–¿Y cómo es que un Imperio tan fuerte como el azteca durara tan poco?
–Nihil violentum durabile.
En mi anterior artículo describí la (482) grandeza de los aztecas. Y debo en conciencia describir ahora sus miserias. No hay pueblo humano todo él bueno. Todos los pueblos son-somos pecadores, pecadores de nacimiento, como hijos de Adán y Eva («en la culpa nací; pecador me concibió mi madre», Sal 50,7). De tal modo que nuestro cuerpo positivo arrastra siempre una sombra negativa, de la que solamente puede liberarnos nuestro Señor Jesucristo, dándonos por su Espíritu un santo y nuevo nacimiento, en la fe y el bautismo, que nos comunica en forma sobrehumana y sobrenatural la filiación divina.
Nótese que en la imagen el gesto del sacrificador no es de victoria sobre el enemigo, sino de ofrenda a la divinidad.
Los sacrificios humanos
Según narra Bernal Díez del Castillo, los soldados españoles, primero en Campeche, en 1517, en la península de Yucatán –sureste de México–, y pronto a medida que avanzaban en sus incursiones, fueron conociendo el espanto de los templos de los indios, donde se sacrificaban hombres, y el horror de los sacerdotes, papas: «los cabellos muy grandes, llenos de sangre revuelta con ellos, que no se pueden desparcir ni aun peinar»… Allí vieron «unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos [imágenes] de serpientes y culebras grandes, y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre» (cp.3).
En una isleta «hallamos dos casas bien labradas, y en cada casa unas gradas, por donde subían a unos como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses. Y allí hallamos sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes de las casas llenas de sangre» (cp.13). Lo mismo vieron no mucho después en la isla que llamaron San Juan de Ulúa (cp.14). Eran escenas espantosas, que una y otra vez aquellos soldados veían como testigos asombrados.
Avanzando ya hacia Tenochtitlán, la capital azteca, hizo Pedro de Alvarado (1485-1545) una expedición de reconocimiento, con doscientos hombres, por la región de Culúa, sujeta a los aztecas. Y «llegado a los pueblos, todos estaban despoblados de aquel mismo día, y halló sacrificados en unos cúes [templos] hombres y muchachos, y las paredes y altares de sus ídolos con sangre, y los corazones presentados a los ídolos; y también hallaron los cuchillazos de pedernal con que los abrían por los pechos para sacarles los corazones. Dijo Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas, y que dijeron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron mucho de tan grandes crueldades. Y dejemos de hablar de tanto sacrificio, pues desde allí adelante en cada pueblo no hallábamos otra cosa» (Relaciones cp.44).
Huitzilopochtli
Pero el espanto mayor iban a tenerlo en Tenochtitlán, en el corazón mismo del imperio azteca. Aquel imperio formidable, construido sobre el mesianismo religioso azteca, tenía, como hemos visto, un centro espiritual indudable: el gran teocali de Tenochtitlán, desde el cual imperaba Huitzilopochtli –Huichilobos–. Este ídolo temible, que al principio había recibido culto en una modesta cabaña, y posteriormente en templos más dignos, finalmente en 1487, cinco años antes del descubrimiento de América, fue entronizado solemnemente en el teocali máximo del imperio.
Durante cuatro años, millares de esclavos indios lo habían edificado, y mientras el emperador Ahuitzotl guerreaba contra varios pueblos, para reunir prisioneros destinados al sacrificio. La majestuosa pirámide truncada, de una altura de más de 70 metros, sostenía en la terraza dos templetes, en uno de los cuales presidía el terrible Huitzilopochtli, y en el otro Tezcalipoca. Ciento catorce empinados escalones conducían a la cima por la labrada fachada principal de la pirámide. En torno al templo, muchos otros palacios y templos, el juego de pelota y los mercados, formaban una inmensa plaza. En lo alto del teocali, frente al altar de cada ídolo, había una piedra redonda o téchcatl, dispuesta para los sacrificios humanos.
A la multitud de dioses y templos mexicanos correspondía una cantidad innumerable de sacerdotes. Solamente en este templo mayor de la capital había unos 5.000, y según dice Alfonso Trueba, «no había menos de un millón en todo el imperio» (Huichilobos 33). Entre estos sacerdotes existían jerarquías y grados diversos, y todos ellos se tiznaban diariamente de hollín, vestían mantas largas, se dejaban crecer los cabellos, los trenzaban y los untaban con tinta y sangre. Su aspecto era tan repugnante como impresionante.
