No hay que hacer las cosas simplemente de otro modo, hay que hacerlas mejor
Estamos asistiendo a una transformación del mundo. Los ideales de las democracias occidentales parece que ya no convencen a todos. Y no escasean los motivos para el descontento: las desigualdades sociales, que perviven, y una cada vez mayor invasión ideológica que tiende a erigir lo “políticamente correcto” en norma absoluta, que no admite la disidencia.
Ya casi, o sin “casi”, es delito discrepar de la opinión de que el Estado financie, con nuestros impuestos, el aborto; de que se equiparen, a todos los efectos, las uniones homosexuales a lo que, hasta ahora, era el matrimonio; de que se haga normativa la llamada “ideología de género”, etc. La democracia puede llegar a ser muy “totalitaria”, puede llegar a ocupar todos los espacios y a no dejar ninguna posibilidad para la discrepancia y la objeción de conciencia.
La iniciativa de algunos ayuntamientos de borrar de la lista de las calles de la ciudad aquellas que lleven como nombre el de un santo, o el de alguien o algo vinculado a la fe católica, es una muestra más de este afán totalitario. Los políticos no son los dueños de la sociedad, ni de sus recursos económicos, ni son, tampoco, quienes han de decidir sobre fe o ateísmo, sobre inmanencia o trascendencia. Los políticos están para escuchar a la sociedad y para servirla, no para imponer a una parte de ella lo que ellos creen que representa a otra parte.
La fe católica no es respetada si simplemente se tolera la profesión privada y se obstaculiza su manifestación pública. Porque los ciudadanos que somos católicos tenemos el derecho a ser respetados, no como el resultado de una concesión graciosa, sino como un derecho humano. Y no solo a ser respetados en el ámbito privado, sino también, y para eso está la autoridad, en el ámbito y espacio público.