pena por medio del bautismo»[34].

Su respuesta es que con el perdón del bautismo no queda ninguna pena ni reato u la obligación de expiar la pena. «El agua no sólo limpia, sino que también refresca. Y así, el frescor significa la liberación del reato de pena, como significa con su ablución la limpieza de la culpa»[35].

Argumenta Santo Tomás que para todo ello: «La pasión de Cristo es suficiente para satisfacer por los pecados de todos los hombres. Por tanto, al recién bautizado se le dispensa de todo reato de pena correspondiente a sus pecados, como si él mismo hubiese ya satisfecho por todos ellos suficientemente»[36].

Sin embargo, concreta que: «Para conseguir el efecto de la pasión de Cristo es preciso que nos configuremos con Él. Esto se logra sacramentalmente por el bautismo, según las palabras de San Pablo a los romanos: “Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte” (Rom, 6, 4)»[37].

Se explica porque: «Como quiera que la pasión de Cristo haya precedido como causa universal de la remisión de los pecados es precise que se aplique a cada uno para que obtenga la remisión de los pecados, y esto se hace por el bautismo y la penitencia y por los otros sacramentos, que de la pasión de Cristo reciben la virtud»[38].

Como consecuencia de la configuración con Cristo por el bautismo: «A los bautizados ninguna pena satisfactoria se impone, pues por la satisfacción de Cristo quedan totalmente libres. Más, porque “Cristo murió una sola vez pro nuestros pecados” (1 Pedr 3, 18), por eso no puede el hombre configurarse segunda vez con la muerte de Cristo por el sacramento del bautismo».

Por este mismo motivo, añade esta importantísima consecuencia: «Los que después del bautismo se hacen reos de nuevos pecados necesitan configurarse con Cristo paciente mediante alguna penalidad o pasión que deben soportar, la cual, sin embargo, es mucho menor de lo que exigiría el pecado, por la cooperación de la satisfacción de Cristo»[39].

En cualquier caso, como se dijo en Trento, después del bautismo, no queda en el bautizado ninguna culpa ni pena. De manera que, como : «Nada aborrece Dios en los que han sido regenerados, puesto que “nada hay digno de condenación en aquellos (Rom 8, 1)), que verdaderamente “en el Bautismo han quedado sepultados con Cristo para morir” (Rom 6, 4) al pecado; “que no viven según la carne” (Rom 8, 1), sino que”desnudados del hombre viejo” (Col 3, 9), y revestidos del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a” (Ef 4, 24) la imagen de Dios se hicieron inocentes, inmaculados, puros, sin culpa y amados por Dios, “herederos ciertamente de Dios y coherederos con Cristo” (Rom 8, 17), de tal modo que no tienen absolutamente ningún obstáculo para entrar en el Cielo»[40].

Efectos de la penitencia en el pecado

Todos los pecados actuales, mortales y veniales, cometidos después del bautismo, quedan borrados con el sacramento de la penitencia. No obstante, explica Santo Tomás que: «En dos casos puede suceder que la penitencia no borre algún pecado: porque uno no pueda arrepentirse de él o porque la penitencia no lo pueda borrar».

Con la recepción del sacramento de la penitencia, con debida disposición de contrición, o de dolor y arrepentimiento de la propia culpa, quedan perdonados los pecados mortales. Si no puede darse la contrición o arrepentimiento no es posible la remisión del pecado y permanece la culpa y su correspondiente pena eterna. Es lo que ocurre en el primer caso, en el que: «están los demonios y los hombres condenados, cuyas culpas no pueden ser borradas, porque tienen su afecto obstinado en el mal, de tal manera que ya no les puede disgustar el pecado en cuanto a la culpa, sino sólo en cuanto a la pena que sufren. Hacen una cierta penitencia, pero sin valor ninguno, según aquellas palabras de la Sabiduría: “Haciendo penitencia y gimiendo por la angustia de su espíritu” (Sab 5, 3). Su penitencia no es con esperanza de perdón, sino con desesperación»[41].

Como siempre se puede dar la contrición en la vida terrena, el sacramento de la penitencia puede causar su efecto y que se borre todo tipo de pecado. No ocurre como en el infierno o «la ciudad doliente», en que en el dintel de su puerta, Dante vio escritas estas terribles palabras: «Vosotros, los que entráis, dejad aquí toda esperanza»[42].

