InfoCatólica / Reforma o apostasía / Categoría: Salvación o condenación

4.03.24

(364) Santidad-7. Conversión: dolor de corazón

Rembrandt

–«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa».

–«Lávame: quedaré más blanco que la nieve… Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50). [Nota.-Por esta vez no hay discusión en este inicio; pero conste que no sienta precedente).

Examen de conciencia (fe), dolor de corazón (caridad), propósito de la enmienda (esperanza), expiación por el pecado (caridad/justicia), son los actos fundamentales que integran la virtud de la penitencia (conversión, metanoia). 

–El examen de conciencia, del que ya traté (363), realizado a la luz de la fe y con la ayuda de la gracia, nos da a conocer y a reconocer la realidad de nuestros pecados, tantas veces ignorada. Es el acto primero de la conversión, el que nos muestra con una lucidez sobrenatural, que «nos viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17), la verdad –la mentira– de nuestros pecados. Mientras una persona no conoce y reconoce sus culpas, no es posible que se duela del pecado y que procure la enmienda. No puede ni siquiera iniciar el proceso de la conversión.

Por eso uno de los principales términos griegos que en el NT expresan la conversión y la penitencia es precisamente la palabra metanoia (metanoéo, convertirse, hacer penitencia), que en primer lugar significa un primer cambio de mente: meta-nous, que hace posible en el hombre una verdadera conversión de la voluntad y de la vida personal.

Para esta transformación radical del pensamiento, tanto San Juan como San Pablo emplean simplemente el término fe: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17). Es ella la que nos permite no «conformarnos a este siglo», y nos mueve en cambio  a «transformarnos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (12,2). La fe, pues, significa participar en modo nuevo del pensamiento de Dios, verlo todo por los ojos de Cristo, asimilar los pensamientos y caminos de Dios, que se elevan tan por encima de los pensamientos y caminos de los hombres «cuanto son los cielos más altos que la tierra» (Is 55,8-9). Ella es el principio absoluto de la conversión.

En este sentido conviene señalar que la conversión es en el sentido pelagiano o semipelagiano algo que se centra casi exclusivamente en la voluntad; y que, por el contrario, en la visón bíblica y católica se vincula en modo muy principal al entendimiento. Sólo si la persona cambia, bajo la acción de la gracia, su modo de pensar, podrá cambiar su modo de querer, de actuar y de vivir: es decir, podrá convertirse.

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6.08.22

(692) Un Evangelio sin juicio final no es el de Cristo; es falso, no vale, no salva

–¿Y usted cree que hoy es posible predicar que hay una eterna salvación o condenación después de la muerte?

–Cuanto menos se predica una verdad revelada por Dios, más difícil se hace predicarla, porque si se ha silenciado mucho, es que en la práctica se ha negado mucho. Jesucristo quiere que «todo» el Evangelio se predique a todas las naciones. Falsifican gravemente el Evangelio quienes evitan sistemáticamente, por ejemplo, su dimensión soteriológica. Y casi es seguro que silencian también otras grandes verdades de la fe.

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4.07.16

(382) Elija, por favor: ¿martirio o apostasía?

Resurrección icono

–Yo, con perdón, no tengo vocación de mártir. Y el otro día le oí decir eso mismo a un sacerdote.

–Pues convendrá que vaya usted a la parroquia y pida que anoten en su acta bautismal: apóstata.

El concilio Vaticano II va y dice que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (Gaudium et spes 37b). La mayoría actual de los bautizados ni se entera siquiera de que existe esa batalla: están sordos para oír su fragor… Pues bien, en esta «lucha dramática entre la luz y las tinieblas» (ib. 13b), o elige usted estar con los hijos de la luz por el martirio, o prefiere unirse por la apostasía a los hijos de las tinieblas. No hay una tercera opción. Se lo explico a continuación y usted elija.

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20.07.15

(330) Pecado –2. su naturaleza en el AT y en el NT

 Mujer con pena

–Y ahora nos va a hablar ¡del pecado! Lo que nos faltaba…

–Lo vergonzoso es que hoy se predique tan poco del «pecado», cuando Cristo y los Apóstoles hablan de él tantas veces.

–Hay que predicar del pecado y combatirlo. Actualmente, casi se ha suprimido la misma palabra. A lo más se dice «grave desorden» y eufemismos semejantes. Sin embargo, el ángel del Señor anuncia a José que el que nacerá de María virgen «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Y Juan Bautista presenta a Jesús a su pueblo diciendo: «éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). La Sagrada Escritura, Jesucristo, los Apóstoles, la Tradición, la Liturgia, el Magisterio, los santos, hablan con frecuencia del pecado, y de Cristo como el único Salvator mundi que puede liberarnos de él. ¿Y habremos nosotros de silenciar nuestra predicación contra el pecado, dándola por superada? No lo entendía así, por ejemplo, San Juan Pablo II (cf. exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia, 2-XII-1984; catequesis sobre el pecado, VIII-XII-1986).

Las Iglesias locales configuradas más bien como las ONG filantrópicas son aquellas que combaten «las consecuencias del pecado» –hambre, enfermedades, violencias, injusticias, exilios forzados, etc.–, procurando aliviar de ellas a los hombres, en lo que realizan una inmensa obra de caridad; pero que no combaten directamente el «pecado», predicando el Evangelio y procurando con el Espíritu Santo hacer cristianos. No prolongan, pues, la misión que recibieron de Cristo, que es la misma misión que Cristo recibió del Padre.