La «necesaria» reiteración de los sacrificios humanos
Es reiteración innumerable de sacrificios humanos se entendía como necesaria tanto para mantener la supremacía absoluta del Imperio azteca, como sobre todo por la convicción religiosa de que la sangre humana sacrificada vivificaba a los dioses. Por eso muchas de las celebraciones litúrgicas exigían sacrificios humanos según las obligaciones rituales señaladas por un Calendario religioso de 18 meses, compuesto cada uno de 20 días. Por otra parte, junto a los sacrificios anuales fijados por el Calendario, otros acontecimientos, como la inauguración de templos, también exigían ser santificados con sangre humana. Por ejemplo, en tiempos de Axayáctl (1469-1482), cuando se inauguró el Calendario Azteca –esa enorme y preciosa piedra de 25 toneladas, que es hoy admiración de los turistas–, se sacrificaron 700 víctimas (Alvear 92).
Poco después Ahítzotl, para inaugurar su reinado, en 1487, consagró el gran teocali de Tenochtitlán en ritos extraordinariamente solemnes. En catorce templos y durante cuatro días, ante los señores de Tezcoco y Tlacopan, invitados a la grandiosa ceremonia, se sacrificaron innumerables prisioneros, hombres, mujeres y niños, quizá 20.000, según el Códice Telleriano, precioso libro de pintura antigua manuscrita azteca, producido en México en el siglo XVI. Pero debieron ser muchos más, según otros autores. Así, por ejemplo, lo afirma en su crónica el noble mestizo Fernando de Alva Ixtlilxochitl (1575-1648), historiador descendiente de los reyes de Texcoco:
«Fueron ochenta mil cuatrocientos hombres en este modo: de la nación tzapoteca 16.000, de los tlapanecas 24.000, de los huexotzincas y atlixcas otros 16.000, de los de Tizauhcóac 24.4000, que vienen a montar el número referido, todos los cuales fueron sacrificados ante este estatuario del demonio [Huitzilipochtli], y las cabezas fueron encajadas en unos huecos que de intento se hicieron en las paredes del templo mayor, sin [contar] otros cautivos de otras guerras de menos cuantía que después en el discurso del año fueron sacrificados, que vinieron a ser más de 100.000 hombres; y así los autores que exceden en el número, se entiende con los que después se sacrificaron» (Historia cp.60).
Descripciones impresionantes de testigos presenciales
Treinta años después, cuando llegaron los soldados españoles a la aún no conquistada Tenochtitlan, pudieron ver con indecible espanto cómo un grupo de compañeros apresados en combate eran sacrificados al modo ritual. Bernal Díaz del Castillo, sin poder reprimir un temblor retrospectivo, hace de aquellos sacrificios humanos una descripción alucinante (Historia cp.102). Pocos años después, el franciscano Motolinía (+1569) los describe así:
«Tenían una piedra larga, la mitad hincada en tierra, en lo alto encima de las gradas, delante del altar de los ídolos. En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar, y el pecho muy tenso, porque los tenían atados los pies y las manos, y el principal sacerdote de los ídolos o su lugarteniente, que eran los que más ordinariamente sacrificaban, y si algunas veces había tantos que sacrificar que éstos se cansasen, entraban otros que estaban ya diestros en el sacrificio, y de presto con una piedra de pedernal, hecho un navajón como hierro de lanza, con aquel cruel navajón, con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto sacábanle el corazón, y el oficial de esta maldad daba con el corazón encima del umbral del altar de parte de fuera, y allí dejaba hecha una mancha de sangre; y caído el corazón, estaba un poco bullendo en la tierra, y luego poníanle en una escudilla [cuau-hxicalli] delante del altar.
«Otras veces tomaban el corazón y levantábanle hacia el sol, y a las veces untaban los labios de los ídolos con la sangre. Los corazones a las veces los comían los ministros viejos; otras los enterraban, y luego tomaban el cuerpo y echábanle por la gradas abajo a rodar; y allegado abajo, si era de los presos en guerra, el que lo prendió, con sus amigos y parientes, llevábanlo, y aparejaban aquella carne humana con otras comidas, y otro día hacían fiesta y le comían; y si el sacrificado era esclavo no le echaban a rodar, sino abajábanle a brazos, y hacían la misma fiesta y convite que con el preso en guerra.
