7.03.18

El arzobispito laico

El arzobispo es un obispo que está al frente de una iglesia metropolitana - que es la capital de una provincia eclesiástica, que cuenta, por ello, con diócesis y obispos sufragáneos - . Por tanto, al arzobispo le corresponde una cierta primacía, al menos de modo honorífico – aunque no solo - .

Hoy veo que, como le complacía hacer a algunos emperadores de Bizancio, un líder político ha descubierto su vocación arzobispal, aunque se trate de un ejercicio laico del arzobispado. El líder político en cuestión no ha podido evitar esa irresistible tendencia metropolitana laica a guiar a los sufragáneos – ellos les llaman “barones” - , a recordarles la verdadera doctrina, a señalarles los límites entre lo permitido y lo prohibido.

Lo llevan en la sangre, o en el cargo. O se lo pide el cuerpo. No se frenan, estos arzobispos laicos, ni ante la aconfesionalidad del Estado, que ellos preconizan, llenos de razón, que ha de convertirse en un nacional-laicismo. Envidian a los arzobispos y envidian a Franco.

Y no pueden vivir sin unos ni sin el otro: Sin una jerarquía de la Iglesia a la que confieren unos poderes que esta no detenta y sin la memoria de aquel que se titulaba “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Ellos quieren ser, estos líderes, ambas cosas: arzobispos y caudillos, si no por la gracia de Dios, al menos por la gracia del Parlamento – que se ha convertido, ya cansado de ser solo un Parlamento, en un nuevo dios, que ya no quiere ser solo el César, sino que quiere ser también Dios, la conciencia humana y hasta la suprema norma moral-.

Dice nuestro arzobispito, ejercitando su magisterio laico, que criticar la ideología de género es atacar a las mujeres. Esta reducción es absurda. La defensa de los derechos humanos, que obviamente son los derechos de los hombres y de las mujeres, es perfectamente compatible con la crítica a las exageraciones de la llamada “ideología de género”.

Dice también el arzobispito, ejercitando su magisterio laico, civilizado, moderno, secularizado, humanista, renacentista, ilustrado, democrático, leído y demás letanía – menos mal que no añade a su curriculum la humildad – que “la ética es privada”. Hombre, sorprende que quien pretende, desde el Parlamento, legislar sobre todos y sobre todo – sexo, vida, muerte, creencias, impuestos, matrimonio… - argumente que la “ética es privada”. La ética no es privada, es lo más público que hay.

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2.03.18

"Placuit Deo" y la centralidad de la Encarnación

Hace pocos días, caminando por las calles de mi ciudad, me llamó la atención un cartel que anunciaba un ciclo de conferencias públicas – casi como si se tratase de unas “conferencias cuaresmales”, que de cuaresmales no parecían tener nada – con el sugestivo título de “Los tres mundos que vivimos. Psicología del Autoconocimiento”.

Con más detalle, se enunciaba la temática de cada una de las tres charlas: El mundo de las formas, el mundo del fondo, el mundo del trasfondo… Poco después, otro anuncio en otra calle: “Acupuntura, Reflexología, Reiki” y un número de teléfono al que llamar para beneficiarse de esas supuestas terapias.

Evoco este recuerdo al leer la carta “Placuit Deo” de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana. Un documento magisterial, aprobado explícitamente por el Papa, que tiene como objetivo “resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y con particular referencia a la enseñanza del papa Francisco, algunos aspectos de la salvación cristiana que hoy pueden ser difíciles de comprender debido a las recientes transformaciones culturales”.

El Cristianismo nunca ha sido entendido por todos. Ni siquiera cuando fue explicado de modo inmejorable por Jesucristo. Muchos se asombraban de su enseñanza, porque hablaba con autoridad. No obstante, también muchos desconfiaban de él y trataban de acallarlo. Hasta el punto de condenarlo a la muerte de Cruz.