Es decir, no cumplen su misión principal. Si no predican porque no pueden (al día siguiente los expulsan del país), ad impossibilia nemo tenetur. Pero si pudiendo hacerlo, no lo hacen –por ideología errónea–, incumplen su misión. Hoy vemos que estas Iglesias que no evangelizan, incluso en sus propios países, donde nadie les impediría hacerlo, se van reduciendo aceleradamente. Y si no se convierten, recuperando su misión apostólica, se extinguirán a corto plazo, o quedará de ellas un exiguo resto de Yavé.

* * *

El pecado en el Antiguo Testamento

–El conocimiento de Dios y el conocimiento del pecado van unidos. Se conoce qué es realmente el pecado en la medida en que se conoce de verdad a Dios. Aquellas oscuras religiones que apenas sabían de un Dios personal y que con frecuencia tampoco conocían la condición libre del hombre, consideraban el pecado como infracción de un tabú, como impureza ritual, quizá a veces como algo contraido involuntariamente, o como una quiebra social por la que los dioses debían ser aplacados. Es la luz de la revelación bíblica la que suscita en Israel un conocimiento profundo del pecado del hombre, en la medida en que va revelando el ser de Dios, su bondad, poder, belleza, misericordia, en una palabra, su santidad.

–Ya el pecado primero se muestra en Adán y Eva como desobediencia al mandato de Dios, como voluntad orgullosa de autonomía ante el Creador: ellos quieren «ser como Dios», quieren determinar en forma autónoma «el bien y el mal» (Gen 2,17-3,24). Y así caen bajo el influjo maléfico del Demonio. La naturaleza misma del pecado aparece muy claramente en este relato primitivo, y también sus terribles consecuencias: Adán y Eva, que eran amigos de Dios, ahora «se esconden» de él, avergonzados y temerosos. El hombre culpa a la mujer –desolidarizándose de ella–, y la mujer culpa al Diablo. Arrojados del paraíso, ya no tienen acceso al árbol de la vida, se ven en la aflicción y el trabajo penoso, y conocen el rostro tenebroso de la enfermedad y de la muerte. Eso es el pecado.

Más tarde, la misma historia de Israel va a ocasionar la revelación del pecado, de un pecado que la Biblia siempre contempla en el marco luminoso de la misericordia del Señor. El pueblo elegido no es un pueblo inocente y virtuoso. Aunque fue sacado de la abyecta idolatría (Jos 24,2.14; Ez 20,7.18), y constituido por Dios como «hijo primogénito» (Ex 4,22), multiplicó una y otra vez sus rebeldías contra su Salvador (Dt 9,7). La historia de Israel, siempre considerada en relación a Yavé, aunque a veces santa y gloriosa, está lastrada por una sucesión de infidelidades, ingratitudes, ofensas contra Dios…

Israel en el desierto no se fía del Señor, y cae en la infidelidad. Tras salir de Egipto, pasada la primera euforia, murmura una y otra vez contra Yavé (Ex 16,2-12; 17,7). Añora las carnes, melones, cebollas y alimentos de Egipto, se queja del maná, que no le sabe a nada (Núm 11,4-6), y llega a ser para Moisés un pueblo «insoportable» (11,14; cf. Ex 17,4).

Los pecados abren entre Yavé y su pueblo un abismo de separación (Is 59,2; Jer 2,13). En esa separación hay rebeldía, un intento miserable de sacu­dirse el yugo bendito de Yavé, y hay también mentira, falsedad y engaño. El Señor se lamenta de ello: «Rompamos sus coyundas, sacudamos su yugo» (Sal 2,3)… «¡Ay de ellos, por haberse apartado de mí!; ¡desgraciados! por rebelarse contra mí. Yo los salvaba y ellos me mentían» (Os 7,13).

El pecado de Israel es siempre una abominable ingratitud. Los judíos son «hijos desnaturalizados, que se han apartado de Yavé, que han renegado del Santo de Israel, y le han vuelto las espaldas» (Is 1,4). Más aún, el pecado es un terrible adulterio: Israel, la mujer miserable y deshonrada, la que fue purificada y adornada por Yavé, la que él tomó como esposa, se prostituye después indecentemente con el primero que pasa (Ez 16). Los judíos se hacen siervos del «espíritu de fornicación, desconocen a Yavé, traicionan a Yavé, engendrando hijos extraños» (Os 5,4.7); «han preferido la ignominia a la gloria de Yavé» (4,18). Y el Señor se lo echa en cara: «como la infiel a su marido, así has sido tú infiel a mi, Casa de Israel» (Jer 3,20).

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«Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,6)

 –En la revelación bíblica el pecado es siempre una ofensa contra Dios.Nunca en la Biblia se muestra el pecado como si sólo fuera el quebrantamiento moral de unas normas éticas anónimas. Muy al contrario, El nos dio sus mandamientos con tanto amor, «para que fuéramos felices siempre» (Dt 6,24), y nosotros, rechazando sus preceptos, le rechazamos a él miserablemente,  despreciando al Señor.

