–Te diré mi amor, Rey mío – con el amor de tu Madre, – con los labios de tu Esposa – y con la fe de tus mártires.
–Te diré mi amor, Rey mío – ¡oh Dios del amor más grande! –¡Bendito en la Trinidad, – que has venido a nuestro valle!
* * *
–Así sí
En el fragmento de este cuadro contemplamos a Jesús, recién nacido, rodeado por el amor de la Virgen María, de San José, de los pastores e incluso de los animales. Esta obra de arte religioso nos ayuda a entrar silenciosamente en ese grupo sagrado, para también nosotros adorar al Niño, al Hijo de Dios, al hijo de María, al único Salvador del mundo. Solamente en Él está puesta nuestra esperanza. Y es nuestro amor más grande.
Y en estas palabras del sermón 185 de San Agustín, que hoy nos trae la Liturgia de las Horas, hallamos también una ayuda para esa contemplación de Jesús amorosa, agradecida, asombrada, gozosa, inefable.
«Despiértate: Dios se ha hecho hombre por ti. Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz. Por ti precisamente, Dios se ha hecho hombre.
Hubieses muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca te hubieses visto libre de la carne del pecado, si él no hubiera aceptado la semejanza de la carne del pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si él no hubiera venido.
Celebremos con alegría el advenimiento de nuestra salvación y redención. Celebremos el día afortunado en el que quien era el inmenso y eterno día, que procedía del inmenso y eterno día, descendió hasta este día nuestro tan breve v temporal. Este se convirtió para nosotros en justicia, santificación y redención: y así, como dice la Escritura, “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor”…
Alegrémonos, por tanto, con esta gracia, para que el testimonio de nuestra conciencia constituya nuestra gloria: y no nos gloriemos en nosotros mismos, sino en Dios. Por eso se ha dicho: Tú eres mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. ¿Pues qué gracia de Dios pudo brillar más intensamente para nosotros que ésta: teniendo un Hijo unigénito, hacerlo hijo del hombre, para, a su vez, hacer al hijo del hombre hijo de Dios? Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia».
Así sí se celebra la Navidad: un hermoso cuadro y unas maravillosas palabras de la fe.
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–Así no
Un amigo me envía esta postal de Navidad por email. Como ya lo conozco bien, sé que, con refinada maldad, justamente para hacerme rabiar, ha compuesto un texto de felicitación totalmente secularizado, que por decencia no reproduzco, adornado por una imagen –no sé de dónde la habrá tomado– especialmente elegida para encender mi indignación. Que haya puesto en ella mi cabeza, se lo perdono. Incluso tiene su gracia. Pero que me felicite la Navidad con la imagen de tres zampabollos con cara de idiotas, que pretenden (¿lo pretenden?) sacrílegamente re-presentar a María, José y el Niño Jesús, eso ya logra indignarme: lo ha conseguido.
En veinte siglos de historia del arte religioso en la Iglesia nunca se ha representado a la Sagrada Familia, a Cristo, a los santos, deliberadamente, con cara de imbéciles. Hasta hoy. Hoy se ha conseguido en una apoteosis de pelagianismo secularista, que estima pastoralmente efectivo «acercar» lo santo a los hombres rebajando todo lo posible su asombrosa dignidad y belleza; que aborrece la excelencia y que da culto a lo feo y vulgar; y que termina conduciendo a la apostasía. Es un misterio; y por supuesto, es un misterio de iniquidad, del que no anda lejos el diablo: degradar la sacralidad de lo santo. Mundanizarla. Vulgarizarla. Rebajarla. En una palabra, negarla.
Quizá muchos de quienes producen o difunden este «arte» miserable «no saben lo que hacen». Pero el diablo sí que lo sabe. Son postales de Navidad, o lo que sea, ideales para clero y laico progres, y para monjitas modelnas. A veces buena gente, lo digo de verdad; pero con muy mala doctrina, y que andan por la Iglesia más perdidos que un perro en Misa.
Así no. Protesto.
José María Iraburu, sacerdote
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