Los hombres, y las culturas en tanto que creaciones humanas, son realidades ambiguas, capaces de lo mejor y de lo peor. El Cristianismo toma en serio esta ambigüedad, típica del hombre marcado por el pecado, aunque no completamente corrompido por el mismo, ya que el poder de Dios es más fuerte que el poder del pecado. Por eso el proceso de inculturación de la fe – que tiene como finalidad hacer próximo a cada cultura el mensaje del Evangelio – ha de ir acompañado de un proceso correlativo de evangelización de las culturas, sanando lo menos conforme con la dignidad humana y promoviendo aquello que realmente merezca ser destacado.

El cardenal Newman parafraseaba a Lutero diciendo que la doctrina de la Encarnación – no la de la justificación, en la peculiar visión del monje alemán -  era el “articulus stantis aut cadentis Ecclesiae”, el artículo del que depende que la Iglesia se sostenga o caiga. Newman tenía, como casi siempre, razón. El Cristianismo es la religión de la Encarnación, del Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho hombre. En la Encarnación, Dios y el hombre se unen de un modo absolutamente imprevisible. Y esta unión – que es hipostática, ya que la naturaleza humana de Cristo está unida a la naturaleza divina en la Persona divina del Hijo de Dios – hace justicia a Dios y no humilla al hombre. Ni en Cristo ni en nosotros.

La carta “Placuit Deo”, que toma las palabras de su título del número 2 de la constitución sobre la divina revelación del concilio Vaticano II, “Dei Verbum”, es una reflexión sobre la Encarnación en la que la doctrina sobre Cristo, la Cristología, y la doctrina sobre la salvación, la Soteriología, son contempladas en su relación mutua.

La cultura actual nos empuja, quizá, al individualismo y a una comprensión de la interioridad personal despojada de los lazos que nos unen a los demás, al mundo y a Dios. El Cristianismo, religión de la Encarnación, afirma que el hombre no es una mónada aislada. Es un ser en relación y es un ser que depende de vínculos constitutivos: Con Dios, en primer lugar, pero también con los demás y con el mundo.

Dependemos, sobre todo, de Dios y también de los otros. No nos hemos dado la vida a nosotros mismos ni podemos salvarnos con nuestras solas fuerzas. Ni la salvación, el bien definitivo del hombre, es algo puramente interior – una vez liberado de la forma, del fondo y hasta del trasfondo - .

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23.02.18

Miscelánea en honor de Mons. Julián Barrio Barrio

Instituto Teológico Compostelano, “Sembrar en surcos de esperanza”. Miscelánea en honor de Mons. Julián Barrio Barrio, Santiago de Compostela 2018, ISBN 978-84-944163-8-5, 555 páginas.

El Instituto Teológico Compostelano, que dirige D. Segundo Pérez López y que tiene, como Secretario del Centro, a D. Francisco Javier Buide del Real, se ha implicado a fondo en la celebración del vigésimo quinto aniversario de la ordenación episcopal de D. Julián Barrio Barrio, arzobispo de Santiago de Compostela.

D. Julián fue ordenado obispo el día 7 de febrero de 1993. En un primer momento, para ser obispo auxiliar del arzobispo Rouco Varela. Luego, en 1996, fue nombrado arzobispo de esa archidiócesis, tomando posesión de la misma el 25 de febrero.

D. Julián Barrio es nada menos que Arzobispo de Santiago de Compostela. Esa ciudad, Santiago de Compostela, está en el mapa del mundo y en el cómputo de la historia gracias a alguien tan significativo como un Apóstol, un compañero de Jesús, un testigo autorizado de su Resurrección.

Cuando hablamos de Santiago, y cuando hablamos de Jesús, no estamos elaborando un relato mítico, sin día ni hora, sin lugar ni espacio. Nos estamos refiriendo a alguien real, que padeció “bajo el poder de Poncio Pilato”. Nos estamos refiriendo a Jesús, y, de paso, a Santiago.

El Instituto Teológico Compostelano, en su “Collectanea Scientifica Compostellana” (40), ha querido titular la “Miscelánea en honor de Mons. Julián Barrio Barrio” del siguiente modo: “Sembrar en surcos de esperanza”.

Yo creo que eso es lo que ha hecho Mons. Barrio: Sembrar sin cansarse en los surcos del Camino de Santiago; en los surcos de su Archidiócesis; en los surcos de la Iglesia, en los surcos de Galicia y de la Iglesia universal. En los surcos de la fe y de la caridad, porque, esos, a fin de cuentas, son también los de la esperanza.