En el pecado del rey David con Betsabé, por ejemplo, es horrible el adulterio, y espantoso el homicidio del marido traicionado, Urías. Pero lo más horrible y espantoso de ese pecado es el desprecio del Señor. El profeta Natán le dice a David: «Así dice el Señor, Dios de Israel. “Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl”, etc. (ingratitud). ¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa, por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías”… David respondió a Natán: “¡He pecado contra el Señor!”» (2Sam 12,1-14). La Biblia desde el principio entiende siempre en este sentido el misterio del pecado. «Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti» (Sal 40,5).

El mismo modo que el Señor tiene de establecer sus leyes morales revela claramente cuál es la naturaleza más profunda del pecado. Y así lo entenderá siempre Israel. En la proclamación, por ejemplo, del código moral del Levítico leemos:

«Yavé habló a Moisés, diciendo: “habla a los hijos de Israel y diles: Yo soy Yavé, vuestro Dios. No haréis lo que se hace en la tierra de Egipto… Guardaréis mis leyes y mis mandamientos. El que los cumpliere vivirá por ellos. Yo, Yavé». Y tras este inicio, viene una larga enumeración de lo que es debido hacer o está prohibido; para terminar diciendo: «Yo Yavé, vuestro Dios» (Lev 18, 1-30). Un esquema idéntico se reitera en los capítulos siguientes, que terminan con iguales palabras: «Guardad todas mis leyes y mandamientos y practicadlos. Yo, Yavé» (19,1-37). «Santificaos y sed santos, porque yo soy Yavé, vuestro Dios. Yo, Yavé, que os santifica» (20,7).

En Israel el amor a Dios se identifica con el amor a sus mandamientos. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy»  (Dt 6,5-6). «Los que me aman guardan mis manamientos» (5,10; cf. 10,12-13). Esta identificación de la norma moral con el mismo Dios, de quien proceden, explica que tanto en el AT como en el NT el amor a los mandamientos de Dios y el amor a Dios mismo se identifican (Jn 14,15.21; 15,10.14).

En los Salmos, por ejemplo, en el 118, el amor a los Mandatos divinos va totalmente unido con el amor a Dios mismo. «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero; lo juro y lo cumpliré: guardaré tus justos mandamientos» (105-106).  «Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos… Tus mandatos son mi delicia; la justicia de tus preceptos es eterna, dame inteligencia y tendré vida» (137.143-144). Israel está orgulloso de tener a Yavé como Dios y orgulloso de haber recibido sus mandatos (Dt 4,7-8). Dios se identifica con sus leyes. Se identifica con su propia Voluntad.

Por otra parte, nuestro pecado, al ofender a Dios, no logra dañarle. Eso es impensable. Como Santo Tomás explica, «Dios no es ofendido por nosotros sino en cuanto [pecando] obramos contra nuestro propio bien» (Summa C. Gentes III,122). Los hombres «perjuran, mienten, matan, roban, adulteran, oprimen, homicidios sobre homicidios» (Os 4,2), y esto ofende a Dios porque daña al hombre, que es Su amado. Los mismos pecados de blasfemia o idolatría, más directamente contrarios a Dios, ofenden al Señor en cuanto destrozan al hombre mismo. Y así dice Yavé, «para irritarme hacen libaciones a dioses extranjeros. ¿Es a mí a quien irritan? ¿No es más bien para su daño?» (Jer 7,18-19).

En fin, si el pecado es apartarse de Dios, la conversión será volver al Señor, reintegrarse a su amor, a su obediencia, a la unión con él, a la fidelidad esponsal de la Alianza. El alma adúltera del pecador se dice entonces a sí misma: «Voy a volverme con mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora», y el Dios-Esposo la recibe dulcemente: «Yo seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y en compasión» (Os 2,9.21).

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El pecado en el Nuevo Testamento

–La Ley antigua no fue capaz de salvar a los judíos del pecado. «El precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Por eso ya el Antiguo Testamento anuncia un Salvador que «justificará a muchos y cargará con sus culpas» (Is 53,11). Y este Salvador es Jesucristo, que «se manifestó para destruir el pecado, y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él no peca» (1 Jn 3,5-6). El fue enviado por el Padre para «llamar a los pecadores» (Mc 2,17), «para quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29).

El pecado había hecho de nosotros «hijos rebeldes», «hijos de ira» (Ef 2,2-3), «enemigos de Dios» (Rm 5,10; 8,7), esclavos de nuestro mal corazón (1,24. 28), más aún, esclavos del Demonio (Jn 8,34; 1Jn 3,8). El pecado se había adueñado de todo hombre y de todo el hombre, mente, voluntad, sentimientos, cuerpo, palabras y obras (Rm 7,15-24). ¿Cómo pudo Dios permitir una tragedia tal?…

–Dios permitió el pecado de Adán y su descendencia «porque» había decidido salvar a los hombres por Cristo, el nuevo Adán, inicio de una humanidad sanada y liberada. Si el Señor permitió que en torno a Adán se formara una tenebrosa solidaridad en el pecado, fue porque había decidido que en torno a Cristo, segundo Adán, surgiera una luminosa solidaridad en la gracia. «Si por el pecado de uno solo [Adán] reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Por eso la Iglesia, en el pregón de la noche pascual, canta llena de gozo: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!». Feliz el hombre, pues «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

