Miércoles de Ceniza: "Ahora, convertíos a mí de todo corazón"
El adverbio “ahora” modifica, en el sentido de hacerla más urgente, la llamada a la conversión: “Ahora – oráculo del Señor - , convertíos a mí de todo corazón” (cf Jl 2,12-18), “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (cf 2 Cor 5,20-6,2). El cambio profundo de la vida, tan hondo que atañe al corazón, no es un programa que se pueda posponer de modo indefinido, sino que ha de emprenderse en el momento actual, “ahora”.
El teólogo Romano Guardini definió la adoración – el reconocimiento de la soberanía de Dios, de su grandeza, de su gloria – como “la obediencia del ser”. En el hombre, esta obediencia de lo creado puede convertirse en un auténtico cumplimiento de la voluntad divina, siguiendo el modelo de Jesús, “hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,8). La adoración es obediencia y la obediencia no se detiene ante la muerte. La obediencia tiene la forma de Cristo, la forma de la cruz.
La Cuaresma nos exhorta a vivir el ahora. Nos impulsa a no buscar excusas que eviten reconocer a Dios como Señor. Nos empuja, suavemente, a morir para poder vivir de verdad. Nos invita, en suma, a adecuarnos a lo que Dios, desde el principio, ha querido que fuésemos: imagen y semejanza suya.
En cierto modo, la Cuaresma es, como la obediencia, un camino, un itinerario, que conduce a la realidad de nosotros mismos. Y esta efectividad se encuentra no en los mundos de la fantasía, sino en la concreta existencia de Jesús, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios hecho hombre. La peregrinación hacia Dios, el sendero que conduce a Él - la fuente de la misericordia - , es una tierra conocida. Recorrer esa vía es seguir a Jesucristo. Caminar con Él y ser sostenidos por Él en el camino, en el Via Crucis.


María y José llevaron a Jerusalén a Jesús “para presentarlo al Señor” (Lc 2,22). Jesús es el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad inaugurando así un culto nuevo: el culto espiritual, la ofrenda al Padre de la propia existencia.
Ya hace años había leído con gran interés la novela “Las ideas puras” (Barcelona 2000), finalista del premio Herralde y primera obra ampliamente conocida, y muy alabada, de Pablo d’Ors, un sacerdote y novelista que, en ese libro, abordaba la relación entre pensamiento y vida o, para ser más exactos, entre pensamiento, literatura y vida.Pablo d’Ors es un sacerdote de mi generación – él nació en 1963, tres años antes que yo – y, quizá por esa coetaneidad, me resultó simpático. Era sacerdote, escritor de éxito. Compartíamos sacerdocio y edad. Él se diferenciaba de mí por su talento literario, uno de los dones, quizá el que más, que me ha fascinado siempre, pero que no se me ha otorgado en una medida ni remotamente comparable a la suya. Incluso recuerdo haber asistido, hace años –no mil, pero casi – a una conferencia pronunciada por él en el Club Faro de Vigo. Muy bien pronunciada. Pero, pese a mis límites, no soy nada envidioso, y en esto coincido con d’Ors, estoy dispuesto a alabar en los otros las cualidades que más admiro: la inteligencia, la capacidad de escribir bien, la bondad, la sensibilidad ante la belleza y muchas otras.
Quizá uno de los pasajes más duros del Nuevo Testamento sea Marcos 3,22-30. Jesús es muy claro con los escribas que lo acusaban injusta y absurdamente: “En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”.