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15.02.18

En el contexto de la miseria moral: La blasfemia y la gentuza

En el mundo hay un tanto por ciento no pequeño de gentuza, de gente que tiene actitudes y comportamientos despreciables. Hay sujetos que, en su indigencia intelectual y moral, están dispuestos a justificar casi cualquier cosa. Les basta con apelar al “contexto subversivo”, cuando el único contexto en el que se mueven es el de la cobardía y el de la falta de respeto a los demás.

A justificar cualquier cosa, tampoco; deberíamos decir más bien que son propensos a justificar cualquier cosa que les salga gratis. Y es sabido que blasfemar contra lo más sagrado sale gratis. Al menos en el contexto cristiano. Que, en esto, la gentuza es selectiva y no arriesga nada, no vaya a ser que alguien – no cristiano – la ponga en su sitio.

Pretender que en el “contexto subversivo” del carnaval cabe insultar a la Virgen y hacer mofa, de un modo soez, de un apóstol es tan absurdo como justificar que, en el “contexto subversivo” que le parezca a cada cual, uno podría hacer lo que le viniese en gana, incluso agrediendo a los demás.

Si es el “contexto subversivo” de Halloween, se podría, pongamos por caso, desenterrar cadáveres en los cementerios. Si se tratase del “contexto subversivo” de los Sanfermines, tan dados a los excesos, se podría violar a quien se pusiese a tiro. Si, en cambio, el “contexto subversivo” fuese el del aniversario de la subida al poder de Adolfo Hitler sería legítimo quemar a los judíos en los hornos.

Puestos a imaginar “contextos subversivos”, ¿por qué limitarlos solo al carnaval? Indudablemente es absurdo sostener que un “contexto subversivo” lo legitima todo. No es así. Hay cosas, como profanar cadáveres, violar a las personas, o quemar a los judíos, que nunca, sea cual sea el contexto, se pueden hacer. Y quien las haga, sea cual sea el contexto, es, como mínimo, una mala persona y un impresentable.

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Un libro que hay que leer: R. Spaemann, “Meditaciones de un cristiano. Sobre los Salmos 1-51”, BAC, Madrid 2015, 412 páginas.

Recomendar la lectura de un libro de Robert Spaemann equivale a no arriesgar nada. Todo lo que dice este filósofo alemán es digno de ser tenido en cuenta. En su día, he comentado en este blog la impresión causada en mí por su autobiografía “Sobre Dios y el mundo” (2014).

Ahora me hago eco de un primer volumen – son dos – de sus “Meditaciones de un cristiano. Sobre los Salmos 1-51”. Es un ensayo más que notable. Y proporciona una perspectiva sobre los Salmos de un metafísico que no deja de serlo y que, quizá por eso mismo, es un creyente que se ha esforzado en pensar la fe.

Hace apenas dos días me comentaba un sacerdote sobre otro que, en su momento, dirigió una revista teológica. Sostenía, este primer sacerdote, que, a la hora de elegir los textos a publicar en la revista, el segundo daba prioridad a los que planteaban un fondo de teología natural, de fundamentación racional de la fe.

Me parece que es un criterio muy acertado. La razón y la fe no pueden ir por separado. Han de converger. Pero, para hacerlo, han de coincidir en un mismo sujeto. El diálogo fe y razón solo se solventa en un mismo sujeto: Newman, Ratzinger, Spaemann. Son sujetos extraordinarios, pero, para que no olvidemos la vigencia de la humildad, Dios pone en nuestro camino a sacerdotes, o a autores, menos famosos, pero no menos formados.

Yo le hablaba a mi paciente interlocutor – él, también cura – de mi convencimiento de la sabiduría acumulada en los “Salmos”; de lo difícil que es progresar en su conocimiento. Y él, sin ningún alarde, me dijo: “Los he traducido todos del hebreo, para comprender qué decían”.

No puedo traducir del hebreo ni un solo Salmo. Yo no sé hebreo. Pero los Salmos no están escritos solo para los hebreos. Los Salmos hablan al corazón y ayudan a descifrar las estructuras más básicas de lo humano.

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