La parábola del hijo pródigo revela el doble abismo: la Miseria del hombre pecador y la Misericordia divina salvadora (Lc 15,11-32; cf. Juan Pablo II, enc. Dives in Misericordia 30-XI-1980, 5-6). El pecador es el hijo que busca realizar su vida y ser feliz lejos del Padre, como no-hijo, y que termina en la abyección más profunda, fuera de Israel, hambriento, cuidando cerdos –animal impuro para los judíos–. En este sentido, Antiguo y Nuevo Testamento coinciden plenamente al manifestar la naturaleza del pecado. Lo que trae de nuevo el Evangelio es que gracias a El la revelación de la misericordia del Padre hacia el pecador, ya manifestada con frecuencia en el A.T., se hace total e insuperable en Jesucristo, «cuando se manifestó (epefane) la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4; cf. Jn 3,16; Rm 5,8; 8,35-39; Tit 3,4). Y lo nuevo es también que el retorno a la casa del Padre se hace por Cristo: «Yo soy el Camino; nadie viene al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Yo soy la Puerta; el que entrare por mí se salvará» (10,9).

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Naturaleza del pecado

–El pecado es ofender a Dios, separarse o alejarse de él más o menos. Es buscar el bien propio al margen de Dios, contra él. Es por tanto, renegar de la condición de hijos suyos. Este misterio de horror se da en cualquier pecado. Por ejemplo, una mujer casada siente que en su situación no es feliz, no se realiza; y llega un momento en que se junta con otro hombre en adulterio, porque trata de ser feliz… alejándose de Dios. ¡Qué espanto!… La fornicación no es lo peor en esta situación de pecado; lo peor es que esa persona trata de vivir, intenta realizarse, ganar realidad, separándose de Dios: ése es el corazón mismo del pecado. Prefiere seguir la exigencia de su pasión a permanecer unida a Dios por el amor y la obediencia. ¡Qué horror, si pensamos que en Dios «vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28)! Por eso dice Santo Tomás que: «el pecado mortal implica dos cosas: separación de Dios y dedicación al bien creado; pero la separación de Dios (aversio a Deo) es el elemento formal, y la dedicación (conversio ad creaturam) es el material» (STh III,86, 4 ad 1m).

–El pecado es rechazar un don de Dios, lo que equivale a rechazarle a Él. Puesto que en Dios vivimos y somos, de él vienen a nosotros constantemente impulsos de naturaleza y de gracia: «Todo buen regalo, todo don perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Pues bien, siempre que pecamos, rechazamos en mayor o menor medida estos dones de Dios. El pecado será mortal si el don rechazado es necesario para vivir con Dios. Será, en cambio, venial si el don rechazado es conveniente, pero no estrictamente necesario para vivir en unión con Él. Volviendo al anterior ejemplo: Dios quería conceder a aquella esposa la gracia de permanecer fiel a su marido, participando de la cruz de Cristo; pero ella, entregándose al adulterio, no ha querido recibir esa gracia, ha rechazado el don de Dios, la participación maravillosa en su amor: ha rechazado al Señor, ha elegido realizar su vida marchándose de la Casa del Padre…

–El pecado es siempre un acto humano, es decir, consciente y libre: un acto que implica conocimiento suficiente de la malicia del acto (advertencia) y que exige consentimiento libre de la voluntad (deliberación); un consentimiento al menos indirecto, pues el que quiere la causa, directa o indirectamente quiere el efecto necesario y previsible. Sin plena advertencia y deliberación, no puede haber pecado mortal, aunque la materia del acto sea grave. Es evidente que quien comete algo malo sin conocimiento y sin voluntad libre, comete sólo un pecado material, inculpable, que no es pecado formal. Puede haber en cambio pecado formal in causa cuando esa ignorancia no ha sido invencible, sino debida al desinterés por conocer los pensamientos y caminos de Dios.

Hay, por otra parte, pecados positivos de comisión, o negativos por omisión de actos debidos. Hay pecados externos, y otros que son internos, que sólamente se dan en la mente y el corazón. Hay, en fin, pecado original, propio de la naturaleza humana, y personal, actualmente imputable a la persona.

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–Hoy son muchos los cristianos que ignoran lo que es el pecado. Por no conocer la sagrada Escritura y por ignorar la gran doctrina teológica y espiritual de la Iglesia, no tienen de su pecado una conciencia sana y verdadera, sino que lo viven y se arrepienten de él –cuando se arrepienten– dentro de un cuadro mental puramente moralista, horizontal, con frecuencia marcadamente pelagiano, con una referencia a Dios muy débil. Ésta es una de las causas principales de que los pecadores permanezcan en el pecado.

Los errores sobre el pecado son innumerables. Hay ignorantes o escrupulosos que estiman posible el pecado sin advertencia suficiente («sin darme cuenta, bebí demasiado y me emborraché»); o que creen posible el pecado sin deliberación voluntaria («me obligaron a beber, y por más que me resistí, me emborraché»). Pero quizá el error más común es el pecado sin referencia a Dios, es decir, el pecado entendido como una falla personal que humilla la soberbia («no supe dominarme, y bebí hasta perder la conciencia»), o como un fracaso social que hiere la vanidad («todos me vieron borracho… ¡que vergüenza, qué dolor!»). Para otros que tienen un hondo sentido estético moral, el pecado es simplemente algo feo, degradante («estuve borracho, grité a la gente, vomité, rompí cosas: fue algo horrible»). De estos modos tan falsos de entender-sentir los propios pecados no puede surgir un arrepentimiento verdadero.