Sobre esta espantosa verdad, que expresa de manera artística el poeta italiano, seguidor de Santo Tomás, observa este último: «Una desgracia de tal naturaleza no puede padecerla ningún hombre viador, cuyo libre albedrío todavía puede inclinarse al bien y al mal. Por lo cual es erróneo decir que exista en esta vida algún pecado del cual no pueda uno arrepentirse».

Hay dos importantes motivos. El primero es «porque de esta manera se negaría el libre albedrío». El hombre en su vida mortal, por no haber terminado su camino hacia el fin último, tiene que elegir siempre entre el bien y el mal, entre lo que lleva hacia él o lo que aparta del mismo. Después ya podrá elegir entre distintos bienes, que son indiferentes respecto al fin último, porque ya se ha alcanzado, o entre males, si, por su mala voluntad, ha llegado a la eterna condenación.

El segundo motivo es por la gracia, que regenera a la libertad humana para que pueda elegir verdadera y plenamente entre el bien y el mal. Al negar la posibilidad en esta vida del arrepentimiento: «se rebajaría la virtud de la gracia, que es capaz de mover a penitencia el corazón de cualquier pecador, según consta por aquellas palabras de los Proverbios: “El corazón del rey está en las manos del Señor, y Él lo mueve como le place” (Sab 21, 1)». Con su gracia, Dios por su poder mueve interiormente la voluntad del hombre, y, sin quitarle la libertad, hace que tenga la buena elección de la penitencia.

Sobre el segundo caso, afirma el Aquinate que: «también es erróneo afirmar que un pecado no pueda, de suyo, ser perdonado, mediante una verdadera penitencia. Esto sería contrario, primeramente a la misericordia de de quien Joel dice que: “es benigno misericordioso, grande en misericordia y superior a toda malicia” (Jl 2, 13). Dios sería, en cierto modo, vencido por el hombre si éste quisiera que fuese borrado un pecado y Dios no».

La imposibilidad de negar la remisión de todos los pecados por la penitencia, además del motivo que ello supondría limitar la misericordia de Dios, se apoya en otro. Este segundo motivo de ello es «porque rebajaría la eficacia de la pasión de Cristo, en cuya virtud obra la penitencia, como también los demás sacramentos, según escribió San Juan. “Es la propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo” (1 Jn 2, 2)»[43].

A este motivo, se puede presentar la siguiente objeción: «Dice el Señor: “Quien dijere una palabra contra el Espíritu Santo, no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero” (Mt 12, 32). Luego no todo pecado puede ser perdonado por la penitencia»[44]. A ella responde el Aquinate: «Esa “palabra” o “blasfemia” contra el Espíritu Santo es, según San Agustín (Serm. 71, 12-23), la impenitencia final, que resulta absolutamente irremisible, porque después de esta vida ya no hay perdón de los pecados»[45]. Si el pecador que se obstina en el pecado no se arrepiente, rechaza la gracia, que se da por el Espíritu Santo, no recibe el perdón. No es que Dios no quiera perdonarle, sino que el pecador no quiere arrepentirse y continuar obstinado satánicamente en su pecado.

Concluye Santo Tomás, por todo ello, que: «Debe decirse absolutamente que todos los pecados pueden borrarse en esta vida mediante la penitencia»[46].

El reato de la pena temporal

Con el sacramento de la penitencia se perdona la culpa y también –dado que se hace con la gracia santificante, que hace hijo de Dios y con ello heredero del cielo– el reato de la pena eterna, pero puede quedar algún reato de pena temporal. La razón es la siguiente: «en todo pecado mortal existen dos desórdenes: aversión al creador y conversión desordenada a las criaturas. Por la aversión al creador, el pecado mortal causa reato de pena eterna, porque quien pecó contra el bien eterno debe ser castigado eternamente. Por la conversión desordenada a las criaturas, el pecado mortal merece algún reato de pena puesto que del desorden de la culpa no se vuelve al orden de la justicia sino mediante la pena. Es justo, pues, que quien concedió a su voluntad más de lo debido sufra algo contra ella, con lo cual se logrará la igualdad. Por esto se lee es el Apocalipsis: “Cuanto se envaneció y entregó al hijo, dadle otro tanto de tormento y duelo” (Ap 18, 7). Más, como la conversión a las criaturas es limitada, el pecado mortal no merece pena eterna por esta razón. Por lo cual, si existe una conversión desordenada a las criaturas sin aversión a Dios, como sucede en los pecados veniales, este pecado no merece ninguna pena eterna, sino temporal».

