–¿O sea que también a los santos franceses les daba por enamorarse de la cruz de Cristo?
–Pues sí, también les daba, como usted dice, por ahí. San Luis María Grignion de Montfort (+1717), en uno de los cantos populares que compuso, decía: «Voulez-vous rendre à Dieu mon Père / Un très grand et parfait honneur? / Souffrez bien, aimez la douleur, / Et que la croix vous soit très chère» (Cantiques 28).
Santa Teresa del Niño Jesús (+1897)
Nacida en Alençon, Francia, ingresa muy joven en el Carmelo de Lisieux. Muere a los 24 años, y deja unos cuadernos con sus preciosos Escritos Autobiográficos. Es Doctora de la Iglesia.
–Dios le enseña muy pronto la vanidad de las cosas temporales. «Los amigos que teníamos allí [en Alençon, a los 10 años de edad] eran demasiado mundanos y compaginaban demasiado bien las alegrías de la tierra y el servicio de Dios. No pensaban lo bastante en la muerte… Veo que “todo es vanidad y aflicción de espíritu bajo el sol” [Ecl 2,11]…, y que el único bien que vale la pena es amar a Dios con todo el corazón y ser pobres de espíritu aquí en la tierra» (Manuscritos autobiográficos A 32v).
–También muy pronto, en la primera comunión, le es dado un gran amor a la cruz. «Después de comulgar… sentí nacer en mi corazón un gran deseo de sufrir, y, al mismo tiempo, la íntima convicción de que Jesús me tenía reservado un gran número de cruces. Y me sentí inundada de tan grandes consuelos, que los considero como una de las mayores gracias de mi vida. El sufrimiento se convirtió en mi sueño dorado. Tenía un hechizo que me fascinaba, aun sin acabar de conocerlo. Hasta entonces, había sufrido sin amar el sufrimiento; pero a partir de ese día, sentí por él un verdadero amor.
«Sentía también el deseo de no amar más que a Dios y de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia, durante las comuniones, le repetía estas palabras de la Imitación: “¡oh Jesús, dulzura inefable, cámbiame en amargura todos los consuelos de la tierra!”… Esta oración brotaba de mis labios sin el menor esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla no por propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo» (Ms A 36r-v).
–Ya en el Carmelo, vive crucificada con Cristo (Gal 2,19). «Sí, el sufrimiento me tendió sus brazos, y yo me arrojé en ellos con amor… A los pies de Jesús-Hostia, en el examen que precedió a mi profesión, declaré lo que venía a hacer en el Carmelo: “he venido para salvar almas y, sobre todo, para orar por los sacerdotes”. Y cuando se quiere alcanzar una meta, hay que poner los medios para ello. Jesús me hizo comprender que las almas quería dármelas por medio de la cruz. Y mi anhelo de sufrir creció a medida que aumentaba el sufrimiento» (Ms A 69v).
–El sufrimiento es para ella el cielo en la tierra. «Mi consuelo es no tenerlo en la tierra» (Ms B 1r)… «Es cierto que, a veces, el corazón del pajarito se ve embestido por la tormenta, y no le parece que pueda existir otra cosa que las nubes que lo rodean. Ésa es la hora de la perfecta alegría [la de San Francisco de Asís] para ese pobre y mínimo ser débil. ¡Qué dicha para él seguir allí, a pesar de todo, mirando fijamente a la luz invisible que se oculta a su fe!» (5r). «Permitió [el Señor] que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas… Es preciso haber peregrinado por este negro túnel para comprender su oscuridad… [Sin embargo,] me alegro de no gozar de ese hermoso cielo aquí en la tierra, para que él [Jesús] lo abra a los pobres incrédulos por toda la eternidad. Así, a pesar de esta prueba que me roba todo goce, aún puedo exclamar: “tus acciones, Señor, son mi alegría” [Sal 91,5]. Porque ¿existe alegría mayor que la de sufrir por tu amor?» (Ms C 5v-7r). «El mismo sufrimiento, cuando se lo busca como el más preciado tesoro, se convierte en la mayor de las alegrías» (10v).
–Una muerte santa. Santa Teresa del Niño Jesús se acerca a su muerte con toda conciencia y paz. Solamente le desconcierta un tanto el pensamiento de que va a dejar de sufrir. «¡Qué contenta estoy de morir! Sí, estoy contenta no por verme libre de los sufrimientos de aquí abajo –al contrario, el sufrimiento unido al amor es lo único que me parece deseable en este valle de lágrimas–; estoy contenta de morir porque veo que ésa es la voluntad de Dios y porque seré mucho más útil que aquí abajo a las almas que amo» (Carta 253: 13-VII-1897).
«Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra, y realmente me cuesta entender cómo voy a poder aclimatarme a un país en el que reina la alegría sin mezcla alguna de tristeza. Será necesario que Jesús transforme mi alma y le dé capacidad de gozar; de lo contrario, no podré soportar las delicias eternas (Carta 254: 14-VII-1897).
Finalmente, dos meses antes de morir, declara en la enfermería con toda lucidez: «he encontrado la felicidad y la alegría aquí en la tierra, pero únicamente en el sufrimiento, pues he sufrido mucho aquí abajo. Habrá que hacerlo saber a las almas… Desde mi primera comunión, cuando pedí a Jesús que me cambiara en amargura todas las alegrías de la tierra, he tenido un deseo continuo de sufrir. Pero no pensaba cifrar en ello mi alegría. Ésta es una gracia que no se me concedió hasta más tarde» (Últimas conversaciones 31-VII-1897, 13).
Y el mismo día en que murió: «Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrir es una gran verdad… Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor» (ib. 30-IX-1897).
Beato Charles de Foucauld (+1916)
Nace en Estrasburgo, Francia (1858). Queda huérfano a los 6 años, a los 17 sufre una crisis de fe que le lleva a una vida disipada. Ingresa en la carrera militar, y sirve como oficial en Francia y Argelia, pero es expulsado por mala conducta. Inicia su conversión a los 28 años, pasa unos años en la Trapa, vive retirado en Nazaret, cuidando el monasterio de las Clarisas, es ordenado sacerdote, y desde 1901 vive hasta su muerte como ermitaño en un lugar del desierto argelino. Actualmente varias asociaciones laicales y congregaciones religiosas, como los Hermanos de Jesús (1933) y las Hermanitas de Jesús (1939), siguen la espiritualidad del Beato. (Cito textos de Oeuvres spirituelles de Charles de Jésus, père de Foucauld, Seuil, Paris 1958, 846 pgs.)
–Solo por la Cruz se alcanza la unión perfecta con Cristo. El Bto. Carlos contempla y describe uno tras otro todos los dolores, heridas, humillaciones, que sufre Jesús en la Pasión. Y exclama: «Oh, el más bello de los hijos de los hombres, oh Dios de gloria, oh Señor mío y Dios mío, en qué estado te encuentras … ¡Ay Dios mío, hazme llorar de dolor sobre ti, hazme llorar de gratitud y de amor, y haz que llore sobre mí mismo y sobre mis pecados, que tú expías con tantos tormentos!
«¡Amemos a Jesús, que nos ha amado hasta sufrir tanto por nuestro amor, hasta sufrir tanto para redimirnos y santificarnos! Amémosle obedeciéndole, imitándole, contemplándole sin cesar. Amémosle recibiéndole con la mayor frecuencia que podamos y lo mejor que podamos en la Eucaristía, entregándonos a Él como la esposa se entrega al esposo, y abrazando por su amor los más grandes sacrificios. Así le probamos nuestro amor como Él nos ha probado el suyo, sufriendo por Él y, si es su voluntad, muriendo por Él. ¡Que Él mismo nos haga dignos de esta gracia! Amén, amén, amén» (La Passion 268-269).
«Dios mío, cómo nos has amado, tú que por nosotros te has hundido en un pozo de sufrimientos y desprecios, tú que has querido así darnos tantas lecciones, pero que por encima de todo has querido probarnos tu amor, un amor inaudito por el cual el Padre entrega a su Hijo único, y lo entrega a tales sufrimientos y abajamientos, para darnos así la certeza de un amor tan inmenso, tan probado, declarado de una manera tan conmovedora, tan enternecedora, a fin de llevarnos a amarle nosotros a Él, a quien es tan amable al amarnos tanto…
«Queramos amarle como Él nos ha amado, y aprendiendo el amor en su escuela, declararle y probarle nuestro amor como Él nos ha declarado y probado el suyo: deseando, buscando, abrazando por Él los mayores sufrimientos y los más grandes desprecios, sin más límites que los impuestos por la santa obediencia» (La Passion 274-275).
«Cuanto más nos abrazamos a la Cruz, más estrechamente nos unimos a Jesús, que está clavado en ella. Cuanto más nos falta todo en la tierra, más encontramos lo mejor que la tierra puede darnos: la CRUZ» (Diario 1901-1905, inicio: 339; igual en Cta. a Louis Massignon, 5-IV-1909).