El pecado, sin duda, es falla personal, fracaso social y algo muy feo y vergonzoso, aunque no siempre el pecador lo capte así. Eso está claro. Pero cuando así es entendido, puede producir gran dolor y también lágrimas –que serán, por cierto, muy amargas–. Sin embargo, el pecado es algo mucho más grave que todo eso: es ofensa contra Dios, separación o alejamiento de Él, rechazo de sus dones. Sólo si el pecador, ayudado por la gracia, entiende así su pecado, podrá llegar, con el auxilio de la gracia, al verdadero arrepentimiento, aquel que, con la gracia del Salvador, transforma realmente al hombre, dándole un corazón nuevo. Así es como el pecador recibe de Dios un perdón que renueva verdaderamente su espíritu, y que no es una mera declaración externa y luterana de justicia, ni tampoco un pseudo-perdón de Dios pseudo-misericordioso a un pecador pseudo-arrepentido.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

27.10.14

(289) Sínodo-2014. No habla del cielo, del purgatorio y del infierno

Fra Angelico

–¿Y usted cree que es posible decir hoy a los hombres que hay una vida eterna de salvación o condenación?

–Cristo predicó ese Evangelio, y quiere que lo sigamos predicando. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

–Ya conocen los lectores de InfoCatólica las críticas que hemos hecho o recogido de otros medios sobre algunos puntos del Sínodo-2014. Téngase en cuenta, de todos modos, que los trabajos preparatorios, sinodales o conciliares, aunque contengan grandes y preciosas verdades, siempre tienen algunas deficiencias y errores, que a veces, lamentablemente, logran un especial relieve en la síntesis oficial que se ofrece de esos trabajos (Relatio) y más aún en los medios de comunicación mundanos. También otros portales católicos han ejercitado esa función crítica, tan necesaria para el perfeccionamiento de un documento final de la Iglesia, que ha de ser sancionado por el Papa.

Han señalado, por ejemplo, que «el Sínodo pareció olvidarse del pecado» (Raymond J. de Souza, Once formas en las que el sínodo ha fallado a la visión del Papa Francisco). Se han preguntado también «por qué [en el Sínodo] no se ha dedicado ni una sola palabra a la “belleza de la castidad”» (Enrico Cattaneo, ¿La castidad ya no es una virtud? Reflexiones sobre el Sínodo)  –aunque sí se le ha dedicado «una sola palabra» en la Relatio final 39–.

–También es necesario señalar el olvido del Sínodo en relación a cielo, purgatorio o infierno. Pero he de reconocer previamente que esta eliminación práctica de la soteriología no es una grave deficiencia propia del Sínodo, sino de gran parte de las Iglesias locales del Occidente rico, progresivamente descristianizadas desde hace un siglo. Pues bien, aunque la Relatio final del Sínodo describe los graves males presentes que afectan al matrimonio y a la familia (nn. 5-10), no acentúa sin embargo suficientemente que el origen de esos males tan grandes está en el pecado de los hombres. Pero sobre todo no alude en ningún momento a las consecuencias que la conducta consciente y libre de los hombres en este mundo va a tener en la vida eterna –cielo, purgatorio, infierno–. Por eso, aunque ya traté del tema hace cinco años en este mismo blog –Salvación o condenación, I-II–, vuelvo a tratarlo ahora.     

* * *

–Los hombres somos pecadores. –Necesitamos ser salvados de una condenación eterna. –Y Dios nos ha dado a Jesús como Salvador. Somos pecadores de nacimiento: «pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). Y por eso, en la plenitud de los tiempos, el Padre nos envía a su Hijo eterno, que ha de llamarse «Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Los ángeles anuncian el nacimiento de «el Salvador» (Lc 2,11); el Bautista lo presenta a Israel como «el que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29; y el mismo Jesús se dice enviado para «llamar a conversión a los pecadores» (Lc 5,32). Es significativo que las primeras palabras de predicación que los Evangelios ponen en labios del Bautista y de Jesús son las mismas, una llamada a la conversión: «convertíos, porque el reino de Dios está cerca» (cf. Mc 1,4; 1,15; Mt 3,2). Y termina el Señor su misión salvadora ofreciendo su vida en el sacrificio de la cruz «para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Finalmente, ascendido al Padre, hace nacer la Iglesia como «sacramento universal de salvación» (Vaticano II, LG 48, AG 1). Por tanto, una homilía, una catequesis, una Relatio sinodal, que apenas hable del pecado, de la necesidad de la conversión, posible en Cristo, aunque diga verdades muy importantes, si no alude a las posibles consecuencias eternas del pecado, es poco evangélica.