Se debe concluir, por consiguiente, que: «cuando se perdona la culpa mediante la gracia, desaparece la aversión del alma a Dios, a quien por la gracia se une. Desaparece también como consecuencia, el reato de pena eterna, pero puede quedar algún reato de pena temporal»[47]

Con el sacramento se aniquila la aversión a Dios, lo formal del pecado, pero, no en cambio lo material que es la conversión a las criaturas, que exige una pena temporal. Explica el Aquinate: «En la culpa mortal hay aversión a Dios y conversión a las criaturas. Pero la aversión a Dios es lo formal, mientras que la conversión a las criaturas es su elemento material. Destruido lo formal cualquier cosa, destruyese también la cosa, como, destruido lo racional perece la especie humana. Y, por lo mismo, el perdón de la culpa mortal consiste precisamente en que, por la gracia, desaparece la aversión de la mente a Dios junto con el reato de pena eterna. Sin embargo, permanece la parte material, a saber, la desordenada conversión a las criaturas, a la cual es debido reato depena temporal»[48].

La remisión de la culpa con la pena eterna y de la pena temporal son efectos de la gracia, pero de la gracia operante y cooperante respectivamente. La razón es porque: «La gracia es operante en la justificación del hombre y cooperante en el ejercicio de su actividad. La remisión de la culpa y del reato de pena eterna pertenece a la gracia operante; el perdón de la pena temporal pertenece a la gracia cooperante en cuanto que el hombre, merced al auxilio de la gracia divina y sufriendo pacientemente las adversidades, queda también absuelto del reato de pena temporal. Así como el efecto de la gracia operante precede al de la cooperante, así también el perdón de la culpa y pena eterna precede a la completa extinción de la pena temporal. Ambos efectos son productos de la gracia, pero el primero depende de la gracia sola, mientras que el segundo de la gracia y del libre albedrío»[49], que es movido por la gracia que actúa en él sin destruir su naturaleza.

Esta doctrina, basada en la remisión de la culpa y los reatos de las penas de los pecados por la pasión de Cristo, permite comprender la diferencia entre los efectos de los sacramentos del bautismo y de la penitencia. Nota Santo Tomás que, por una parte que: «La pasión de Cristo es en sí misma suficiente para destruir todo reato de pena, no sólo eterna, sino también temporal». Sin embargo, por otra: «El hombre es liberado de la pena, en la medida en que participe de la virtud de la pasión de Cristo».

En los dos sacramentos la medida o grado de la participación es distinta. «En el bautismo, el hombre participa totalmente de la virtud de la pasión de Cristo, en cuanto que por el agua y el espíritu muere con Cristo al pecado y con Él nace a una nueva vida. Por lo cual, el hombre consigue en el bautismo la remisión de toda la pena». Quedan borradas por completo , como se ha explicado, la culpa y la pena.

No ocurre así en el sacramento de la penitencia, porque el pecador: «en la penitencia recibe la virtud de la pasión de Cristo, según la medida de los propios actos, que son la materia de la penitencia, como el agua la del bautismo. Y así no se satisface todo el reato de pena en el instante mismo del primer acto de la penitencia por el que se perdona la culpa, sino después de realizados todos los actos de penitencia»[50].

La expiación de la pena

La diferencia en la materia de los dos sacramentos, que da razón de la necesidad de la expiación por la culpa ya redimida, se explica por el mismo significado de sacramento. Según Santo Tomás: «Propiamente hablando se llama sacramento lo que se ordena a significar nuestra santificación»[51].

El Catecismo romano lo explica de manera más extensa con esta definición: «Sacramento (…) es una cosa sensible que, por institución de Dios, tiene la virtud de significar y comunicar la santidad y la justificación»[52]. Los sacramentos instituidos por Jesucristo son signos, por ser cosas que tienen otro significado, el de la gracia. Lo mismo indica en el nuevo Catecismo al afirmar que: «los sacramentos confieren la gracia que significan»[53].

En las dos definiciones se alude, y el último explícitamente, al Concilio de Trento. En el Decreto de los sacramentos se lee: «Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva Ley no contienen la gracia, que significan, o que no confieren esta misma gracia a los que no ponen algún obstáculo, como si fueran solamente signos externos de la gracia o santidad recibida por la fe, y unos indicios de la profesión cristiana, con que entre los hombres se distinguen los fieles de los infieles, sea anatema»[54].