«En esta fiesta [Panquetzaliztli] sacrificaban de los tomados en guerra o esclavos, porque casi siempre eran éstos los que sacrificaban, según el pueblo, en unos veinte, en otros treinta, o en otros cuarenta y hasta cincuenta y sesenta; en México se sacrificaban ciento y de ahí arriba.
«Y nadie piense que ninguno de los que sacrificaban matándolos y sacándoles el corazón, o cualquiera otra muerte, que era de su propia voluntad, sino por fuerza, y sintiendo muy sentida la muerte y su espantoso dolor.
«De aquellos que así sacrificaban, desollaban algunos; en unas partes, dos o tres; en otras, cuatro o cinco; y en México, hasta doce o quince; y vestían aquellos cueros, que por las espaldas y encima de los hombros dejaban abiertos, y vestido lo más justo que podían, como quien viste jubón y calzas, bailaban con aquel cruel y espantoso vestido.
«En México para este día guardaban alguno de los presos en la guerra que fuese señor o persona principal, y a aquél desollaban para vestir el cuero de él el gran señor de México, Moctezuma, el cual con aquel cuero vestido bailaba con mucha gravedad, pensando que hacía gran servicio al demonio [Huitzilopochtli] que aquel día honraban; y esto iban muchos a ver como cosa de gran maravilla, porque en los otros pueblos no se vestían los señores los cueros de los desollados, sino otros principales. Otro día de la fiesta, en cada parte sacrificaban una mujer y desollábanla, y vestíase uno el cuero de ella y bailaba con todos los otros del pueblo; aquél con el cuero de la mujer vestido, y los otros con sus plumajes» (Historia I,6, 85-86).
Diego Muñoz Camargo (1528-1600), mestizo, en su Historia de Tlaxcala escribe: «Contábame uno que había sido sacerdote del demonio, y que después se había convertido a Dios y a su santa fe católica y bautizado, que cuando arrancaba el corazón de las entrañas y costado del miserable sacrificado era tan grande la fuerza con que pulsaba y palpitaba que le alzaba del suelo tres o cuatro veces hasta que se había el corazón enfriado» (I,20).
Eran ritos también celebrados por otros pueblos
Estos sacrificios humanos estaban más o menos difundidos por la mayor parte de los pueblos que hoy forman México. En el nuevo imperio de los mayas, según cuenta Diego de Landa (1524-1579), se sacrificaba a los prisioneros de guerra, a los esclavos comprados para ello, y a los propios hijos en ciertos casos de calamidades. Y el sacrificio se realizaba normalmente por extración del corazón, por decapitación, flechando a las víctimas, o ahogándolas en agua (Relación de las cosas de Yucatán, cp.5; +M. Rivera 172-178).
En la religión de los tarascos, cuando moría el representante del dios principal, se daba muerte a siete de sus mujeres y a cuarenta de sus servidores para que le acompañasen en el más allá (Alvear 54)…
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Las calaveras de los sacrificados eran guardadas de diversos modos. Por ejemplo, el capitán Andrés Tapia (1498-1561), compañero de Cortés, describe el tzompantli (muro de cráneos) que vio en el gran teocali de Tenochtitlán, y dice que había en él «muchas cabezas de muertos pegadas con cal, y los dientes hacia fuera». Y describe también cómo vieron muchos palos verticales, y «en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes. Y quien esto escribe, y un Gonzalo de Umbría, contaron los palos que había, y multiplicando a cinco cabezas cada palo de los que entre viga y viga estaban, hallamos haber 136.000 cabezas» (Relación: AV, La conquista 108-109; +López de Gómara, Conquista p.350; Alvear 88).
No puedo evitar el recuerdo de los museos de calaveras de Pol-Pot en Camboya.