1. El pecado –2. sus consecuencias temporales –3. y sus consecuencias eternas infernales, si el pecador muere sin convertirse a Dios, son tres cosas distintas. Jesucristo se hizo hombre principalmente para 1. «quitar el pecado del mundo», la rebeldía contra Dios, el orgullo («seremos como dioses»), la esclavitud del hombre respecto al demonio, el mundo y la carne: «es el pecado que mora en mí… pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,14- 25). Quitando Cristo el pecado del mundo en quienes viven de su gracia, 2. disminuye o elimina las consecuencias temporales del pecado: la vacía y horrible vida «sin Cristo, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12), las grandes desgracias causadas por la mentira, la lujuria, la avidez de riquezas, los divorcios, los adulterios, los abortos, la desesperación, la soberbia prepotente, el egoísmo del desamor, las injusticias sociales, el hambre y la miseria… Y dándonos por su gracia vivir según el Espíritu de Dios, 3. nos libra de la condenación eterna y nos gana el cielo para siempre. Ésa misma es la misión de la Iglesia, pues Ella es en el mundo la presencia de Cristo a lo largo de los siglos, hasta que Él vuelva. Pues bien, como arriba he dicho, el Sínodo-2014 apenas habla del 1. pecado en cuanto tal; trata de sus 2. consecuencias temporales, y nada dice de sus posibles 3.consecuencias eternas.

* * *

–Jesús siempre que predica habla de salvación o condenación. «Si no os convertís, todos pereceréis igualmente» (Lc 1,3). No debemos, pues, silenciar su palabra, avergonzándonos de ella o pensando que hoy no es conveniente transmitirla a los hombres. Jesús, siempre que predica, llama a la conversión y a la salvación precisamente porque su Evangelio es «la epifanía del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4).

En el artículo mío ya indicado (08) cito más de cincuenta textos del Evangelio, explícitos y distintos –algunos de ellos repetidos por varios de los evangelistas–, en los que Cristo anuncia salvación o condenación. Eso significa que nuestro Salvador, prácticamente, daba a su predicación un fondo soteriológico permanente. Por tanto, éste era y éste es el auténtico Evangelio de la misericordia divina.

Se falsifica, pues, en gran medida el Evangelio cuando se silencia sistemáticamente su esencial dimensión soteriológica. Se desfigura el cristianismo cuando se tratan las realidades del mundo presente considerando sólo o principalmente sus valores y deficiencias en la vida presente; pero sin hacer referencia alguna a la salvación eterna como destino final, que Cristo quiere darnos, salvándonos de una condenación definitiva. De hecho, aquellas Iglesias locales donde se elimina totalmente la soteriología, tienden a extinguirse o a reducirse a un Resto mínimo. Al perderse el temor de Dios, se pierde en seguida el amor a Dios, y se acaba la vida cristiana. 

Jesús, para salvar a los hombres, por el gran amor que les tiene, les predica ante todo el amor a Dios y al prójimo; pero también les habla del cielo y del infierno. Sabe Jesús que, por predicar así, va a sufrir rechazo y muerte en la Cruz. Pero sabe también que, silenciando esa verdad, los hombres persis­tirán en sus pecados, no gozarán de la felicidad temporal posible en este mundo, y se perderán para siempre en la vida eterna.

–Eliminada prácticamente en tantas Iglesia locales la predicación soteriológica, todo se degrada en el pueblo cristiano. La gran mayoría de los bautizados abandona la Misa dominical, la clave del encuentro con el Salvador en esta vida, se mundaniza en sus pensamientos y costumbres, hace suya la vida de los paganos, da culto al cuerpo y a las riquezas, se endurece su corazón hacia los pobres, se acaban las vocaciones sacerdotales y religiosas, se detiene el impulso apostólico y misionero, entra en el matrimonio la peste del divorcio, del adulterio, de la anticoncepción, que disocia habitualmente amor y procreación; la guerra, la injusticia, la droga, la corrupción de los poderosos, invade el mundo cristiano, llevándolo a la apostasía práctica, o incluso teórica; y al abandonarse la fe, se pierde el uso de la razón, y la cultura cae en una degradación profunda. Pero todo estos males, que son tan grandes en la vida presente, apenas son nada comparados con una condenación eterna. Por eso Jesús en su predicación advierte tantas veces que en esta vida temporal los hombres se están mereciendo una vida eterna de felicidad o de condenación.

Es preciso reconocer que niega el Evangelio aquel sacerdote que destina al cielo en los funerales a todos los difuntos: «nuestro hermano goza ya de Dios en el cielo». Niega, concretamente, la existencia del purgatorio, que es una verdad de fe (Catecismo 1031). Y consigue de paso que los pecadores no se conviertan, sino que perseveren en su pecado hasta la muerte. La salvación, según él, es universal, necesaria y automática, porque Dios es infinitamente misericordioso. Por tanto, aunque sea conveniente, no es necesaria la conversión de una vida de pecado. «Nuestro hermano [haya sido como fuera su vida en este mundo] goza ya de Dios en el cielo»… En tantas parroquias… Qué miseria.

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–Los Apóstoles predican el mismo Evangelio de Cristo, prolongan la misma predicación del Maestro, en fondo y forma, sin desfigurarla ni modificarla en nada. Ellos creen en el pecado original, y ven a la humanidad como un pueblo inmenso de pecadores: «todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios» (Rm 3,23). Todos necesitan la salvación de Cristo, una salvación obtenida por gracia, ganada por la sangre del Salvador. Ningún hombre sin la gracia de Cristo, puede salvarse a sí mismo. Todo el que se salva, dentro de las fronteras sociales visibles de la Iglesia o fuera de ellas (esto se ha sabido siempre: Hch 10,34-35), se salva por la gracia del único «Salvador del mundo» (1Jn 4,14).