–Per Crucem ad lucem. «Oh, mi Señor Jesús, hazme ver, cada vez más claramente, esta verdad esencial [de la cruz], tan necesaria, y que el demonio trata sin cesar de oscurecer ante nuestros ojos… Haz que la doctrina de la cruz resplandezca a mis ojos, y que me abrace a ella… Haz que yo también pueda decir [como San Pablo] que lo único que yo sé es una cosa: “Jesús y Jesús crucificado”… Ay, Dios mío, ¡“haz que vea” [Mc 10,51], haz que siempre brillen estas verdades ante mis ojos, y que a ellas se configure mi vida, en ti, para ti, por ti! Amén. Y concede las mismas gracias a todos los hombres» (La Passion 271).
«Bendito San Huberto, a quien se festeja en tantos lugares y con tanta alegría, tú viste un día la Cruz de Jesús entre los cuernos de un ciervo… Consígueme la gracia, por Nuestro Señor Jesucristo, de que yo vea también su Cruz en todos los instantes de mi vida, vea su signo en todas las cosas, su mano en todo suceso… Tú que recibiste un día esta aparición ante tus ojos corporales, consígueme que yo tenga sin cesar esa aparición ante los ojos de mi alma, que yo vea resplandecer siempre ante mí la Cruz de Jesús… ¡Ruega por mí, San Huberto, para que ese signo bendito, esta Cruz bendita de Jesús, brille sin cesar ante mis ojos, lo aclare todo, lo ilumine todo, se me manifieste en todo, para que a su luz pueda yo seguir a Jesús paso a paso, haga yo en todo su voluntad, le bendiga sin cesar, en Él, por Él y para Él! Amén» (Sur les fêtes de l’Année, 3 novembre, saint Hubert, évêque de Tongres, Belgique, 292-293).
–Carguemos con amor nuestras cruces. «¡Dios mío, qué bueno eres! ¡Qué dolores sobrehumanos! ¡Dios mío, todos esos dolores por nosotros! ¡Todos esos sufrimientos los abrazas voluntariamente por nuestro amor!… Recibamos con amor, bendición, reconocimiento, valentía y gozo, todo sufrimiento, todo dolor de cuerpo o de alma, toda humillación, todo despojamiento, la muerte, por amor a Nuestro Señor Jesús, imitándole y ofreciéndolo todo a Él en sacrificio. Y no nos contentemos con esperarlos; con el permiso de nuestro director, abracemos nosotros mismos todas las mortificaciones que él nos permita, sin poner a nuestras penitencias otros límites que los que la santa obediencia imponga» (La Passion 276-277).
«El camino real de la Cruz es el único para los elegidos, el único para la Iglesia, el único para cada uno de los fieles. Esta es la ley hasta el fin del mundo: que la Iglesia y las almas, esposas del Esposo crucificado deberán participar de sus espinas y llevar con Él la cruz. La ley del amor exige que la esposa participe de la suerte del Esposo» (Correspondance, In Salah 12-I-1909, 715-716).
«Llevar la cruz es llevar la cruz que sea, pero que sea la nuestra, aquella que Dios nos da; es llevar en todas las horas de nuestra vida la cruz que Dios nos concede, y es por tanto obedecer perfectamente a Dios, cuya voluntad se manifiesta sobre todo por sus representantes; es llevarla durante todas las horas, todos los instantes de nuestra vida, recibiendo en cada momento, amorosamente, pacientemente, valientemente, con obediencia, con aceptación de la voluntad, con fe y gratitud, todo aquello que Dios nos envía; y es, pues, obedecerle perfectamente» (Sur l’Évangile; Dieu seul, 236).
–Solo por la Cruz podemos hacer el bien a nuestros hermanos. «La ley de la cruz es ésta, que no podemos hacer bien a las almas que a condición de darlas a luz en Dios [les enfanter, parirlas]por nuestros propios sufrimientos, por nuestra crucifixión… Si queremos hacer bien a las almas, abracemos la cruz, y cuanto más bien queramos hacerles, más necesitamos entregarnos a la mortificación» (Sur les fêtes de l’Année, Lundi saint 304-305).
«La penitencia –es decir, el sacrificio, la aceptación de las cruces enviadas por Dios y los actos de mortificación voluntaria autorizados por el director espiritual– es como una oración. Y ella, como la oración, obtiene gracias para nosotros mismos y para el prójimo. Jesús ha salvado al mundo por la cruz, y por la cruz, dejando que Jesús viva en nosotros y complete en nosotros por nuestros sufrimientos lo que falta a su Pasión, es como debemos nosotros continuar hasta el fin de los tiempos la obra de la Redención. Sin cruz, no hay unión a Jesús crucificado, ni a Jesús Salvador. Si queremos ser enamorados de Jesús, abracemos su cruz; y si queremos trabajar por la salvación de las almas con Jesús, que nuestra vida sea una vida crucificada» (Le Directoire de l’Union des Frères et Soeurs du Sacré-Coeur, 490).
José María Iraburu, sacerdote
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