«Lágrimas y horror y espanto»
Como hemos dicho, en casi todos los meses del año, religiosamente ordenado por el Calendario azteca, se realizaban en México muy numerosos sacrificios humanos. Fray Juan de Zumárraga, arzobispo de México, en una carta de 1531 dirigida al Capítulo franciscano reunido en Tolosa, dice que los indios «tenían por costumbre en esta ciudad de México cada año sacrificar a sus ídolos más de 20.000 corazones humanos» (Mendieta V,30; +Trueba, Cortés 100). Eso explica que cuando Bernal Díaz del Castillo visitó el gran teocali de Tenochtitlán, aunque era soldado curtido en tantas peleas, quedó espantado al ver tanta sangre:
«Estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente… En los mataderos de Castilla no había tanto hedor» (cp.92).
Bernardino de Sahagún (1500-1590), franciscano llegado a México en 1529, donde vivió sesenta años, en su Historia General de las cosas de la Nueva España (lib. II), describe detalladamente el curso de los diversos cultos rituales que se celebraban en cada uno de los 18 meses, de 20 días cada uno. Por él vemos que a lo largo del año se celebraban sacrificios humanos según una incesante variedad de motivos, dioses, ritos y víctimas.
En el mes 1º «mataban muchos niños»; en el 2º «mataban y desollaban muchos esclavos y cautivos»; en el 3º, «mataban muchos niños», y «se desnudaban los que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes pasado»; en el 4º, como venían haciendo desde el mes primero, seguían matando niños, «comprándolos a sus madres», hasta que venían las lluvias; en el 5º, «mataban un mancebo escogido»; en el 6º, «muchos cautivos y otros esclavos»…
Y así un mes tras otro. En el 10º, «echaban en el fuego vivos muchos esclavos, atados de pies y manos; y antes que acabasen de morir los sacaban arrastrando del fuego, para sacar el corazón delante de la imagen de este dios»… En el 17º mataban una mujer, sacándole el corazón y decapitándola, y el que iba delante del areito [canto y danza], tomando la cabeza «por los cabellos con la mano derecha, llevábala colgando e iba bailando con los demás, y levantaba y bajaba la cabeza de la muerta a propósito del baile». En el 18º, en fin, «no mataban a nadie, pero el año del bisiesto que era de cuatro en cuatro años, mataban cautivos y esclavos». Los rituales concretos –vestidos, danzas, ceremoniales, modos de matar– estaban muy exactamente determinados para cada fiesta, así como las deidades que en cada solemnidad se honraban.
Fray Bernardino de Sahagún, máximo estudioso de las cosas de México, tras escuchar a múltiples informantes indios, consigna con precisión todos sus relatos –en los que a veces se adivinan cantilenas destinadas por los antiguos a ser retenidas en la memoria, para mejor recordar los ritos exactos–, y finalmente exclama:
«No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y espanto; y ciertamente es cosa lamentable y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio que los padres, por sugestión del demonio, maten y coman a sus hijos, sin pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello hacían gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguedad, que en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad de los padres, los cuales derramaban muchas lágrimas y con gran dolor de sus corazones la ejercitaban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo Satanás, el cual con malignísima astucia los persuadió a tan infernal hazaña. ¡Oh Señor Dios, haced justicia de este cruel enemigo, que tanto mal nos hace y nos desea hacer! ¡Quitadle, Señor, todo el poder de empecer!» (lib.II, cp.20).
La poligamia
Cuenta Motolinía que en México «todos se estaban con las mujeres que querían, y había algunos que tenían hasta doscientas mujeres. Y para esto los señores y principales robaban todas las mujeres, de manera que cuando un indio común se quería casar apenas hallaba mujer» (Historia I,7, 250).
Del tlatoani Moctezuma refiere López de Gómara que en Tepac, el palacio en que normalmente residía, «había mil mujeres, y algunos afirman que tres mil entre señoras y criadas y esclavas; de las señoras, que eran muy muchas, tomaba para sí Moctezuma las que bien le parecía; las otras daba por mujeres a sus criados y a otros caballeros y señores; y así, dicen que hubo vez que tuvo ciento y cincuenta preñadas a un tiempo, las cuales, a persuasión del diablo, movían, tomando cosas para lanzar las criaturas, o quizá porque sus hijos no habían de heredar» (Conquista p.344; +Francisco Hernández (1517-1578), Antigüedades I,9)…
El enigma de los contrastes inconciliables
Quienes se asoman al mundo del México prehispánico no pueden menos de quedarse admirados de lo bueno, horrorizados de lo malo, y finalmente perplejos, al no saber cómo conciliar lo uno y lo otro. ¿Cómo es posible que en medio de tantas atrocidades se produjeran a veces, en los mismos que las realizaban, elevaciones espirituales tan maravillosas? (+L. Séjourné, Pensamiento 21). Es un misterio… Se desvanecería el enigma si tales elevaciones fueran sólo aparentes, pero resulta muy difícil dudar de su veracidad.