Y Jesús salva por el don de su gracia: enseñando la verdad, mandando cumplirla, y asistiendo con su auxilio divino para poder vivirla. Él manda, por ejemplo, en referencia al matrimonio que «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mt 19,6). Y dice: «si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15); y «si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (15,10); por eso «vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (15,14). Por tanto, en la relación que tenemos con nuestro Salvador y Señor, amor y obediencia son inseparables. Si un cristiano, por ejemplo, desobedece a Jesús, el Hijo de Dios nacido de María para salvarnos, si se divorcia, separando lo que Dios ha unido, si incurre además en adulterio, y en él permanece, no puede unirse al Señor en la comunión eucarística. 

San Pablo: «Todos admitimos que Dios condena con derecho a los que obran mal… Tú, con la dureza de tu corazón impenitente te estás almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revelará el justo juicio de Dios pagando a cada uno según sus obras. A los que han perseverado en hacer el bien, porque buscaban contemplar su gloria y superar la muerte, les dará vida eterna; a los porfiados que se rebelan contra la verdad y se rinden a la injusticia, les dará un castigo implacable» (Rm 2,2.4-8).

Ésta es la predicación de la Iglesia en toda su historia, mantenida siempre viva en sus Padres y Concilios, lo mismo que en sus santos y doctores: Crisóstomo, Agustín, Bernardo, Francisco, Domingo, Ignacio, Javier, Montfort, Claret, Cura de Ars, Padre Pío (Catecismo 1020-1060). Es el Evangelio que, llevando a los hombres al conocimiento y al amor del Salvador, les da la conversión, un corazón y un alma nueva, por la que pasan del pecado a la gracia, de la muerte a la vida.

San Pablo: «Vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo al espíritu de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, bajo el espíritu (diablo) que actúa en los hijos rebeldes… siguiendo los deseos de nuestra carne, cumpliendo su voluntad y sus depravados deseos, siendo por nuestra conducta hijos de ira, como los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dió vida por Cristo: por gracia habéis sido salvados» (Ef 2,1-5). Mundo, demonio y carne. El Salvador nos salva de las tres cautividades, que son una sola.

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Unas cuantas preguntas, llegados a esto punto. ¿Consigue hoy la Iglesia que los hombres se enteren de que en la vida presente se están ganando una vida eterna de felicidad o de condenación? ¿Es posible omitir sistemáticamente en la predicación, en la catequesis, en la teología, toda alusión a la dimensión soteriológica del cristianismo sin falsificar profundamente el Evangelio y sin privarlo de su fuerza transformadora de hombres y sociedades? ¿Esa omisión tan grave es hoy frecuente en no pocos ámbitos de la Iglesia? Y en caso afirmativo: ¿puede haber otras causas que expliquen mejor la fuerte tendencia de algunas Iglesias locales hacia su extinción?… El diagnóstico verdadero es muy simple. Si el Evangelio es falsificado cuando se silencia sistemáticamente el tema salvación o condenación, eso significa que hoy el Evangelio se predica muy poco.

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–Los pecadores están en un error mortal: piensan que pueden hacer de su vida lo que les dé la gana, sin que pase nada, es decir, sin sufrir castigos ni en ésta ni en la otra vida. Cuando el diablo tienta a Adán y Eva a comer del fruto prohibido por Dios, les asegura: «no, no moriréis» por desobedecer a Dios, no os pasará nada malo; es más, saldréis ganando: «seréis como dioses», y vosotros mismos decidiréis «el bien y el mal» (Gén 3,4-5). Los pecadores, bajo este influjo diabólico, con una ceguera espiritual insolente, llena de soberbia, creen, pues, que impunemente pueden gobernarse por sí mismos, sin sujeción alguna al Señor Creador. Piensan que, teniendo en cuenta todas las circunstancias, hacer su propia voluntad es mejor que realizar la voluntad de Dios. Trae más cuenta.

Estiman que pueden legalizar el aborto, declarando que es un «derecho»; reconocen como matrimonios las uniones de homosexuales; declaran lícito o ilícito esto y lo otro según lo que les venga en gana, sin sujetarse a la ley de Cristo ni a la ley de la naturaleza. Creen igualmente que pueden autorizarse a vivir en el lujo, matando a otros hombres que, sin su ayuda, mueren de hambre y enfermedad. Piensan que en esta vida es perfectamente lícito no dedicarse a hacer el bien, sino a pasarlo bien. No temen, en fin, que su conducta les acarree penalidades tremendas en este mundo y eternas en el otro.

Ignoran que la maldad del hombre pecador es diabólica, en su origen y en su persistencia: es una cautividad del Maligno. Y no saben que «la maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22). Por eso, porque el Padre de la Mentira les mantiene  engañados, por eso siguen pecando. Tranquilamente.

Les dice Cristo: «vosotros sois de vuestro Padre, el diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro Padre. Éste es homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y Padre de la Mentira. Pero a mí, porque os digo la verdad, no me creéis» (Jn 8,44).

