Hoy cualquiera puede ser agredido. No hace falta ejercer una profesión de especial riesgo. Basta con ir por la calle. Pero las agresiones, todas muy graves en sí mismas, se vuelven aún más odiosas si se perpetran contra niños o personas ya mayores.
Y los sacerdotes, muchos de ellos ya bastante mayores, son un objetivo fácil. Lo son porque, cualquier sacerdote, en principio, se siente inclinado a pensar bien de la persona que se dirige a él para pedirle alguna ayuda y, porque, además, se siente – el sacerdote – impulsado a ayudar; al menos, a hacer lo posible por ayudar.
En agosto supe de la agresión – sin mayores consecuencias, más allá del mal trago – a un párroco de Vigo. Ayer supe de otra – más violenta y con secuelas graves - a otro párroco: El sacerdote está en el hospital, con un coma inducido, tras haber sido intervenido por un derrame cerebral provocado, todo parece indicarlo, por los golpes recibidos por quienes atentaron contra él.
Esta segunda víctima regenta una parroquia lindante con la mía. En Galicia, los asaltos a las parroquias rurales son continuos. Destrozan para robar. Roban muy poco – porque poco hay – pero destrozan mucho. En ocasiones, además de los destrozos, ha habido daños personales muy serios, hasta muertes; pero ha sido en pocos casos.
En las ciudades, no estábamos muy acostumbrados a agresiones personales. A robos, de mayor o menor cuantía, sí. Es muy difícil que, si uno es párroco en una ciudad, pase un año sin tener que llamar, sea por lo que sea, a la policía.
Pero que lleguen a pegarle al párroco hasta el punto de ocasionarle un derrame cerebral, eso ya va más allá de lo soportable. Ya sé que estas cosas le pasan a mucha gente. También a los párrocos.
Obviamente, debemos esperar, todos, protección de las autoridades civiles y de las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado. Pero, quizá, también hemos de pensar, desde la Iglesia, desde la comunidad de fieles, cómo evitar estas cosas. En la medida en que puedan ser evitadas.
Yo no sé si, en general, guardamos el equilibrio entre fe y razón; o entre razón y voluntad. Yo no sé si, en general, estamos preparados para aceptar lo que hay, lo que se da en la realidad.
La Iglesia, los que la dirigen, creo, debe pararse a pensar un poco más. Un sacerdote de más de, pongamos, 75 años, no ha de enfrentarse a la responsabilidad, y al riesgo, de regentar una parroquia.
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