A veces las palabras se parecen enormemente unas a otras y esta semejanza obedece, en definitiva, al parecido de lo real. La ley de la analogía rige en el lenguaje y en las cosas. Las palabras se parecen entre sí y las realidades designadas mediante ellas, también. No siempre hay una gran diferencia entre analogía y ambigüedad. De ahí que sea fácil la confusión o las malas interpretaciones.
Las palabras “tradición” y “traición” son casi gemelas. Proceden de la misma madre, “traditio” – “entrega” – y designan, ambas, un acto de donación, de consigna, de entrega. La tradición es la entrega, la transmisión de lo recibido, y la traición consiste en entregar a alguien a sus enemigos. En una oración por el Papa se le pide a Dios: “non tradat eum in animam inimicorum eius”, que no lo entregue a la voluntad de sus enemigos.
Dios y Judas “entregan”, pero sus respectivas entregas son muy diferentes por su motivación y por su respectiva finalidad. Dios nos entrega a su Hijo, nos lo da, salvando con la potencia de su misericordia lo que, a ojos de los hombres, parecería una imprudencia. La entrega – tradición - que Dios nos hace está movida por el amor y tiene como meta nuestro rescate.
La entrega de Judas, su traición, se parece mucho, pero solo superficialmente, a la entrega de Dios. También Judas se parecía mucho, aunque solo superficialmente, a los demás apóstoles. Quizá, en un primer momento, era muy semejante a ellos. Jesús se había fijado en él, lo había llamado, lo había introducido en su círculo más próximo. Pero, sumando, una tras otra, pequeñas traiciones, Judas llega a ser alguien muy distinto a quien era y, sobre todo, alguien muy diferente a quien podría llegar a haber sido.
Judas, al final, ya no era “uno de vosotros” (Jn 13,21). Lo era solo de cara a la galería, pero ya no lo era en realidad. En Judas, la máscara, el “prósopon”, se convirtió en la persona; la ficción en la triste realidad, como en el retrato de Dorian Gray cuando llega la hora en la que el teatro se acaba y aquel rostro, joven y bello, refleja ya sin velos el horror del mal. San Agustín apuntó, a propósito de Judas: “`Uno de vosotros’, por el número, no por el mérito; en apariencia, no en realidad”.
Solamente Dios – y Jesús es Dios – es inmune desde siempre a la seducción del engaño, al camelo de la mentira. Por eso Jesús se turba “en su espíritu”. Jesús se deja afectar. Jesús quiere padecer. Su turbación es su amor, su misericordia. No hay espíritu más sensible que el de Dios, que el Espíritu de Jesús, entregado desde la máxima turbación de la Cruz.
Jesús conoce y asume la traición de los amigos. Es como si dijese, en esa turbación suya tan elocuente: “Eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad” (Sal 55,14-15). Si a nosotros, que somos malos, nos duele la traición de los amigos, ¿cuánto más le dolerá al más noble y perfecto de los hombres?
Ya Salustio dejó dicho que la corrupción de lo mejor es lo peor. La corrupción de Judas es lo peor. Estando cerca de Jesús se aleja poco a poco de Él y de los demás apóstoles. Se sumerge en la soledad y en la noche. Convierte su grandeza – ser apóstol, encargado de la tradición, de transmitir a otros lo recibido de Jesús - en traición, en entrega del Señor a la voluntad de sus enemigos. Se hace cómplice de Satanás, experto en acusaciones y traiciones.
¿Qué pudo haberle pasado a Judas para llegar a odiar tanto? Quizá ese odio lo condena y a la vez podría haberlo redimido. Al menos no era indiferencia. Pero no sirvió para redimirlo porque era puro odio, sin mezcla ya de amor. La fe muerta, la fe del hombre en pecado, necesita aspirar al menos al amor de Dios para poder salvarle de la muerte. Judas era un cadáver ambulante. Su fe ya no era fe. Ni viva ni muerta.
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