Piensan los pecadores –o sienten, al menos– que, una de dos, o no hay otra vida tras la muerte, o si la hay, ha de ser necesariamente feliz y no desgraciada. Se niegan a creer que sus obras del tiempo presente –tan pequeñas, condicionadas, efímeras, aunque sean innumerables– puedan tener una repercusión eterna de premio o de castigo. Nadie sabe nada cierto –ni filosofías ni religiones– sobre lo que pueda haber después de la muerte. En el caso de que haya una pervivencia, los pecadores aceptan sin dificultad la fe en un cielo posible. Pero se niegan en absoluto a creer en el infierno, pues ello les obligaría a cambiar totalmente su vida: su modo de pensar y su modo de obrar.

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–Jesucristo salva a los hombres diciéndoles la verdad por el Evangelio. –Si el diablo, por la mentira, introduce a los pecadores por la «puerta ancha y el camino espacioso» que lleva a una perdición temporal y eterna (Mt 7,13), –es el Salvador, predicando la verdad en el Evangelio, el único camino que puede llevarles a la vida verdadera y a la salvación eterna. Por eso, Dios misericordioso, compadecido de la suerte temporal y eterna de la humanidad, envía como Salvador a su Hijo: «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). Él ha venido al mundo «para dar testimonio de la verdad» (18,37), sabiendo que solo ella puede hacernos libres (8,32), libres del Diablo, del mundo y de nosotros mismos. Él es «el Salvador del mundo» (1Jn 4,14): del matrimonio, de la sociedad, de todas las realidades humanas temporales.

–Predica Jesús una verdad que para los hombres será vida, y para Él muerte. Es el amor a los hombres lo que mueve a Cristo a decirles que no sigan pecando, porque ese camino les lleva derechamente a su perdición temporal y eterna. Él ha venido a buscar a los pecadores (Lc 5,32), Él se ha hecho hombre para salvar a sus hermanos de los terribles males que los aplastan en esta vida y los amenazan después en la vida eterna. Por eso les habla «con frecuencia» del infierno, como dice el Catecismo de la Iglesia (n.1034).

Cristo es rechazado hoy, como hace veinte siglos, porque amenaza con el infierno a los pecadores, llamándolos a conversión. Si Cristo en vez de mandatos salvíficos hubiera dado únicamente consejos; si  hubiera desdramatizado la oferta de su Evangelio, presentándolo como una orientación solamente «positiva» –amor de Dios y a los hombres, justicia, solidaridad y paz, vida digna y noble–; en fin, si hubiera silenciado cautelosamente toda alusión trágica a las consecuencias infinitamente graves que necesariamente vendrán del rechazo de la Verdad, los hombres lo habrían recibido, o al menos lo hubieran dejado a un lado, pero no se hubieran obstinado en matarlo, como lo hicieron entonces y lo siguen haciendo ahora.

Rechaza a Cristo Salvador el hombre que afirma no necesita ser salvado. El hombre pecador quiere man­tenerse firme en su convicción de que puede hacer de su vida lo que le dé la gana, sin tener que responder ante Nadie. O al menos sin que por eso pase nada catastrófico. No necesita ser salvado de nada. No necesita un Salvador, que introduzca en la humanidad la gracia, una fuerza divina, nueva, sobrehumana, celestial, que le haga posible cambiar completamente su mente, su corazón y su vida.

A Cristo lo matan por avisar del peligro del infierno con insistencia. No entienden los pecadores que el Evangelio de Cristo es siempre una «epifanía del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), tanto cuando les declara el amor inmenso que Dios les tiene, y les manda amar a Dios con todas las fuerzas del alma, o como cuando les ordena temer «a quien tiene poder para destruir alma y cuerpo en la gehena» (Mt 10,28).

Los predicadores del Evangelio, que temen el rechazo de los hombres y buscan su aprecio, eliminan cuidadosamente la soteriología en su predicación, son infieles a su misión de predicarlo íntegro, y colaboran así a la perdición de los hombres y de las naciones. No piensan como el Apóstol, «ay de mí, si no evangelizara» (1Cor 9,16).

–La existencia y la posibilidad del infierno ha sido afirmada por el Magisterio apostólico en repetidas ocasiones, también recien­temente en el concilio Vaticano II (LG 48d). Y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992 y 1997), recogiendo las enseñanzas bíblicas y magisteriales, no se avergüenza de la palabra de Cristo, y dice así:

«Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bien­aventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» (n.1033). «Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48), reservado a los que hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10,28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles, que recogerán a todos los autores de iniquidad… y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13,41-42), y que pronunciará la condenación: “¡alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!”» (Mt 25,41) (n.1034).

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Reforma o apostasía. No nos engañemos. Sin declarar la posibilidad de una salvación o de una condenación eternas, es absolutamente imposible evangelizar a los hombres, que seguirán pecando sin temor a nada. Y concretamente, el mejoramiento de los matrimonios y familias, sin revelar a los hombres esa verdad, es absolutamente imposible. No hay palabras, no hay acompañamientos, acogidas y reconocimientos, que puedan salvarlos de los grandes males que sufren hoy. Si se diera a los hombres de nuestro tiempo un Evangelio despojado de su genuina dimensión soteriológica, se les predicaría un Evangelio sin poder de salvación, por no ser el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Se les privaría de la verdad que puede salvarlos del engaño y de la cautividad del Padre de la Mentira (Jn 8,45). Y la Iglesia dejaría de ser «sacramento universal de salvación», para transformarse en una gran Obra universal de beneficencia.

José María Iraburu, sacerdote

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