Explica Santo Tomás que, en la santificación, que significan y causan los sacramentos se pueden distinguir tres aspectos: «su causa propia, que es la pasión de Cristo; su forma, que consiste en la gracia y virtudes; y su último fin, que es la vida eterna. Los sacramentos significan todas esas realidades. Por tanto, el sacramento es, a la vez, signo rememorativo de la pasión de Cristo, que ya pasó; signo manifestativo de la gracia, que se produce en nosotros mediante esa pasión, y anuncio y prenda de la gloria futura»[55].

El signo del sacramento de algo pasado, presente y futuro –la pasión de Cristo, la gracia santificante y la vida eterna– es algo físico y, por consiguiente, se puede distinguir lo material y lo formal. Como en los sacramentos requieren cosas sensibles, que hacen la función de signo[56] y también palabras, que determinan perfectamente el significado del signo[57], las primeras son su materia y las segundas su forma.

Precisa el Aquinate que: «El nombre de cosas corporales debe ser entendido de manera amplia, incluyendo también los actos exteriores sensibles, los cuales guardan, respecto a este sacramento, la misma relación que el agua respecto del bautismo o el crisma respecto de la confirmación. Sin embargo, conviene notar que en aquellos sacramentos que confieren una gracia que supera toda humana actividad es preciso aplicar una materia corporal exterior. Esto ocurre en el bautismo, donde se realiza plena remisión de los pecados, no sólo en cuanto a la culpa, sino también en cuanto a la pena; en la confirmación, donde se da la plenitud del Espíritu Santo; en la extremaunción, donde se confiere una salud espiritual perfecta, que proviene de la virtud de Cristo como de principio extrínseco. De donde resulta que, si se dan actos humanos en estos sacramentos, no pertenecen a su materia esencial, sino más bien disponen a su recepción»[58].

Bautismo, confirmación y extremaunción tienen esencialmente como materia el agua que se aplica como ablución o lavado, el crisma que aplica por unción en la frente y el óleo bendecido al que se unge al enfermo, respectivamente. No entra esencialmente en la materia de estos sacramentos ninguna acción del sujeto que los recibe.

En cambio, en los sacramentos que producen el efecto correspondiente en las acciones del que los recibe, con estos mismos actos humanos sensibles –como lo son los pecados y actos de contrición, confesión y satisfacción por los mismos, en la penitencia; y la entrega mutua manifestada, en el matrimonio– forman la materia de tales sacramentos[59]. «Esto sucede en la penitencia y en el matrimonio. Igual ocurre en las medicinas corporales, consistentes, unas veces, en ciertas cosas exteriores, como emplastos y pociones; otras, en actos de quienes deben curarse, como ciertos ejercicios»[60].

Puede concluirse con Santo Tomás respecto al reato de la pena del pecado, que perdonada la culpa, junto con parte de la obligación de expiar por el sacramento de la penitencia, puede quedar un resto de este reato de pena. Además, que según la medida de la materia del sacramento de la penitencia, y, por tanto, de la contrición, confesión y satisfacción de la pena, se dará su extinción completa.

No obstante, Dios puede hacer que no quede reato de pena. «Dios sana perfectamente al hombre entero, pero algunas veces de manera súbita, como hizo con la suegra de San Pedro, a quien devolvió la salud perfectamente, de tal forma que”levantándose le servía”, según se lee en San Lucas (Lc 4, 39); otras veces de manera sucesiva, como se dijo del ciego curado (Mc 8, 15). Y así también en el orden espiritual convierte algunas veces el corazón del hombre, con tanta fuerza, que el alma súbitamente alcanza la salud espiritual, perdonada la culpa y borradas todas las reliquias del pecado, como sucedió a Magdalena (Lc 7, 47). Otras veces, primero perdona la culpa mediante la gracia operante y después por la gracia cooperante va sucesivamente quitando las reliquias del pecado»[61].

El escrito francés Paul Bourget (1852-1935) expresó sintéticamente esta doctrina al escribir: «Lo esencial de la vida humana se halla comprometido en estas dos cuestiones: la de la responsabilidad y la de la reparación»[62]. Es necesaria esta última, porque la compensación por el daño causado es la solución para acallar la responsabilidad sobre algo que se es culpable. «La muerte de una falta en nuestra conciencia no se produce por el olvido. Se produce por la expiación»[63].

Eudaldo Forment



[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Cuestión disputada sobre el alma, a. 15, ad 17.

[2] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 82, a. 1, sed c.

[4] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 82, a. 1, in c.

[5]Ibid., I-II, q. 82, a. 1, ob. 1.