Ciertos rasgos de nobleza espiritual en los aztecas parecen indudables y relativamente frecuentes. Recordemos en aquellos primitivos pueblos mexicanos el sentido profundo de una transcendencia religiosa que impregnaba toda la vida; las oraciones bellísimas alzadas frecuentemente a los dioses; el respeto por la autoridad familiar y social; la conciencia de pecado; las severas prácticas penitenciales comunes al pueblo o las excepcionales realizadas por algunos, como el llamado ayuno teuacanense de algunos jóvenes: cuatro años de oración, de celibato y de abstinencia rigurosa (Hernández, Antigüedades III,17)… ¿Cómo relacionar todo esto con tantos otros errores y horrores gravísimos?
La clave del enigma está en que los mexicanos profesaban sinceramente una religiosidad falsa. La profundidad de su religiosidad, frente al Absoluto de unas divinidades superiores a lo humano, explica lo mucho que en ellos había de noble y admirable: es la presencia misericordiosa de Dios, que también actúa allí donde los hombres le buscan y apenas le conocen (+Hch 10,34-35). Y la falsedad de su religiosidad es lo que explica el abismo de los horrores diabólicos y de las supersticiones abominables que vivían devotamente.
¿Agresión conquistadora de América o liberación de tiranías?
«¿Hubo verdaderamente “agresión” en la implantación española, y cristiana, en tierras firmes de América?», se pregunta el historiador Jacques Dumont.
«Contrariamente a los puntos de vista simplistas, esta implantación no fue recibida por un gran número de pueblos indígenas como una agresión… Por el contrario, está claro que los conquistadores fueron recibidos por numerosos pueblos indígenas como la ayuda decisiva que les permitía liberarse de la opresión que sufrían de parte de estos imperios tiránicos [azteca e inca]… Una opresión tanto política como religiosa: en México las “guerras sagradas” proporcionaban a los opresores aztecas las muchedumbres de hombres necesarios para los sacrificios humanos permanentes de su mitología, igualmente tiránica» (La Iglesia ante 156-157).
Y añade el mismo autor en otra obra: Por ejemplo, «en la toma de México, los españoles eran sólo unos cientos [al rededor de 400], sus aliados indios más de 100.000… Lo cierto es que muchos pueblos indios, cansados de la “hecatombre” (Jacques Soustelle) de los sacrificios humanos aztecas frecuentemente realizados a expensas suyas, o de sus propios sacrificios, estaban esperando una nueva religión» (La hora 159).
José María Iraburu, sacerdote
Post post.–La teología de la liberación, en su decadencia, se ha ido transformando en un indigenismo nacionalista, igualmente erróneo. En tres artículos de mi blog traté en 2009 del (48) Indigenismo teológico desviado (I)- un libro sobre Guadalupe; (49-II); y (50-III). En dicho libro se hacen afirmaciones increíbles sobre la excelsa religiosidad azteca, que alcanzó «las máximas alturas a que ha podido llegar la mente humana en su reflexión sobre Dios» (pg. 159); «su idea de Dios era tan o más cristiana que la de sus evangelizadores» (518); el sacrificio humano, considerado por los ciegos misioneros españoles como un crimen y un inmenso engaño del diablo, era entendido por los aztecas en su verdad, «como un privilegio: un favor de parte de quien lo ejecutaba, que venía siendo un bienhechor insigne, y una gracia para quien lo recibía» (523). Etc. Increíble… Es curioso que de este «privilegio» gozaran sólo la gente modesta, los esclavos, los presos vencidos en guerra; pero nunca los nobles y potentados.
La obra (Porrúa, México 2001, 4ªed, 608 pgs.; 1ªed, 1999), de varios ilustres autores mexicanos, está prologada por el Cardenal Norberto Rivera, arzobispo entonces de México C.D. Enviada mi crítica a él y a la Congregación de la Fe, no se consiguió nada. Sólo el acuse de recibo.