[6]Ibid., I-II, q. 82, a. 1, ad 1.

[7]Ibid., I-II, q. 82, a. 1, ob. 2.

[8] Ibid., I-II, q. 82, a. 1, ad 2.

[9]Ibid., I-II, q. 82, a. 1, ad 3.

[10] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 4, a. 2, ad 4.

[11] SAN AGUSTÍN, Las retractaciones, I, c. 15, n. 2.

[12]Ibid., I-II, q. 82, a. 1, ad 3.

[13] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 4, a. 2, in c.

[14] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre el pecado original, 2.

[15]II Concilio regional de ORANGE (529), Sobre el pecado original. Can 2 (Denz. 175).

[16] Rm 5, 12).

[17] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 82, a. 3, in c.

[18] IDEM, De ente et essentia, c. I, n. 5.

[19] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 82, a. 2, in c.

[20]Ibíd., I-II, q. 82, a. 4, in c.

[21]Ibíd., I-II, q. 73, a. 2, in c.

[22] Ibíd., I-II, q. 82, a. 4, in c.

[23]Ibíd., I-II, q. 82, a. 4, ob. 1.

[24] Ibíd., I-II, q. 82, a. 4, ad 1.

[25]Ibíd, I-II, q. 82, a. 3, in c.

[26]I-II, q. 83, a. 2, ob. 4.

[27]I-II, q. 83, a. 2, ad 4.

[28] SAN AGUSTÍN, Del libre albedrío, I, c. 16, n. 35.

[29] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 4, a. 2, in c.

[30] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 69, a. 2, in c.

[31] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre el pecado original, V.

[32] Ibíd. Se dice en el Credo: «Confesamos un sólo bautismo para la remisión de los pecados». Esta afirmación ha sido enseñada siempre por la Iglesia como dogma de fe.

[33] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 69, a. 2, ad 1.

[34]Ibíd. III, q. 69, a. 2, ob. 2.

[35] Ibíd. III, q. 69, a. 2, ad 2.

[36] Ibíd., III, q. 69, a. 2, in c.

[37] Ibíd., III, q. 49, a. 3, ad 2.

[38] Ibíd., III, q. 49, a. 1, ad 4.

[39] Ibíd., III, q. 49, a. 3, ad 2.

[40] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre el pecado original, V.

[41] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 86, a. 1, in c.

[42] DANTE, La divina comedia, El infierno, canto III, 1-9. «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate».

[43]SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 86, a. 1, in c.

[44] Ibíd., III, q. 86, a. 1, ob. 3.

[45]Ibíd., III, q. 86, a. 1, ad 3.

[46] Ibíd., III, q. 86, a. 1, in c.

[47] Ibíd., III, q. 86, a. 4, in c.

[48] Ibíd., III, q. 86, a. 4, ad 1.

[49]Ibíd., III, q. 86, a. 4, ad 2.

[50] Ibíd., III, q. 86, a. 4, ad 3.

[51] Ibíd., III, q. 60, a. 3, in c.

[52]Catecismo del Concilio de Trento, II, c. 1, 11.

[53]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1127.

[54] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre los sacramentos, c. 6.

[55] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 60, a. 3, in c.

[56] Cf. Ibíd., III, q. 60, a. 5.

[57] Cf. Ibíd., III, q. 60, a. 6.

[58] Ibíd., III, q. 84, a. 1, in c.

[59] La materia del sacramento de la eucaristía es el pan y vino presentes ante el consagrante, y la del orden, la imposición de manos.

[60] III, q. 86, a. 4, ad 3.

[61] III, q. 86, a. 5, ad 1

[62] PAUL BOURGET, Nuestros actos nos siguen, Burgos, Monte Carmelo Didaskalos, 2010, p. 39.

[63] Ibíd., p. 47.

1 comentario

  
Nadie
Disculpe señor forment, si lo que aquí pongo no tiene mucho que ver con el tema, pero en estos últimos días me vengo dando cuenta de la solidez y profundidad de la escuela filosófica tomista, y valla que me eh sorprendido con lo que eh encontrado. Pero aún así me a costado mucho entender varias cosas que me encontrado y quisiera preguntarle si tiene algunas recomendaciones para mi para adentrarme mas en esta filosofía.
Además, si me permite, pedirle si por favor escribiria usted post que trate sobre la idea que santo Tomás tenia por la unión entre alma y cuerpo. Que es el temas que más me cuesta comprender.

Muchas gracias, saludos desde México.
13/11/16 9:51 PM

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